"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

sábado, 22 de junio de 2013

PLATON - FEDON (sobre el alma)

PLATON
FEDON
(sobre el alma)


INTRODUCCIÓN

1 La situación del «Fedón» en el conjunto de la obra platónica

Los tres diálogos reunidos en este tomo: Fedón, Banquete y Fedro se sitúan, junto con el más extenso de la República, en la etapa que suele llamarse de «madurez» o de «plenitud» de la larga obra platónica, es decir, el período central en el que el filósofo desarrolla su pensamiento con un espléndido dominio de la expresión literaria y de su teoría propia.
Platón ha llegado a construir un sistema filosófico propio, que se funda en la llamada «teoría de las ideas», con una ética y una política subordinadas a una concepción metafísica idealista del universo y del destino humano. Atrás quedan las discusiones socráticas con los grandes y pequeños sofistas, el viaje a Sicilia, con su amarga experiencia, y está fundada la Academia. La figura del maestro Sócrates es ya portavoz de pensamientos y tesis de Platón.
De estos tres diálogos, el Fedro es el más tardío; probablemente es posterior a la redacción de la República. De los otros dos se discute cuál quedó publicado antes. No es fácil conjeturarlo, pues tal vez se escribieron con muy poca distancia de tiempo. Parece más conveniente situar primero el Fedón, donde la exposición de la teoría de las ideas se hace con un énfasis especial, con una formulación más completa y explícita.
Al gran tema de la inmortalidad del alma le sucede la discusión del impulso erótico que mueve el universo hacia lo eterno y divino1. Y el tema del amor retorna en el Fedro, en un tono diverso al de la charla del simposio, pero con la misma exaltación y poesía.
Junto con la madurez filosófica destaca la prodigiosa factura literaria con la que Platón, que tiene ya entre los cuarenta o cuarenta y cinco años, en lo que los griegos denominarían su akmé, compone estos textos con una prosa sutil y una plasticidad dramática incomparable. Inolvidables son esas escenas: la de las últimas horas de Sócrates en la prisión, la de un banquete al que asisten algunos de los personajes intelectuales más brillantes de Atenas, o la del coloquio en un lugar idílico entre el irónico Sócrates y el joven Fedro. No en vano son estos tres diálogos -junto con la República, tan unida a ellos por sus temas y su ambiente- las obras más leídas de Platón. Ningún otro filósofo podría rivalizar con él en cuanto a la perfecta arquitectura y la viveza prodigiosa de los coloquios. El encanto de la charla dirigida por Sócrates seduce al lector, arrastrándole en su argumentación apasionada y lúcida a la reflexión y al debate intelectual sobre temas tan decisivos como los que aquí se tratan. Pero también son éstos los diálogos en los que se inscriben los espléndidos mitos platónicos, que acuden para favorecer el ímpetu de los razonamientos y darles alas para elevarse más allá de lo demostrable racionalmente. Platón, que, según una anécdota antigua, había abandonado su afán de componer obras dramáticas para seguir a Sócrates en su crítica impenitente, esboza aquí unos relatos poéticos de estupendo dramatismo, entre lo cómico y lo trágico, según el momento y la intención. Filosofía y poesía entremezclan sus prestigios en estos diálogos fulgurantes.
Algunos de los temas tratados en ellos ya están enfocados en obras anteriores. Así, por ejemplo, el de la retórica, central en el Fedro, estaba ya discutido en el Gorgias y en el Menéxeno. Y el de la anámnēsis o «rememoración», que es importante en el Fedón, lo habíamos visto ya, desde otro contexto, en el Menón, algo anterior a la argumentación que retoma la teoría para demostrar la inmortalidad del alma. Es cierto, desde luego, que cada diálogo es una obra autónoma e independiente, pero la filosofía platónica, con su peculiar estilo expositivo, gana mucho en comprensión cuando se contempla desde la perspectiva del desarrollo de la misma, atendiendo a la recuperación, superación y ahondamiento en temas y motivos.
El subtítulo o título alternativo del diálogo: Sobre el alma, está claramente justificado. El tema central es la discusión acerca de la inmortalidad del alma, que Sócrates trata de demostrar mediante varios argumentos bien ajustados entre si y en alguna manera complementarios.
Un famoso epigrama de Calimaco, el XXIII, nos recuerda el gran tema y la seducción persuasiva del diálogo para un lector apasionado como Cleómbroto de Ambracia: «Diciendo `Sol, adios', Cleómbroto de Ambracia/ se precipitó desde lo alto de un muro al Hades. / Ningún mal había visto merecedor de muerte, / mas había leído un tratado, uno solo, Platón: Sobre el alma.»
El diálogo está presentado en un marco muy dramático. Sócrates, condenado a morir, entretiene sus últimas horas conversando con sus amigos sobre la inmortalidad. Si su tesis es cierta y queda probada, la terrible e inmediata circunstancia de su muerte, producida por el veneno ofrecido por el verdugo mientras se pone el sol en Atenas, es un episodio mucho menos doloroso. Será tan sólo la separación de un cuerpo ya envejecido, que es un fardo para un auténtico filósofo que, en verdad, se ha preparado durante toda la vida para esa muerte como para una liberación. La pérdida del maestro será un enorme pesar para todos sus amigos, los presentes en la prisión junto a él en esa última jornada, y los ausentes, como el mismo Platón, que lo recordarán con inmensa nostalgia a lo largo de incontables años. Pero él la recibe sin pena.
En la ordenación de los diálogos platónicos por tetralogías que hizo el platonista Trasilo, en tiempos del emperador Tiberio, el Fedón va después de la Apología, el Critón y el Eutifrón, como cuarto diálogo, entre los que tratan de la condena y muerte de Sócrates. Sin embargo, está bien claro que es en bastantes años posterior a los otros tres, más breves y de la primera etapa de la obra de Platón. Mientras que el Sócrates de la Apología se expresaba con cierta ambigüedad acerca del destino de su alma -y, probablemente, esa postura refleja bien la del Sócrates histórico-, en el Fedón defiende Sócrates con firmeza la clara convicción de que el alma es inmortal y de que, tras una vida filosófica, a ella le aguarda una eterna bienaventuranza.
Como la gran mayoría de los comentaristas modernos del diálogo –y en contra de quienes, como Burnet y Taylor, sostuvieron la absoluta historicidad de las afirmaciones de Sócrates en él-, pienso que Platón está utilizando la figura de su inolvidable maestro para exponer su propia doctrina sobre el tema. Incluso el relato autobiográfico en el que Sócrates habla de su progresión en busca de un método filosófico general, más allá de Anaxágoras, está completado con un toque platónico.
Es a Platón, y no a Sócrates, a quien pertenece la teoría de las ideas, que ya apuntaba en el Eutifrón y que en el Fedón, y los diálogos de este período de madurez, recibe su formulación más explícita. Ese relato de una experiencia intelectual -que se inserta en Fedón 96a-101c- constituye uno de los segmentos más comentados de este texto, y no sin razón.
El esquema de la evolución intelectual que ahí se dibuja (que podría corresponder, ciertamente, a Sócrates en sus primeras fases, incluyendo la superación crítica de los enfoques de Anaxágoras y la afirmación de una teleología en la naturaleza) parece ajustarse muy bien al propio proceso experimentado por Platón, según cuenta en su Carta VII
Esa «segunda navegación», o deúteros ploûs, que aquí se aconseja, tras el rechazo del método que consistiría en observar la realidad en sí misma, es un método platónico, que se funda en la contemplación de las Ideas para llegar así a «algo satisfactorio», que luego -en la República- se nos dirá que es la Idea del Bien, un método que avanza a través de la dialéctica, y que implica una concepción metafísica que Sócrates, pensamos, no expuso a sus discípulos. En el Fedón aparecen las Ideas como causas de las cosas reales, que son por una cierta «participación » o «comunión» con ellas, o por la «presencia» de las Ideas en la realidad. Más allá de los objetos reales y mutantes existen esas Ideas, eternas y modélicas, como los prototipos de las figuras matemáticas y los ideales de las virtudes éticas; esas ideas son las realidades en sí, los fundamentos de todo lo real. Ciertamente, en el Fedón no se responde a los problemas que tal teoría suscita. (Platón vuelve sobre ellos en el Parménides, más a fondo.) Aquí se nos presenta la teoría en lo esencial.
Encontramos en el Fedón, como se ha señalado, «en una forma más violenta y más tajante que en ningún otro texto platónico, un excesivo dualismo, un divorcio casi completo, entre el alma y el cuerpo» (G. M. A. Grube). Esa extremada contraposición entre alma y cuerpo es, en el diálogo, más un punto de partida que una elaboración propia. En efecto, Sócrates no se pregunta inicialmente qué es el alma, sino que parte de una concepción, admitida por sus interlocutores, de que el alma se separa o se «desembaraza» del cuerpo en el momento de la muerte. Hay, pues, una admisión infundamentada de una cierta concepción de la psychē como lo espiritual, lo racional y lo vital, frente al cuerpo, sôma, recipiente sensorial y perecedero del conjunto que es el ser humano vivo.
Al cuerpo se le adjudican las torpezas del conocimiento sensible y, además, los apetitos y tensiones pasionales, mientras que el alma está concebida como la parte noble del organismo.
Platón, por boca de Sócrates, nos da una visión ascética de la vida del filósofo, empeñado durante toda su actividad en purificarse de lo corpóreo y en atender al bien de su alma. (En diálogos posteriores, como la República y el Fedro, Platón hablará de que también los deseos y las pasiones, epithymíai y thymós, están en el alma, y que esa composición tripartita es fundamental en la estructura anímica. Pero aquí Platón habla del alma como algo simple y puro, como lo es una Idea.) Porque le interesa esencialmente probar la inmortalidad de ésta, y no sólo de la parte racional, sino del alma como lo opuesto al cuerpo que se descompone y desaparece pronto.
Mientras que en el Gorgias se había dejado claro que el filósofo rechazaba la vida inauténtica de un político práctico, en el Fedón se comienza por destacar cómo es la existencia que el auténtico filósofo elige.
Ya antes, Sócrates había expuesto que lo fundamental era la therapeía tés psychês «el cuidado del alma»; pero ahora intenta infundir al lema una mayor carga ética y aun metafísica
En la última lección -que es, como siempre, un coloquio-, Sócrates expone el fundamento último de su fe en la inmortalidad.
El alma no es una Idea; no es la idea de la vida, desde luego. Pero guarda una afinidad especial con ese mundo de lo en sí, lo imperecedero.
Por eso, una vez desembarazada de la prisión del cuerpo y de sus ligaduras con lo sensible, puede alcanzar la contemplación de ese mundo puro de las Ideas. Hay, en esta concepción platónica, una cierta «transposición» de las doctrinas de ciertos cultos mistéricos, como los órficos, al terreno de lo filosófico. El feliz destino que se vislumbra para el alma del verdadero filósofo es semejante al que esos credos religiosos prometían a los iniciados en su secta. Esa «transposición», que A. Diès señaló certeramente, está muy bien sugerida en el propio texto del Fedón.
La existencia del filósofo es una preparación para la muerte, y durante su vida el filósofo se purifica con vista a su destino en el más allá, afirma Sócrates. Sin necesidad de una iniciación en cualquier ritual mistérico, el que ama de verdad el saber está ya preparado por su larga ascética para recibir tras la muerte, que es sólo separación del cuerpo, momentáneo trance, el premio de una acogida venturosa en la morada de lo divino.
«Platón transpone orfismo y misticismo no solamente en artificio literario, sino en doctrina. En él todas las metáforas tomadas en préstamo a los misterios concluyen en la Idea; todas las esperanzas de los misterios se transforman en certidumbre de inmortalidad, fundada en el parentesco del alma con la Idea; todas las verosimilitudes pasajeras de la leyenda y del mito no sirven sino como escalones hacia la ciencia de la Dialéctica, cuyo objetivo es la intuición infalible de la Idea» 4. Hay, pues, como señala Diès, una transposición de lo religioso a lo intelectual; y ese idealismo de Platón pretende fundarse en un método puramente intelectual, ya que el método dialéctico es una construcción por entero racional. (No es nada extraño que el platonismo, en este sentido, La literatura sobre el tema es muy amplia. Para el desarrollo del mismo en Platón, ver la haya sido tan aprovechado por los teólogos cristianos, en su afán por apuntalar el credo de una doctrina de la inmortalidad del alma.)

2. La estructura del diálogo

La composición del Fedón, que ofrecemos en breve esquema, es muy clara y muy equilibrada. El narrador, Fedón, testigo presencial de la larga conversación en el último día de Sócrates, cuenta el coloquio a Equécrates, natural y vecino de Fliunte. Éste interrumpe la narración en dos momentos, en 88c y 102a, manifestado sus emociones ante lo narrado.
En el diálogo propio intervienen junto a Sócrates dos interlocutores, Simmias y Cebes. Este número de dialogantes, tres, es frecuente en los coloquios platónicos, como en las escenas de la tragedia ateniense.
Al contar con un narrador, Platón puede ofrecernos un comentario de las escenas en la prisión, y de la emocionada actitud de los discípulos y amigos de Sócrates ante su serenidad en la despedida final. En un fácil esquema, la composición del diálogo es así:
Encuentro de Fedón y Equécrates. Comienzo del relato. (57a-60b.)

I. Tras una conversación introductoria, en la que Sócrates alude a la conexión entre placer y dolor, y a un sueño premonitorio, pasa a tratar de la actitud de un filósofo verdadero ante la muerte, y se anuncia la confianza en la inmortalidad del alma, que Sócrates va a exponer como una segunda apología, no ante jueces, sino ante amigos. (60b- 69e.)

II. Primeros argumentos sobre la inmortalidad: A) compensación de los procesos contrarios; B) argumento de la reminiscencia; C) combinación de los dos; D) afinidad del alma con las Ideas; E) el modo de vida condiciona el destino futuro del alma. (69e-84b.)

III. Discusión de los argumentos precedentes: A) objeción de Simmias; B) objeción de Cebes; C) comentario de Sócrates sobre el escepticismo originado en una confianza precipitada e insegura. (84c- 91c.)

IV. Nueva argumentación: A) trascendencia del alma respecto de su unión con el cuerpo (91c-95a); B) sobre la generación y la corrupción y las causas de lo real (95a-102a): recapitulación de la objeción de Cebes, insuficiencia de la explicación mecanicista, insatisfacción y desengaño ante la postura de Anaxágoras, propuesta de un nuevo método como deúteros ploûs. el análisis del lenguaje y la dialéctica; C) nueva argumentación, basada en la exclusión mutua de los contrarios en sí, y en que la idea del alma excluye la idea de muerte. (102a-107b).

V. El mito escatológico (107c-115a). El viaje al Más Allá, la descripción de la fabulosa geografía del otro mundo, y el destino de las almas tras el juicio, son los tres elementos del mito que se propone como un complemento a la discusión anterior.

VI. Los últimos gestos de Sócrates (115b-118c). Descripción de su actitud, ante la muerte. Estampa serena de la despedida del filósofo y de cómo murió, por efecto de la cicuta, «el mejor hombre... de los que... conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo».

Podría verse todo el relato como un drama en cinco actos, enmarcado por un prólogo (0), y un epílogo (VI), donde la tensión dramática está sustituida por la discusión de los argumentos. (En el interior del diálogo, alguna vez se personifica el lógos, como si el argumento fuera una persona que luchara por su supervivencia.) Hay una intensa emoción bajo la aparente frialdad de los razonamientos, porque el tema tratado es crucial para todos, y de modo singular para Sócrates, en esta segunda apología, que tiene algo de trágica. Tanto I, la conversación introductoria, como V, el mito, enmarcan los argumentos fundamentales, que están en II y en IV, mientras que la sección III, con las objeciones de Simmias y Cebes, y el comentario de Sócrates, en el centro mismo de la composición, marca un momento de intenso dramatismo lógico, si vale la expresión.
El entramado de la discusión es admirablemente sutil, y la habilidad de Platón para enlazar la argumentación con los matices de la escenografía y las finas alusiones psicológicas a sus personajes podrían llevarnos a subrayar de nuevo el talento literario de este gran filósofo. Pero, para abreviar, quiero citar unas líneas de A. Diès, que recogen lo esencial de lo que conviene resaltar:
Hay una gradación en las pruebas presentadas para demostrar la inmortalidad del alma. Del argumento del ciclo al de la reminiscencia, de la reminiscencia al parentesco del alma con las Ideas, de la simplicidad del alma a la incompatibilidad de los contrarios, aumenta, según la intención de Platón, la certidumbre y la fuerza probatoria. Pero esta progresión es paralela a otra progresión; pues la certeza se afirma a medida que la argumentación científica se depura de cualquier alianza, a medida que leyendas y tradiciones, orfismo y misterios, se diluyen ante la luz creciente de las Ideas. Si el mito final reintroduce la leyenda, como para cerrar el diálogo entero dentro de una atmósfera mística, ese mito no se termina sin que se hagan las distinciones necesarias entre lo que no es más que probabilidad, gran esperanza, bello riesgo, y lo que es verdad demostrada. Por lo demás, un estudio atento de este mito del Fedón, como de los otros mitos de Platón, nos mostraría que Platón procede intencionadamente a hacer un trabajo inverso al que acabamos de señalar. Así como el diálogo traducía en doctrina científica los espectáculos de los misterios o de las leyendas órficas, así el mito traduce en leyendas y en visiones la doctrina científica: los bienaventurados ven a los dioses y conversan con los dioses, ven el sol, la luna y los astros en su realidad verdadera, y este espectáculo dichoso del mundo real no es más que una de esas transposiciones inversas que sirven para materializar, con grados diversos, lo inmaterial, para refractar, en los planos sucesivos de la intuición sensible, la contemplación de las Ideas

3. El mito final

Los comentaristas del diálogo difieren respecto del valor que Platón atribuye al mito sobre el otro mundo, con el que Sócrates concluye su exposición. Creo que la cita de Diès subraya lo fundamental: de un lado, el mito va en el mismo sentido que los argumentos anteriores, y, de otro, está presentado con unas claras cautelas acerca de su exactitud.
Con todo, el mito es un elemento de primera importancia en ese discurso de persuasión que Sócrates se propone. Como un último conjuro. Y Platón se ha esmerado en su composición, como L. Robin y W. C. K.
Guthrie han comentado. Combinando elementos tradicionales homéricos, rasgos de las iniciaciones órficas, creencias populares, y trazos de la cosmología jónica y pitagórica, con algunas pinceladas propias, traza Platón una fantástica pintura del mundo subterráneo y supraterrestre, con un mágico colorido.
Después de advertir con qué esmero se cuida el decorado, reconoceremos, de acuerdo con C. Eggers, que lo importante en el mito es «su sentido, sentido ante todo funcional». «Siempre en función de los intereses de sus argumentaciones», los mitos escatológicos de Platón presentan una variedad de matices muy significativa. El del Gorgias subraya el valor del verdadero vivir para la filosofía. El del Fedón coincide en resaltar el premio a una ética y a una ascética fundamentadas. El de la República insiste en la justicia y en la responsabilidad del hombre en la elección de su destino.
Hay en ese recuento platónico una progresiva reelaboración de los detalles. En el Gorgias el esquema mítico es más simple, en la República se nos ofrece la forma más elaborada 8. Los mitos, como Platón sabe muy bien, tienen un encanto propio y uno puede admitirlos así, como un hechizo seductor, y aceptarlos como una forma de encantamiento (114d). A punto de despedirse de la vida, el discutidor y escéptico Sócrates, a quien se condenó por impío en un terrible malentendido de los atenienses, cuenta un relato mítico variopinto y piadoso. Sobre la discusión dialéctica este relato deja un tono poético, como un aroma o una ligera bruma que sombrea las aristas de un diálogo escuetamente racionalista.
Tal vez esto sea otra muestra de la ironía sutil de Platón.

FEDÓN


EQUÉCRATES, FEDÓN

EQUÉCRATES. - ¿Estuviste tú mismo, Fedón, junto a Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?

FEDÓN. - Yo mismo estuve allí, Equécrates.

EQU. - ¿Qué es, entonces, lo que dijo el hombre antes de su muerte?

¿Y cómo murió?. Que me gustaría mucho escuchártelo. Pues ninguno de los ciudadanos de Fliunte, por ahora, va de viaje a Atenas, ni ha llegado de allí ningún extranjero que nos pudiera dar noticias claras acerca de esos hechos, de no ser que él murió después de haber bebido el veneno. De lo demás no hubo quien nos contara nada.

FED. - ¿Ni siquiera, pues, estáis informados sobre el juicio, de qué manera se desarrolló?

EQU. - Sí, de eso nos informó alguno, y nos quedamos sorprendidos de que se celebrara con tanta anticipación y que él muriera mucho más tarde. ¿Por qué pasó eso, Fedón?

FED. - Tuvo una cierta suerte, Equécrates. Aconteció, pues, que la víspera del juicio quedó coronada la popa de la nave que los atenienses envían a Delos.

EQU. - ¿Y qué nave es ésa?

FED. - Ésa es la nave, según cuentan los atenienses, en la que zarpó Teseo antaño hacia Creta llevando a los famosos «dos veces siete», y los salvó y se salvó a sí mismo. Así que le hicieron a Apolo la promesa entonces, según se refiere, de que, si se salvaban, cada año llevarían una procesión a Delos. Y la envían, en efecto, continuamente, año tras año, hasta ahora, en honor al dios. De modo que, en cuanto comienzan la ceremonia, tienen por ley purificar la ciudad durante todo ese tiempo y no matar a nadie oficialmente hasta que la nave arribe a Delos y de nuevo regrese de allí. Algunas veces, eso se demora mucho tiempo, cuando encuentran vientos que la retienen. El comienzo de la procesión es cuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave. Eso ocurrió casualmente, como digo, la víspera de celebrarse el juicio. Por eso, justamente, fue mucho el tiempo que estuvo Sócrates en la cárcel, el que hubo entre el juicio y su muerte.

EQU. - ¿Y qué de las circunstancias de su muerte, Fedón? ¿Qué fue lo que se dijo y lo que se hizo, y quiénes los que estuvieron a su lado de sus amigos íntimos? ¿O no permitieron los magistrados que estuvieran presentes, y murió abandonado de sus amigos?

FED. - No, de ningún modo, sino que tuvo a algunos a su lado, y muchos incluso.

EQU. - Esfuérzate en relatarnos todo eso lo más precisamente posible, de no ser que tengas algún apremio de tiempo.

FED. - Bueno, tengo un rato libre, e intentaré haceros el relato. Porqu el evocar el recuerdo de Sócrates, sea hablando o escuchando a otro, es para mí lo más agradable.

EQU. - En tal caso, Fedón, tienes en quienes van a escucharte a otros semejantes. Así que intenta contarlo todo lo más detalladamente que puedas.

FED. - Pues bien, yo tuve una asombrosa experiencia al encontrarme allí. Pues no me inundaba un sentimiento de compasión como a quien asiste a la muerte de un amigo íntimo, ya que se le veía un hombre feliz, Equécrates, tanto por su comportamiento como por sus palabras, con tanta serenidad y tanta nobleza murió. De manera que me pareció que, al marchar al Hades, no se iba sin un destino divino, y que, además,
al llegar allí, gozaría de dicha como nunca ningún otro. Por eso, pues, no me entraba, en absoluto, compasión, como parecería ser natural en quien asiste a un acontecimiento fúnebre; pero tampoco placer como cuando nosotros hablábamos de filosofía como teníamos por costumbre -porque, en efecto, los coloquios eran de ese género-, sino que simplemente tenía en mí un sentimiento extraño, como una cierta mezcla en la que hubiera una combinación de placer y, a la vez, de pesar, al reflexionar en que él estaba a punto de morir. Y todos los presentes nos encontrábamos en una disposición parecida, a ratos riendo, a veces llorando, y de manera destacada uno de nosotros, Apolodoro -que ya conoces, sin duda, al hombre y su carácter.

EQU. - Pues ¿cómo no?

FED. - Él, desde luego, estaba por completo en tal estado de ánimo, y yo mismo estaba perturbado como los demás.

EQU. - ¿Quiénes eran, Fedón, los allí presentes?

FED. - De los del país estaba ese Apolodoro, y Critobulo y su padre, y además Hermógenes, Epígenes, Esquines y Antístenes. También estaba Ctesipo el de Peania, y Menéxeno y algunos más de sus paisanos.

Platón estaba enfermo, creo.

EQU. - ¿Estaban algunos forasteros?

FED. - Sí, Simmias el de Tebas, y Cebes y Fedondas; y de Mégara, Euclides y Terpsión.

EQU. - ¿Qué más? ¿Estuvieron Aristipo y Cleómbroto?.

FED. - No, ciertamente. Se decía que estaban en Egina.

EQU. - ¿Algún otro estaba presente?

FED. - Creo que éstos fueron, más o menos, los que allí estaban.

EQU. - ¿Qué más? ¿Cuáles dices que fueron los coloquios?

FED. - Yo voy a intentar contártelo todo desde el comienzo. Ya de un modo continuo también en los días anteriores acostumbrábamos, tanto los demás como yo, a acudir a visitar a Sócrates, reuniéndonos al amanecer en la sala de tribunales donde tuvo lugar el juicio. Porque está próxima a la cárcel. Allí aguardábamos cada día hasta que se abría la puerta de la cárcel, conversando unos con otros, porque no estaba abierta muy de mañana. Y en cuanto se abría, entrábamos a hacer compañía a Sócrates y con él pasábamos la mayor parte del día.
Pero en aquella ocasión líos habíamos congregado aún más temprano.
Porque la víspera, cuando salíamos de la cárcel al anochecer, nos enteramos de que la nave de Delos había regresado. Así que nos dimos aviso unos a otros de acudir lo antes posible al lugar acostumbrado. Y llegamos y, saliéndonos al encuentro el portero que solía atendernos, nos dijo que esperáramos y no nos presentásemos antes de que él nos loindicara.
Es que los Once -dijo- desatan (de los grilletes) a Sócrates y le comunican que hoy morirá.
En fin, no tardó mucho rato en volver y nos invitó a entrar. Al entrar, en efecto, encontramos a Sócrates recién desencadenado, y a Jantipa - que ya conoces- que llevaba en brazos a su hijito y estaba sentada a su lado. Conque, en cuanto nos vio Jantipa, se puso a gritar, como acostumbran a hacer las mujeres:
-¡Ay, Sócrates, por última vez te hablarán tus amigos y tú a ellos!
Al punto Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón le dijo:
-Critón, que alguien se la lleve a casa.
-Y unos servidores de Critón se la llevaron, a ella que gimoteaba y se daba golpes de pecho. Sócrates, sentándose en la cama, flexionó la pierna y se la frotó con la mano, y mientras se daba el masaje, dijo:
-¡Qué extraño, amigos, suele ser eso que los hombres denominan «placentero»! Cuán sorprendentemente está dispuesto frente a lo que parece ser su contrario, lo doloroso, por el no querer presentarse al ser humano los dos a la vez; pero si uno persigue a uno de los dos y lo alcanza, siempre está obligado, en cierto modo, a tomar también el otro, como si ambos estuvieran ligados en una sola cabeza. Y me parece, dijo, que si Esopo lo hubiera advertido, habría compuesto una fábula de cómo la divinidad, que quería separar a ambos contendientes, después de que no lo consiguió, les empalmó en un mismo ser sus cabezas, y por ese motivo al que obtiene el uno le acompaña el otro también a continuación. En efecto, algo así me ha sucedido también a mí. Después de que a causa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, ya parece que llega, siguiéndolo, el placer.
Entonces dijo Cebes, tomando la palabra:
-¡Por Zeus, Sócrates, hiciste bien recordándomelo! Que acerca de los poemas que has hecho versificando las fábulas de Esopo y el proemio dedicado a Apolo ya me han preguntado otros, como también lo hizo anteayer Eveno, que con qué intención los hiciste, después de venir aquí, cuando antes no lo habías hecho nunca. Por tanto, si te importa algo que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte - porque sé bien que me preguntará- dime qué he de decirle.
-Dile entonces a él -dijo- la verdad, Cebes. Que no los compuse pretendiendo ser rival de él ni de sus poemas -pues ya sé que no sería fácil- , sino por experimentar qué significaban ciertos sueños y por purificarme, por si acaso ésa era la música que muchas veces me ordenaban componer. Pues las cosas eran del modo siguiente. Visitándome muchas veces el mismo sueño en mi vida pasada, que se mostraba, unas veces, en una apariencia y, otras, en otras, decía el mismo consejo, con estas palabras: «¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!» Y yo, en mi vida pasada, creía que el sueño me exhortaba y animaba a lo que precisamente yo hacía, como los que animan a los corredores, y a mí también el sueño me animaba a eso que yo practicaba, hacer música, en la convicción de que la filosofía era la más alta música, y que yo la practicaba.
Pero ahora, después de que tuvo lugar el juicio y la fiesta del dios retardó mi muerte, me pareció que era preciso, por si acaso el sueño me ordenaba repetidamente componer esa música popular, no desobedecerlo, sino hacerla. Pues era más seguro no partir antes de haberme purificado componiendo poemas y obedeciendo al sueño. Así que, en primer lugar, lo hice en honor del dios del que era la fiesta. Pero después del himno al dios, reflexionando que el poeta debía, si es que quería ser poeta, componer mitos y no razonamientos, y que yo no era diestro en mitología, por esa razón pensé en los mitos que tenía a mano, y me sabía los de Esopo; de ésos hice poesía con los primeros que me topé
Explícale, pues, esto a Eveno, Cebes, y que le vaya bien, y dile que, si es sensato, me siga lo antes posible. Me marcho hoy, según parece.
Pues lo ordenan los atenienses. Entonces Simmias dijo:
-¡Vaya un consejo ese que le das, Sócrates, a Eveno! Muchas veces ya me he encontrado con el hombre. Desde luego que por lo que yo he captado de él no te obedecerá de buen grado de ningún modo.
-¿Cómo? -dijo él- ¿No es filósofo Eveno?
-Me parece que sí -contestó Simmias.
-Pues entonces Eveno estará dispuesto, como cualquier otro que participe de esta profesión. Sin embargo, probablemente no se hará violencia.
Pues afirman que no es lícito. Y, al tiempo que decía esto, bajaba sus piernas al suelo, y sentándose así sostuvo ya el resto del diálogo.
Le preguntó entonces Cebes:
-¿Cómo, Cebes? ¿No habéis oído tú y Simmias hablar de tales temas, habiendo estudiado con Filolao?.
-Nada preciso, Sócrates.
-Claro que yo hablo también de oídas sobre esas cosas. Pero lo que he oído no tengo ningún reparo en decirlo. Además, tal vez es de lo más conveniente para quien va a emigrar hacia allí ponerse a examinar y a relatar mitos acerca del viaje hacia ese lugar, de qué clase suponemos que es. ¿Pues qué otra cosa podría hacer uno en el tiempo que queda hasta la puesta del sol?
-¿Con qué fundamento, pues, afirman que no es lícito matarse a sí mismo, Sócrates? Pues yo, justo lo que tú decías hace un momento, ya se lo había oído a Filolao, cuando convivía con nosotros, y también otras veces a algunos otros, que no se debe hacer eso. Pero nada preciso he escuchado nunca acerca de esos asuntos.
-Bueno, hay que tener confianza -dijo-. Pues tal vez enseguida vas a oírlo. Quizá, sin embargo, te parecerá extraño que este asunto frente a todos los demás sea simple, y que nunca le ocurra al hombre, como sucede con los demás seres, que se encuentre: en ocasiones en que también a él le sea mejor estar muerto que vivir, y en los casos en que le es mejor estar muerto, quizá te parezca extraño que a esos hombres les sea impío darse muerte a sí mismos, sino que deban aguardar a otro benefactor.
Entonces Cebes, sonriendo ligeramente, dijo expresándose en su dialecto:
-¡Sépalo Zeus!.
-Pues sí que puede parecer -dijo Sócrates- que así es absurdo. Pero no lo es, sino que, probablemente, tiene una explicación. El dicho que sobre esto se declara en los misterios 18, de que los humanos estamos en una especie de prisión y que no debe uno liberarse a sí mismo ni escapar de ésta, me parece un aserto solemne y difícil de comprender. No obstante, me parece que, a mí al menos, Cebes, que no dice sino bien esto: que los dioses son los que cuidan de nosotros y que nosotros, los humanos, somos una posesión de los dioses. ¿O no te parece a ti así? –
-A mí sí -dijo Cebes-.
-Así pues -dijo él-, ¿también tú si alguno de los seres de tu propiedad se diera muerte a sí mismo, sin haberlo indicado tú que deseas que esté muerto, te irritarías con él, y, si pudieras darle algún castigo, se lo aplicarías como pena?
-Desde luego -dijo.
-Tal vez, entonces, desde ese punto de vista, no es absurdo que uno no deba darse muerte a sí mismo, hasta que el dios no envíe una ocasión forzosa, como ésta que ahora se nos presenta.
-Bien -dijo Cebes-, eso sí parece razonable. Sin embargo, lo que decías hace un momento, lo de que los filósofos fácilmente querrían morir, eso me parece absurdo, Sócrates, si es que está bien razonado lo que decíamos hace un momento: que la divinidad es quien se cuida de nosotros y nosotros somos posesiones de ésta. Porque el que no se irriten los más sensatos de dejar esa situación de servicio, en la que les dirigen quienes son los mejores dirigentes que existen, los dioses, no tiene explicación.
Pues, sin duda, nadie cree que él se cuidará mejor por sí mismo, al quedarse en libertad. Sólo un individuo necio se apresuraría a creer que debe escapar de su amo, y no reflexionaría que no conviene, por cierto, escapar del bien, sino permanecer en él lo más posible, y por ello escaparía irreflexivamente. Pero el que tenga inteligencia deseará siempre, sin duda, estar junto a lo que es mejor que él mismo. Así que, Sócrates, con esto resulta que es lógico lo contrario de lo que hace poco decíamos, que es natural que los sensatos se irriten al morir, y que los necios se alegren de ello.
Entonces, me pareció que Sócrates, al escucharlo, se regocijó con la objeción de Cebes, y, mirando hacia nosotros, dijo:
-De continuo, ciertamente, Cebes va a la rebusca de algunos argumentos y no está dispuesto por las buenas a dejarse convencer con lo que uno le diga.
Entonces dijo Simmias:
-Pero me parece, Sócrates, también a mí que, por lo menos ahora, Cebes dice algo cierto. Pues ¿con qué intención tratarían de escapar hombres, de verdad sabios, de unos dueños mejores que ellos mismos y querrían apartarse sin más de éstos? Y me parece que Cebes apunta a ti su razonamiento, porque tú tan fácilmente soportas el abandonarnos a nosotros y a unos buenos gobernantes, según tú mismo reconoces, los dioses.
-Es justo lo que decís -dijo-. Pues creo que vosotros decís que me es preciso defenderme contra ese reproche como delante de un tribunal.
-Desde luego que sí -dijo Cebes.
-¡Vamos, pues! -dijo él-. Trataré de hacer mi apología ante vosotros más persuasivamente que ante los jueces. En efecto, yo -dijo-, Simmias y Cebes, si no creyera que voy a presentarme, en primer lugar, ante otros dioses sabios y buenos, y, luego, ante personas ya fallecidas mejores que las de acá, cometería una injusticia no irritándome de mi muerte. Pero sabed bien ahora que espero llegar junto a hombres buenos, y eso no lo aseguraría del todo; pero que llegaré junto a los dioses, amos muy excelentes, sabed bien que yo lo afirmaría por encima de cualquier otra cosa. De modo que por eso no me irrito en tal manera, sino que estoy bien esperanzado de que hay algo para los muertos y que es, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos.
-¿Cómo, Sócrates? -dijo Simmias-. ¿Y tú guardándote esa idea en tu mente vas a marcharte, o nos la puedes comunicar también a nosotros?
Porque me parece a mí que ése podría ser un bien común, y a la vez te servirá de apología, si es que nos convences de lo que dices.
-Bueno, lo intentaré -dijo-. Pero veamos primero qué es lo que aquí Critón pretende decimos, me parece, desde hace un rato.
-Qué otra cosa, Sócrates, va a ser -dijo Critón-, sino que hace rato que me dice el que va a darte el veneno que te advierta de que dialogues lo menos posible. Pues dice que los que hablan se acaloran más y que eso no es nada conveniente para administrar el veneno. En caso contrario, algunas veces es forzoso que quienes hacen algo así beban dos y hasta tres veces.
Y le contestó Sócrates:
-¡Ea, mándalo a paseo! Que se cuide sólo de su tarea, para estar dispuesto a dármelo dos veces, si es preciso, y hasta tres.
-Bueno, algo así sabía que dirías -dijo Critón-. Pero me da la lata desde hace un rato.
-Déjalo -dijo-. Ahora ya quiero daros a vosotros, mis jueces, la razón de por qué me resulta lógico que un hombre que de verdad ha dedicado su vida a la filosofía en trance de morir tenga valor y esté bien esperanzado de que allá va a obtener los mayores bienes, una vez que muera.
Cómo, pues, es esto así, Simmias y Cebes, yo intentaré explicároslo.
Porque corren el riesgo cuantos rectamente se dedican a la filosofía de que les pase inadvertido a los demás que ellos no se cuidan de ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos. Así que, si eso es verdad, sin duda resultaría absurdo empeñarse durante toda la vida en nada más que eso, y, llegando el momento, que se irritaran de lo que desde mucho antes pretendían y se ocupaban.
Entonces Simmias se echó a reír y dijo:
-¡Por Zeus, Sócrates, que, aunque no estaba ahora con ganas de reírme, me has hecho reír! Creo, desde luego, que a la gente, de oírte decir eso mismo, le habría parecido que está muy bien dicho respecto a los filósofos -y que recibiría la aprobación de nuestros compatriotas completamente - que los que filosofan andan moribundos, y tampoco se les escapa a ellos que son dignos de sufrir tal muerte.
-Y dirían la verdad, Simmias, con excepción de que a ellos no les pasa inadvertido. Pues les pasa inadvertido en qué sentido andan moribundos y en qué sentido son dignos de muerte y de qué tipo de muerte quienes son verdaderamente filósofos. Conversemos, pues -dijo-, entre nosotros sólo, mandándolos a los demás a paseo. ¿Consideramos que la muerte es algo?
-Y mucho -dijo Simmias contestando.
-¿Acaso es otra cosa que la separación del alma del cuerpo? ¿Y el estar muerto es esto: que el cuerpo esté solo en sí mismo, separado del alma, y el alma se quede sola en sí misma separada de cuerpo? ¿Acaso la muerte no es otra cosa sino esto?
-No, sino eso -dijo.
-Examina ahora, amigo, si compartes mi opinión en lo siguiente.
Pues con eso creo que sabremos más de la cuestión que estudiamos.
¿Te parece a ti que es propio de un filósofo andar dedicado a los que llaman placeres, tales como los propios de comidas y de bebidas?
-En absoluto, Sócrates -dijo Simmias.
-¿Qué de los placeres del sexo?
-En ningún modo.
-¿Y qué hay respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados elegantes, y los demás embellecimientos del
cuerpo, ¿te parece que los tiene en estima, o que los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de ocuparse de ellos?
-A mí me parece que los desprecia -dijo-, por lo menos el que es de verdad filósofo.
-Por lo tanto, ¿no te parece que, por entero -dijo-, la ocupación de tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está apartado de éste, y, en cambio, está vuelto hacia el alma?
-A mí sí.
-¿Es que no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de la vinculación con el cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?
-Está claro.
-Y, por cierto, que les parece, Simmias, a los demás hombres que quien no halla placer en tales cosas ni participa de ellas no tiene un vivir digno, sino que se empeña en algo próximo al estar muerto el que nada se cuida de los placeres que están unidos al cuerpo.
-Muy verdad es lo que dices, desde luego.
-¿Y qué hay respecto de la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es el cuerpo un impedimento o no, si uno lo toma en la investigación como compañero? Quiero decir, por ejemplo, lo siguiente: ¿acaso garantizan alguna verdad la vista y el oído a los humanos, o sucede lo que incluso los poetas nos repiten de continuo, que no oímos nada preciso ni lo vemos? Aunque, si estos sentidos del cuerpo no son exactos ni claros, mal lo serán los otros. Pues todos son inferiores a ésos. ¿O no te lo parecen a ti?
-Desde luego -dijo.
-¿Cuándo, entonces -dijo él-, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él.
-Dices verdad.
-¿No es, pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real?
-Sí.
-Y reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído ni la vista, ni dolor ni placer alguno,sino que ella se encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente.
-Así es.

-Por lo tanto, ¿también ahí el alma del filósofo desprecia al máximo el cuerpo y escapa de éste, y busca estar a solas en sí ella misma?
-Es evidente.
-¿Qué hay ahora respecto de lo siguiente, Simmias? ¿Afirmamos que existe algo justo en sí o nada?
-Lo afirmamos, desde luego, ¡por Zeus!
-¿Y, a su vez, algo bello y bueno?
-¿Cómo no?.
-¿Es que ya has visto alguna de tales cosas con tus ojos nunca?.
-De ninguna manera -dijo él.
-¿Pero acaso los has percibido con algún otro de los sentidos del cuerpo? Me refiero a todo eso, como el tamaño, la salud, la fuerza, y,en una palabra, a la realidad 26 de todas las cosas, de lo que cada una es.
¿Acaso se contempla por medio del cuerpo lo más verdadero de éstas, osucede del modo siguiente: que el que de nosotros se prepara a pensarmejor y más exactamente cada cosa en sí de las que examina, éste llegaría lo más cerca posible del conocer cada una?
-Así es, en efecto.
-Entonces, ¿lo hará del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento solo hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al reflexionar, ni arrastrando ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento, sino que, usando sólo de la inteligencia pura por sí misma, intente atrapar cada objeto real puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos y, en una palabra, del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y el saber cuando se le asocia? ¿No es ése, Simmias, más que ningún otro, el que alcanzará lo real?
-¡Cuán extraordinariamente cierto -dijo Simmias- es lo que dices, Sócrates!
-Por consiguiente es forzoso -dijo- que de todo eso se les produzca a los auténticamente filósofos una opinión tal, que se digan entre sí unas palabras de este estilo, poco más o menos: «Puede ser que alguna senda nos conduzca hasta el fin, junto con el razonamiento, en nuestra investigación, en cuanto a que, en tanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad de éste, jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos desear lo que es verdad.
Pues el cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y, además, si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la verdad. Nos colma de amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme trivialidad, de modo que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él no nos es posible meditar nunca nada! Porque, en efecto, guerras, revueltas y batallas ningún otro las origina sino el cuerpo y los deseos de éste. Pues a causa de la adquisición de riquezas se originan todas la guerras, y nos vemos forzados a adquirirlas por el cuerpo, siendo esclavos de sus cuidados. Por eso no tenemos tiempo libre para la filosofía, con todas esas cosas suyas.
Pero el colmo de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de sus cuidados y nos dedicamos a observar algo, inmiscuyéndose de nuevo en nuestras investigaciones nos causa alboroto y confusión, y nos perturba de tal modo que por él no somos capaces de contemplar la verdad.»Conque, en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos lo que deseamos y de lo que decimos que somos amantes, la sabiduría, una vez que hayamos muerto, según indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivimos. Pues si no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca el saber, o sólo muertos. Porque entonces el alma estará consigo misma separada del cuerpo, pero antes no. Y mientras vivimos, como ahora, según parece, estaremos más cerca del saber en la medida en que no tratemos ni nos asociemos con el cuerpo, a no ser en la estricta necesidad, y no nos contaminemos de la naturaleza suya, sino que nos purifiquemos de él, hasta que la divinidad misma nos libere. Y así, cuando nos desprendamos de la insensatez del cuerpo, según lo probable estaremos en compañía de lo semejante y conoceremos por nosotros mismos todo lo puro, que eso es seguramente lo verdadero.
Pues al que no esté puro me temo que no le es lícito captar lo puro.» Creo que algo semejante, Simmias, es necesario que se digan unos a otros y que mantengan tal creencia los que rectamente aman el saber.
¿No te lo parece así?
-Del todo, Sócrates.
-Por lo tanto -dijo Sócrates-, si eso es verdad, compañero, hay una gran esperanza, para quien llega adonde yo me encamino, de que allí de manera suficiente, más que en ningún otro lugar adquirirá eso que nos ha procurado la mayor preocupación en la vida pasada. Así que el viaje que ahora me han ordenado hacer se presenta con una buena esperanza, como para cualquier otro hombre que considere que tiene preparada su inteligencia, como purificada.
-Muy bien -dijo Simmias.
-¿Pero es que no viene a ser una purificación eso, lo que desde antiguo se dice en la sentencia «el separar al máximo el alma del cuerpo» y el acostumbrarse ella a recogerse y concentrarse en sí misma fuera del cuerpo, y a habitar en lo posible, tanto en el tiempo presente como en el futuro, sola en sí misma, liberada del cuerpo como de unas cadenas?
-Desde luego.
-¿Por tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del alma del cuerpo?
-Completamente -dijo él.
-Y en liberarla, como decimos, se esfuerzan continuamente y ante todo los filósofos de verdad, y ese empeño es característico de los filósofos, la liberación y la separación del alma del cuerpo. ¿O no?
-Parece que sí.
-Por lo tanto, lo que decíamos en un comienzo: sería ridículo un hombre que se dispusiera a sí mismo durante su vida a estar lo más cerca posible del estar muerto y a vivir de tal suerte, y que luego, al llegarle la muerte, se irritara de ello.
-Ridículo. ¿Cómo no?
-En realidad, por tanto -dijo-, los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente temible. Obsérvalo a partir de lo siguiente. Si están, pues, enemistados por completo con el cuerpo, y desean tener a su alma sola en sí misma, cuando eso se les presenta, ¿no sería una enorme incoherencia que no marcharan gozosos hacia allí adonde tienen esperanza de alcanzar lo que durante su vida desearon amantemente -pues amaban el saber- y de verse apartados de aquello con lo que convivían y estaban enemistados? Cierto que, al morir sus seres amados, o sus esposas, o sus hijos, muchos por propia decisión quisieron marchar al Hades, guiados por la esperanza de ver y convivir allá con los que añoraban.
¿Y, en cambio, cualquiera que ame de verdad la sabiduría y que haya albergado esa esperanza de que no va a conseguirla de una manera válida en ninguna otra parte de no ser en el Hades, va. a irritarse de morir y no se irá allí gozoso? Preciso es creerlo, al menos si de verdad, amigo mío, es filósofo. Pues él tendrá en firme esa opinión: que en ningún otro lugar conseguirá de modo puro la sabiduría sino Allí. Si eso es así, lo que justamente decía hace un momento, ¿no sería una enorme incoherencia que tal individuo temiera la muerte?
-En efecto, enorme, ¡por Zeus! -dijo él.
-Por lo tanto, eso será un testimonio suficiente para ti -dijo-, de que un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo. Y ese mismo será seguramente amigo también de las riquezas y de los honores, sea de una de esas cosas o de ambas.
-Desde luego -dijo-, es así como tú dices.
-¿Acaso, Simmias -dijo-, no se aplica muy especialmente la llamada valentía a los que presentan esa disposición de ánimo?
-Por completo, en efecto -dijo.
-Por consiguiente también la templanza, e incluso eso que la gente llama templanza, el no dejarse excitar por los deseos, sino dominarlos moderada y ordenadamente, ¿acaso no les conviene a estos solos, a quienes en grado extremo se despreocupan del cuerpo y viven dedicados a la filosofía?
-Forzosamente -dijo.
-Porque si quieres -dijo él- considerar la valentía y templanza de los otros, te va a parecer que es absurda.
-¿Cómo dices, Sócrates?
-¿Sabes -dijo él- que todos los otros consideran la muerte uno de los grandes males?
-Y mucho -dijo.
-¿Así que por miedo de mayores males los valientes de entre ésos afrontan la muerte, cuando la afrontan?
-Así es.
-Por lo tanto, por tener miedo y por temor son valientes todos a excepción de los filósofos. Y, sin embargo, es absurdo que alguien sea valiente por temor y por cobardía.
-Desde luego que sí.
-¿Qué pasa con los moderados de ésos? ¿No les sucede lo mismo: que son moderados por una cierta intemperancia? Y aunque decimos que eso es imposible, sin embargo les ocurre una experiencia semejante en lo que respecta a su boba moderación. Porque por temor de verse privados de otros placeres y por más que los desean, renuncian a unos dominados por otros. Aunque, sí, llaman intemperancia al ser dominado por los placeres, no obstante les sucede que, al ser dominados por placeres, ellos dominan otros placeres. Y eso es semejante a lo que se decía hace un instante: que en cierto modo, ellos se han hecho moderados por su intemperancia.
-Pues así parece.
-Bienaventurado Simmias, quizá no sea ése el cambio correcto en cuanto a la virtud, que se truequen placeres por placeres y pesares por pesares y miedo por miedo, mayores por menores, como monedas, sino que sea sólo una la moneda válida, contra la cual se debe cambiar todo eso, la sabiduría. Y, quizá, comprándose y vendiéndose todas las cosas por ella y con ella, existan de verdad la valentía, la moderación, la justicia, y, en conjunto, la verdadera virtud, en compañía del saber, tanto si se añaden como si se restan placeres, temores y las demás cosas de tal clase. Y si se apartan del saber y se truecan unas por otras, temo que la virtud resultante no sea sino un juego de sombras, y servil en realidad, y que no tenga nada sano ni verdadero. Acaso lo verdadero, en realidad, sea una cierta purificación de todos esos sentimientos, y también la moderación y la justicia y la valentía, y que la misma sabiduría sea un rito purificador.
Y puede ser que quienes nos instituyeron los cultos mistéricos no sean individuos de poco mérito, sino que de verdad de manera cifrada se indique desde antaño que quien llega impuro y no iniciado al Hades yacerá en el fango, pero que el que llega allí purificado e iniciado habitará en compañía de los dioses. Ahora bien, como dicen los de las iniciaciones, «muchos son los portadores de tirso, pero pocos los bacantes». Y éstos son, en mi opinión, no otros sino los que han filosofado rectamente. De todo eso no hay nada que yo, en lo posible, haya des cuidado en mi vida, sino que por cualquier medio me esforcé en llegar a ser uno de ellos. Si me esforcé rectamente y he conseguido algo, al llegar allí lo sabremos claramente, si dios quiere, dentro de un poco según me parece. Esto es, pues, Simmias y Cebes, lo que yo digo en mi defensa, de cómo, al abandonaros a vosotros y a los amos de aquí, no lo llevo a mal ni me irrito, reflexionando en que también allí voy a encontrar no menos que aquí buenos amos y compañeros. [A la gente le produce incredulidad el tema.]. Así que, si en algo soy más convincente en mi defensa ante vosotros que ante los jueces atenienses, estaría satisfecho.
Después que Sócrates hubo dicho esto, tomó la palabra Cebes y dijo:
-Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero lo que dices acerca del alma les produce a la gente mucha desconfianza en que, una vez que queda separada del cuerpo, ya no exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día en que el hombre muere se destruya y se disuelva, apenas se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o humo se vaya disgregando, voladora, y que ya no exista en ninguna parte. Porque, si en efecto existiera ella en sí misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos males que hace un momento tú relatabas, habría una inmesa y bella esperanza, Sócrates, de que sea verdad lo que tú dices. Pero eso, tal vez, requiere de no pequeña persuasión y fe, lo de que el alma existe, muerto el ser humano, y que conserva alguna capacidad y entendimiento.
-Dices verdad Cebes -dijo Sócrates-. Pero ¿qué vamos a hacer? ¿O es que quieres que charlemos de esos mismos temas de si es verosímil que sea así, o de si no?
-Yo, desde luego -dijo Cebes-, escucharía muy a gusto la opinión que tienes acerca de estas cosas.
-Al menos ahora creo -dijo Sócrates- que nadie que nos oiga, ni aunque sea autor de comedias, dirá que prolongo mi cháchara y que no hago mi discurso sobre los asuntos en cuestión. Conque, si os parece bien, hay que aplicarse al examen.
Y examinémoslo desde este punto: si acaso existen en el Hades las almas de las personas que han muerto o si no. Pues hay un antiguo relato del que nos hemos acordado, que dice que llegan allí desde aquí, y que de nuevo regresan y que nacen de los difuntos. Pues, si eso es así, que de nuevo nacen 38 de los muertos los vivos, ¿qué otra cosa pasaría, sino que persistirían allí nuestras almas? Porque no podrían nacer de nuevo en ningún sitio de no existir, y eso es un testimonio suficiente de que ellas existen, si de verdad puede hacerse evidente que de ninguna otra parte nacen los vivos sino de los muertos. Pero si no es posible, habría necesidad de otro argumento.
-Así es, en efecto -dijo Cebes.
-Ahora bien, no examines eso sólo en relación con los humanos –dijo Sócrates-, si quieres comprenderlo con más claridad, sino en relación con todos los animales y las plantas, y en general respecto a todo aquello que tiene nacimiento, veamos si todo se origina así, no de otra cosa sino que nacen de sus contrarios todas aquellas cosas que tienen algo semejante, por ejemplo la belleza es lo contrario de la fealdad y lo justo de lo injusto, y a otras cosas innumerables les sucede lo mismo. Examinemos, pues, esto: si necesariamente todos los seres que tienen un contrario no se originan nunca de ningún otro lugar sino de su mismo contrario. Por ejemplo, cuando se origina algo mayor, ¿es necesario, sin duda que nazca de algo que era antes menor y luego se hace mayor?
-Sí.
-Por tanto, si se hace menor, ¿de algo que antes era mayor se hará luego menor?
-Así es -dijo.
-¿Y así de lo más fuerte nace lo más débil y de los más lento lo más rápido?
-Desde luego.
-¿Qué más? ¿Lo que se hace peor no será a partir de algo mejor, y si se hace más justo, de lo más injusto?
-¿Pues cómo no?
-¿Tenemos bastante entonces con esto, que todo sucede así, que las cosas contrarias se originan a partir de sus contrarios?
-Desde luego.
-¿Qué más? Ocurre algo como esto en esos cambios, que entre todos esos pares de contrarios que son dos hay dos procesos genéticos, de lo uno a lo otro por un lado, y luego de nuevo de lo otro hacia lo anterior.
Entre una cosa mayor y una menor hay un aumento y una disminución, y así llamamos a un proceso crecer y a otro disminuir.
-Sí -dijo.
-Por tanto también el descomponerse y el componerse, y el enfriarse y el calentarse, y todo de ese modo, aunque no usemos nombres en cada caso, sino que de hecho es necesario que así se comporte, ¿nacen entre sí uno de otro y cada uno tiene su proceso genético recíproco?
-Efectivamente así es -dijo.
-¿Qué mas? -dijo-. ¿Hay algo contrario al vivir, como es el dormir al estar despierto?
-Desde luego -contestó.
-¿Qué?
-El estar muerto.
-¿Por tanto estas cosas nacen una de otra, si es que son contrarias, y los procesos de generación entre ellas son dos, por ser dos?
-¿Pues cómo no?
-Pues de una de las parejas que hace poco yo mencionaba -dijo Sócrates- te hablaré yo, de ella y de sus procesos genéticos, y tú dime de la otra. Me refiero al dormir y al estar despierto, y a que del dormir se origina el estar despierto, y del estar despierto el dormir, y los procesos generativos de uno y otro son el dormirse y el despertarse. ¿Te resulta bastante -dijo- o no?
-Desde luego que sí.
-Dime ahora tú -dijo- de igual modo respecto a la vida y la muerte.
¿No afirmas que el vivir es lo contrario al estar muerto?
-Yo sí.
-¿Y nacen el uno del otro?
-Sí.
-Así pues, ¿qué se origina de lo que vive?
-Lo muerto.
-¿Y qué -dijo- de lo que está muerto?
-Necesario es reconocer -dijo- que lo que vive.
-¿De los muertos, por tanto, Cebes, nacen las cosas vivas y los seres vivos?
-Está claro.
-Existen entonces -dijo- nuestras almas en el Hades.
-Parece ser.
-Es que de los dos procesos generativos a este respecto al menos uno resulta evidente. Pues el morir, sin duda, es evidente, ¿o no?
-En efecto, así es -respondió.
-¿Cómo, pues -dijo él-, haremos? ¿No admitiremos el proceso genético contrario, sino que de ese modo quedará coja la naturaleza? ¿O es necesario- conceder al morir algún proceso generativo opuesto?
-Totalmente necesario -contestó.
-¿Cuál es ése?
-El revivir.
-Por lo tanto -dijo él-, si existe el revivir, ¿ése sería el proceso generativo desde los muertos hacia los vivos, el revivir?
-Sí, en efecto.
-Así que hemos reconocido que de ese modo los vivos han nacido de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y siendo eso así parece haber un testimonio suficiente, sin duda, de que es necesario que las almas de los muertos existan en algún lugar, de donde luego nazcan de nuevo.
-A mí me parece -contestó-, Sócrates, que según lo que hemos acordado es necesario que sea así.
-Advierte, por cierto, Cebes -dijo-, que no lo hemos acordado injustamente, según me parece a mí. Porque si no se admitiera que unas cosas se originan de las otras siempre, como avanzando en un movimiento circular, sino que el proceso generativo fuera uno rectilíneo, sólo de lo uno a lo opuesto enfrente, y no se volviera de nuevo hacia lo otro ni se produjera la vuelta, ¿sabes que todas las cosas al concluir en una misma forma se detendrían, y experimentarían el mismo estado y dejarían de generarse?
-¿Cómo dices? -replicó.
-No es nada difícil de imaginar lo que digo -dijo él-. Así, por ejemplo, si existiera el dormirse, y no se compensara con el despertarse que se origina del estar dormido, sabes que al concluir todo vendría a demostrar que lo de Endimión 39 fue una fruslería y en ningún lugar se le distinguiría por el hecho de que todas las cosas tendrían su mismo padecimiento: quedarse dormidas. Y si todas las cosas se mezclaran y no se separaran, pronto habría resultado lo de la sentencia de Anaxágoras: «conjuntamente todas las cosas». De modo similar, amigo Cebes, también si murieran todos los seres que participan de la vida y, después de haber muerto, permanecieran en esa forma los muertos, y no revivieran de nuevo, ¿no sería entonces una gran necesidad que todo concluyera por estar muerto y nada viviera? Pues si los seres vivos nacieran, por un lado, unos de los otros, y, por otro, los vivientes murieran, ¿qué recurso habría para impedir que todos se consumieran en la muerte?
-Ninguno en mi opinión, Sócrates -dijo Cebes-, sino que me parece que dices por completo la verdad.
-Pues nada es más cierto, Cebes -dijo-, según me parece a mí, y nosotros no reconocemos esto mismo engañándonos, sino que en realidad se da el revivir y los vivientes nacen de los muertos y las almas de los muertos perviven [y para las buenas hay algo mejor, y algo peor para las malas].
-También es así -dijo Cebes tomando la palabra-, de acuerdo con ese otro argumento, Sócrates, si es verdadero, que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender no es realmente otra cosa sino recordar, y según éste es necesario que de algún modo nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior aquello de lo que ahora nos acordamos.
Y eso es imposible, a menos que nuestra alma haya existido en algún lugar antes de llegar a existir en esta forma humana. De modo que también por ahí parece que el alma es algo inmortal.
-Pero, Cebes -dijo Simmias interrumpiendo-, ¿cuáles son las pruebas de eso? Recuérdamelas. Porque en este momento no me acuerdo demasiado de ellas.
-Se fundan en un argumento espléndido -dijo Cebes-, según el cual al ser interrogados los individuos, si uno los interroga correctamente, ellos declaran todo de acuerdo a lo real. Y, ciertamente, si no se diera en ellos una ciencia existente y un entendimiento correcto, serían incapaces de hacerlo. Luego, si uno los pone frente a los dibujos geométricos o a alguna otra representación similar entonces se demuestra de manera clarísima que así es.
-Y si no te convences, Simmias, con esto -dijo Sócrates-, examínalo del modo siguiente, y al examinarlo así vas a concordar con nosotros.
Desconfías, pues de que en algún modo el llamado aprendizaje es una reminiscencia.
-No es que yo -dijo Simmias- desconfíe, sino que solicito experimentar eso mismo de lo que ahora se trata: que se me haga recordar. Si bien con lo que Cebes intentó exponer casi ya lo tengo recordado y me convenzo, sin embargo en nada menos me gustaría ahora oírte de qué modo tú planteas la cuestión.
-Yo, del modo siguiente -repuso-. Reconocemos, sin duda, que siempre que uno recuerda algo es preciso que eso lo supiera ya antes.
-Desde luego -dijo.
-¿Acaso reconocemos también esto, que cuando un conocimiento se presenta de un cierto modo es una reminiscencia? Me refiero a un caso como el siguiente. Si uno al ver algo determinado, o al oírlo o al captar alguna otra sensación, no sólo conoce aquello, sino, además, intuye otra cosa de la que no informa el mismo conocimiento, sino otro, ¿no diremos justamente que la ha recordado, a esa de la que ha tenido una intuición?
-¿Cómo dices?
-Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el conocimiento de un ser humano y el de una lira.
-¿Cómo no?
-Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o cualquier otro objeto que acostumbra a utilizar su amado, tienen esa experiencia. Reconocen la lira y, al tiempo, captan en su imaginación la figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es una reminiscencia.
De igual modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y podrían darse, sin duda, otros mil ejemplos.
-Mil, desde luego, ¡por Zeus! -dijo Simmias.
-Por tanto, dijo él-, ¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuando uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista, ya los había tenido en el olvido?
-Así es, desde luego -contestó.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Es posible al ver pintado un caballo o dibujada una lira rememorar a una persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de Cebes?
-Claro que sí.
-¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del propio Simmias?
-Lo es, en efecto -respondió.
-¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes?
-Ocurre.
-Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda?
-Es necesario.
-Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada?
-Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda.
-¿Es que, además, sabemos lo que es?
-Desde luego que sí -repuso él.
-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de ésas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no?
-En efecto, así pasa.
-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?
-Nunca jamás, Sócrates.
-Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en si.
-De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.
-Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?
-Acertadísimamente lo dices -dijo.
-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?
-En efecto.
-No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario -dijo- que eso sea un proceso de reminiscencia.
-Así es, desde luego.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?
-Carecen, y de mucho, para ello -respondió.
-Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior?
-Necesariamente.
-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí?
-Por completo.
-Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente.
-Así es.
-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.
-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento.
-Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los datos en nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos?
-De ese modo.
-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.
-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.
-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?
-Desde luego que sí.
-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que éstos?
-Sí.
-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido.
-Eso parece.
-Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya antes de nacer y apenas nacidos no sólo lo igual, lo mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí, y lo bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me refiero, sobre todo aquello que etiquetamos con «eso lo que es», tanto al preguntar en nuestras preguntas como al responder en nuestras respuestas.
De modo que nos es necesario haber adquirido los conocimientos de todo eso antes de nacer.
-Así es.
-Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos, naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida. Porque el saber consiste en esto: conservar el conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?
-Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo.
-Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos correctamente?
-Desde luego.
-Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo u oyéndolo o recibiendo alguna otra sensación, pensemos a partir de eso en algo distinto que se nos había olvidado, en algo a lo que se aproximaba eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De manera que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o qué luego, quienes decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender sería reminiscencia.
-Y en efecto que es así, Sócrates.
-¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Que hemos nacido sabiéndolo o que luego recordamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento?
-No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.
-¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?
-Es de todo rigor, Sócrates -dijo.
-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora mismo?
-Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más me temo que mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
-¿Por, tanto, no te parece -dijo-, Simmias, que todos lo sepan?
-De ningún modo.
-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?
-Necesariamente.
-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.
-No, desde luego.
-Antes, por tanto.
-Sí.
-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.
-A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos saberes, pues aún nos queda ese espacio de tiempo.
-Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos?
Puesto que no nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido.
¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos?
¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo?
-De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sinsentido.
-¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? -dijo él-. Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras?
-Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo -dijo Simmiasla necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado.
-Y para Cebes, ¿qué? -repuso Sócrates-. Porque también hay que convencer a Cebes.
-Satisfactoriamente -dijo Simmias-, al menos según supongo. Aunque es el más resistente de los humanos en el prestar fe a los argumentos.
Pero pienso que está bien persuadido de eso, de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. No obstante, en cuanto a que después de que hayamos muerto aún existirá, no me parece a mí, Sócrates, que esté demostrado; sino que todavía está en pie la objeción que Cebes exponía hace unos momentos, esa de la gente, temerosa de que, al tiempo que el ser humano perezca, se disperse su alma y esto sea para ella el fin de su existencia. Porque, ¿qué impide que ella nazca y se constituya de cualquier origen y que exista aun antes de llegar a un cuerpo humano, y que luego de llegar y separarse de éste, entonces también ella alcance su fin y perezca?
-Dices bien, Simmias -dijo Cebes-. Está claro, pues, que queda demostrado algo así como la mitad de lo que es preciso: que antes de nacer nosotros ya existía nuestra alma. Pero es preciso demostrar, además, que también después de que hayamos muerto existirá no en menor grado que antes de que naciéramos, si es que la demostración ha de alcanzar su final.
-Ya está demostrado, Simmias y Cebes -dijo Sócrates-, incluso en este momento, si queréis ensamblar en uno solo este argumento y el que hemos acordado antes de éste: el de que todo lo que vive nace de lo que ha muerto. Pues si nuestra alma existe antes ya, y le es necesario a ella, al ir a la vida y nacer, no nacer de ningún otro origen sino de la muerte y del estar muerto, ¿cómo no será necesario que ella exista también tras haber muerto, ya que le es forzoso nacer de nuevo? Conque lo que decís ya está demostrado incluso ahora.
Sin embargo, me parece que tanto tú como Simmias tenéis ganas de que tratemos en detalle, aún más, este argumento, y que estáis atemorizados como los niños de que en realidad el viento, al salir ella del cuerpo, la disperse y la disuelva, sobre todo cuando en el momento de la muerte uno se encuentre no con la calma sino en medio de un fuerte ventarrón.
Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:
-Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos.
O mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues, persuadirlo de que no tema a la muerte como al coco.
-En tal caso -dijo Sócrates- es preciso entonar conjuros cada día, hasta que lo hayáis conjurado.
-¿Pero de dónde, Sócrates -replicó él-, vamos a sacar un buen conjurador de tales temores, una vez que tú -dijo- nos dejas?
-¡Amplia es Grecia, Cebes! -respondió él-. Y en ella hay hombres de valer, y son muchos los pueblos de los bárbaros, que debéis escrutar todos en busca de un con jurador semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean capaces de hacerlo más que vosotros.
-Bien, así se hará -dijo Cebes-. Pero regresemos al punto donde lo dejamos, si es -que es de tu gusto.
-Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?
-Dices bien -contestó.
-Por lo tanto -dijo Sócrates-, conviene que nosotros no preguntemos que a qué clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué clase de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto, entonces, examinemos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.
-Verdad dices -contestó.
-¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si hay algo que es simple, sólo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.
-Me parece a mí que así es -dijo Cebes.
-¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se encuentran en iguales condiciones, éstas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras que las que están en condiciones diversas y en diversas formas, ésas serán compuestas?
-A mí al menos así me lo parece.
-Vayamos, pues, ahora -dijo- hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?
-Es necesario -dijo Cebes- que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.
-¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes?
¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrarío a aquéllas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas?
-Así son, a su vez -dijo Cebes-, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.
-¿No es cierto que éstas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada?
-Por completo dices verdad -contestó.
-Admitiremos entonces, ¿quieres? -dijo-, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible.
-Admitámoslo también -contestó.
-¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se mantiene en la misma forma?
-También esto -dijo- lo admitiremos.
-Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros -dijo él- que es el cuerpo, y otra el alma?
-Ciertamente -contestó.
-¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y familiar el cuerpo?
-Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.
-¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?
-No es visible al menos para los hombres, Sócrates -contestó.
-Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la naturaleza humana. ¿O crees que en referencia a alguna otra?
-A la naturaleza humana.
-¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es visible o invisible?
-No es visible.
-¿Invisible, entonces?
-Sí.
-Por tanto, el alma es más afín que el cuerpo a lo invisible, y éste lo es a lo visible.
-Con toda necesidad, Sócrates.
-¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas?
-Ciertamente.
-En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el mismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas. ¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación?
-Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates -respondió.
-¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo que ahora decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?
-Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender -dijo él-, creo que concedería, Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por completo y en todo más afín a lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.
-¿Y del cuerpo, qué?
-Se asemeja a lo otro.
-Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo?
-Me lo parece, desde luego.
-Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?
-Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el cuerpo a lo mortal.
-Examina, pues, Cebes -dijo-, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?
-No podemos.
-Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello?
-Pues ¿cómo no?
-Te das cuenta, pues -prosiguió-, que cuando muere una persona, su parte visible, el cuerpo, que queda expuesto en un lugar visible, eso que llamamos el cadáver, a lo que le conviene disolverse, descomponerse y disiparse, no sufre nada de esto enseguida, sino que permanece con aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno muere en buena condición y en una estación favorable, y aun mucho tiempo. Pues si el cuerpo se queda enjuto y momificado como los que son momificados en Egipto, casi por completo se conserva durante un tiempo incalculable.
Y algunas partes del cuerpo, incluso cuando él se pudra, los huesos, nervios y todo lo semejante son generalmente, por decirlo así, inmortales.
¿O no?
-Sí.
-Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?
De ningún modo, queridos Cebes y Simmias. Lo que pasa, de seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse con él por su propia voluntad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa, sino que estuvo filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. ¿O es que no viene a ser eso la preocupación de la muerte?
-Completamente.
-Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante a ella, lo invisible, lo divino, inmortal y sabio, y al llegar allí está a su alcance ser feliz, apartada de errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes, y de todos los demás males humanos, como se dice de los iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en compañía de los dioses? ¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?
-Así, ¡por Zeus! -dijo Cebes.
-Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del cuerpo contaminada e impura, por su trato continuo con el cuerpo y por atenderlo y amarlo, estando incluso hechizada por él, y por los deseos y placeres, hasta el punto de no apreciar como verdadera ninguna otra cosa sino lo corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer y utilizar para los placeres del sexo, mientras que lo que para los ojos es oscuro e invisible, y sólo aprehensible por el entendimiento y la filosofía, eso está acostumbrada a odiarlo, temerlo y rechazarlo, ¿crees que un alma que está en tal condición se separará límpida ella en sí misma?
-No, de ningún modo -contestó.
-Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la comunidad y colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo trato y de la excesiva atención, le ha hecho connatural?
-Sin duda.
-Pero hay que suponer, amigo mío -dijo-, que eso es embarazoso, pesado, terrestre y visible. Así que el alma, al retenerlo, se hace pesada y es arrastrada de nuevo hacia el terreno visible, por temor a lo invisible y al Hades, como se dice, dando vueltas en torno a los monumentos fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han sido vistos algunos fantasmas sombríos de almas; y tales espectros los proporcionan las almas de esa clase, las que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible. Por eso, justamente, se dejan ver.
-Es lógico, en efecto, Sócrates.
-Lógico ciertamente, Cebes. Y también que éstas no son en moda alguno las de los buenos, sino las de los malos, las que están forzadas a vagar en pago de la pena de su anterior crianza, que fue mala. Y vagan errantes hasta que por el anhelo de lo que las acompaña como un lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo. Y se ven ligadas, como es natural, a los de caracteres semejantes a aquellos que habían ejercitado ellas, de hecho, en su vida anterior.
-¿Cuáles son esos que dices, Sócrates?
-Por ejemplo, los que se han dedicado a glotonerías, actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es verosímil que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase.
¿No lo crees?
-Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.
-Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos, de los halcones y de los milanos. ¿O a qué otro lugar decimos que se encaminan las almas de esta clase?
-Sin duda -dijo Cebes-, hacia tales estirpes.
-¿Así que -dijo él- está claro que también las demás se irán cada una de acuerdo con lo semejante a sus hábitos anteriores?
-Queda claro, ¿cómo no? -dijo.
-Por tanto, los más felices de entre éstos -prosiguió- ¿son, entonces, los que van hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud democrática y política, esa que llaman cordura y justicia, que se desarrolla por la costumbre y el uso sin apoyo de la filosofía y la razón?
-¿En qué respecto son los más felices?
-En el de que es verosímil que éstos accedan a una estirpe cívica y civilizada, como por caso la de las abejas, o la de las avispas o la de las hormigas, y también, de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos.
-Verosímil.
-Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso quien haya partido sin haber filosofado y no esté enteramente puro, sino tan sólo el amante del saber 53. Así que, por tales razones, camaradas Simmias y Cebes, los filosófos de verdad rechazan todas las pasiones del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor a la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría y los codiciosos.
Y tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de la deshonra y el desprestigio de la miseria, como los ávidos de poder y de honores, y por ello luego se abstienen de esas cosas.
-No sería propio de ellos, desde luego, Sócrates -dijo Cebes.
-Por cierto que no, ¡por Zeus! -replicó él-. Así que entonces mandando a paseo todo eso, Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia alma y que no viven amoldándose al cuerpo, no van por los mismos caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino que considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofía y a la liberación y el encanto de ésta, se dirigen de acuerdo con ella, siguiéndola por donde ella los guía.
-¿Cómo, Sócrates?
-Yo te lo dire -contestó-. Conocen, pues, los amantes del saber –dijoque cuando la filosofía se hace cargo de su alma, está sencillamente encadenada y apresada dentro del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de éste como a través de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de tal modo que el propio encadenado puede ser colaborador de su estar aprisionado. Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan sólo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí. Y que lo que observe a través de otras cosas que es distinto en seres distintos, nada juzgue como verdadero. Que lo de tal clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible e invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el alma muy en verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres y pasiones y pesares (y terrores) en todo lo que es capaz, reflexionando que, siempre que se regocija o se atemoriza (o se apena) o se apasiona a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto mediante sus apetencias, sino que sufre eso que es el más grande y el extremo de los males, y no lo toma en cuenta.
-¿Qué es eso, Sócrates? -preguntó Cebes.
-Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente un fuerte placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello acerca de lo que precisa mente experimenta tal cosa es lo más evidente y verdadero, cuando no es así. Eso sucede, en general, con las cosas visibles, ¿o no?
-En efecto, sí.
-¿Así que en esa experiencia el alma se encadena al máximo con el cuerpo?
-¿Cómo es?
-Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava en el cuerpo y la fija como un broche y la hace corpórea, al producirle la opinión de que son verdaderas las cosas que entonces el cuerpo afirma.
Pues a partir del opinar en común con el cuerpo y alegrarse con sus mismas cosas, se ve obligada, pienso, a hacerse semejante en carácter e inclinaciones a él, y tal como para no llegar jamás de manera pura al Hades, sino como para partirse siempre contaminada del cuerpo, de forma que pronto recaiga en otro cuerpo y rebrote en él como si la sembraran, y con eso no va a participar de la comunión con lo divino, puro y uniforme.
-Muy cierto es lo que dices, Sócrates -dijo Cebes.
-Entonces es por eso, Cebes, por lo que los en verdad amantes del saber son ordenados y valerosos, y no por los motivos que dice la gente.
¿O es que tú los crees?
-Desde luego que no, al menos yo.
-Pues no. Por el contrario, el alma de un hombre que es filósofo haría el razonamiento siguiente, y así no creería que por un lado era preciso que la filosofía la liberara, y, al liberarla, ella debía entregarse a los placeres y, a la vez, a los dolores, encadenándose a sí misma de nuevo, y así ejecutar una labor de Penélope al manipular el telar en sentido contrario. Antes bien, consiguiendo una calma de tales sentimientos, obedeciendo al razonamiento y estando siempre de acuerdo con él, observando lo verdadero, lo divino y lo incuestionable, y aliméntandose con ello, cree que debe vivir así mientras tenga vida y, una vez que haya muerto, al llegar hasta lo congénito y lo de su misma especie, quedará apartada de los males humanos. Y con semejante régimen de vida nada tremendo resulta, Simmias y Cebes, [con estos preparativos,] que no tema que, disgregada en la separación del cuerpo, se esfume disipada por los vientos y revoloteando y no exista más en ninguna parte.
Cuando Sócrates hubo dicho esto, entonces se hizo un silencio por largo rato, y el mismo Sócrates estaba reflexionando acerca del argumento expuesto, según parecía por su aspecto, y también los demás de nosotros. Pero Cebes y Simmias conversaban un poco entre ellos. Sócrates lo vio y les preguntó:
-¿Qué hay? ¿Es que no os parecen bien concluidas las conversaciones?
Porque, sí, aún quedan muchas dudas y réplicas, si es que uno quiere recorrerlas de cabo a rabo suficientemente. Así que, si examinabais algún otro tema, no digo nada; pero si tenéis alguna duda acerca de estos de ahora, por nada vaciléis en tomar la palabra y expresar si os parece que se habría expuesto mejor de algún otro modo, y reclamad a la vez mi ayuda, si es que creéis que en algo lograréis más éxito en mi compañía.
Y Simmias dijo:
-Te diré, Sócrates, la verdad. Hace tiempo que ambos estamos con dudas, y nos exhortamos y animamos el uno al otro a preguntarte, porque deseamos escucharte, pero no nos atrevemos a molestarte por temor a que pueda serte desagradable, dada la desgracia presente.
Y él, al oírlo, se echó a reír tranquilamente, y dijo:
-¡Bobadas, Simmias! Pues sí que me será difícil persuadir a las demás personas de que no considero una desdicha el trance actual, cuando ni siquiera a vosotros puedo persuadiros, sino que receláis de que me encuentre ahora algo más malhumorado que en mi vida anterior. Además, según parece, os da la impresión de que en mi arte adivinatoria soy inferior a los cisnes, que en cuanto perciben que han de morir, aun cantando ya en su vida anterior, entonces entonan sus más intensos y bellos cantos, de contentos que están a punto de marcharse hacia el dios del que son servidores. Mas los humanos, por su propio miedo ante la muerte, se engañan ahí á propósito de los cisnes, ya que dicen que éstos rompen a cantar en lamentos fúnebres de muerte por la pena, y no reflexionan que ninguna ave canta cuando siente hambre o frío o se duele de cualquier otro pesar, ni siquiera el ruiseñor o la golondrina o la abubilla, de quienes se afirma que cantan lamentándose de pena. Sin embargo, a mí no me parece que ellos canten al apenarse, ni tampoco los cisnes, sino que antes pienso que, como son de Apolo, son adivinos y, como conocen de antemano las venturas del Hades, cantan y se regocijan mucho más en ese día que en todo el tiempo pasado. Con que también yo me tengo por compañero de esclavitud de los cisnes y consagrado al mismo dios, y en no peor manera que ellos poseo el don de la adivinación que procede de mi dueño, así que tampoco estoy más desanimado que éstos al dejar la vida. Así pues, a la vista de esto, hay que decir y preguntar cuanto queráis, mientras lo permitan los once magistrados de Atenas.
-Dices bien, Sócrates -intervino Simmias-. Ahora yo te diré lo que me tiene inquieto, y Cebes, a su vez, respecto a por dónde no acepta lo dicho. Pues a mí me parece, Sócrates, acerca de estos temas, seguramente como a ti, que el saberlos de un modo claro en la vida de ahora o es imposible o algo dificilísimo, pero, sin embargo, el no comprobar a fondo lo que se dice sobre ellos, por cualquier medio, y el desistir de hacerlo hasta que uno concluya de examinarlos por todos lados es propio de un hombre muy cobarde. Acerca de esos temas hay que lograr una de estas cosas: o aprender (de otro) cómo son, o descubrirlos, o, si eso resulta imposible, tomando la explicación mejor y más difícil de refutar de entre las humanas, embarcarse en ella como sobre una balsa para surcar navegando la existencia, si es que uno no puede hacer la travesía de manera más estable y menos arriesgada sobre un vehículo más seguro, o con una revelación divina.
Por lo tanto, en este momento, yo, al menos, no voy a avergonzarme de preguntar, ya que tú lo has dicho, ni me reprocharé en el futuro no haber dicho ahora lo que me parece. Lo cierto es que a mí, Sócrates, cuando examino lo dicho con Cebes y conmigo mismo, no me dan la impresión de estar suficientemente probados los argumentos.
Entonces dijo Sócrates:
-Tal vez, amigo, lo que te parece sea verdad. Conque di en qué no te parecen suficientes.
-A mí en este respecto -dijo él-, en el de que también acerca de la armonía, de la lira y de sus cuerdas, podría también sostener uno ese mismo argumento, que la armonía es invisible, incorpórea, y algo muy hermoso y divino que está en la lira bien ajustada, mientras que la misma lira y las cuerdas son cuerpos, y corporales, compuestos y terrestres, y congénitos a lo mortal. En tal caso, cuando uno rompa la lira, o corte o desgarre sus cuerdas, también alguien podría aferrarse al mismo argumento que tú, el que es necesario que perdure aún la armonía esa y que no haya perecido. Porque, desde luego, no habría medio de que la lira aún existiera después de rasgarse sus cuerdas, e incluso las cuerdas, que son de índole mortal y no se destruiría la armonía, que es de naturaleza afín y congénita a lo divino e inmortal, pereciendo antes que lo mortal. Sino que diría que es necesario que la misma armonía existiera aún en algún lugar, y que primero se pudrirían las maderas y las cuerdas antes que a ella le pasara nada. Pues bien, Sócrates, supongo yo que tú has advertido que nosotros pensamos 62 que el alma es algo muy semejante a eso, como si nuestro cuerpo estuviera tensado y mantenido en cohesión por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y por algunos otros factores de tal clase, y que nuestra alma es una combinación y una armonía de estos mismos factores, cuando ellos se encuentran combinados bien y proporcionadamente unos con otros. Si, entonces, resulta que nuestra alma es una cierta armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo sea relajado o tensado desmedidamente por las enfermedades y otros rigores, al punto al alma se le presenta la urgencia de perecer, aunque sea divinísima, como es también el caso de las otras armonías, las que se crean en los sonidos y en todas las labores de los artesanos, mientras que los despojos del cuerpo de cada uno aún permanecen un largo tiempo, hasta ser quemados o pudrirse.
Mira, pues, qué vamos a decir contra este argumento, si alguno considera que el alma, siendo una combinación de los factores existentes en el cuerpo, en lo que llamamos muerte perece la primera.
Entonces Sócrates le miró penetrantemente, como acostumbraba a hacer muchas veces, y sonriendo respondió:
-Justo, desde luego, es lo que dices Simmias. Si alguno de vosotros está mejor preparado que yo, ¿por qué no le da respuesta? Porque parece que ha manejado su razonamiento con coraje. No obstante, me parece que, antes de la respuesta, es conveniente escuchar a Cebes qué es lo que, por su parte, él le reprocha al coloquio, a fin de que, dándonos un tiempo, deliberemos qué vamos a contestar, y luego, tras oírle, lo admitiremos, si es que parece decir algo acorde, o, de lo contrario, entonces defenderemos el razonamiento. Conque venga, Cebes -prosiguió-, di qué es lo que a ti, a tu vez, te perturbaba.
-Ya lo digo -repuso Cebes-. Es que me parece que el razonamiento permanece aún en el mismo punto y, lo que ya decíamos en la conversación anterior, conserva el mismo defecto. Respecto a que nuestra alma ya existía antes de acceder a esta figura (humana), no me retracto en confirmar que está demostrado muy hábilmente y, si no es gravoso decirlo, también muy suficientemente. Pero que, cuando nosotros muramos, aún exista en algún lugar, no me parece de igual modo. No le concedo a la objeción de Simmias que no sea más fuerte y más duradera que el cuerpo. el alma. Pues me parece que en todo esto le aventaja en mucho. ¿Entonces por qué, me puede decir el razonamiento, todavía desconfías, cuando ves que, al morir el individuo, la parte que es más débil aún subsiste? ¿No te parece que lo que es más duradero es necesario que aún se conserve durante ese tiempo? Pero respecto a esta pretensión, examina lo siguiente, por si tengo razón. El caso es que necesito, según parece, también yo, como Simmias, recurrir a un símil.
Me parece, pues, a mí que esto se dice como si uno acerca de un viejo tejedor que ha muerto dijera este argumento: que el hombre no ha muerto, sino que existe sano y salvo en algún lugar, y adujera como prueba testimonial el manto que lo cubría y que él había tejido, que estaba a salvo y no había perecido, y, si uno desconfiara de eso, le preguntaría si es más duradero el género de un hombre o el de un manto que está en uso y lo llevan, y al responder el otro que mucho más el del hombre, creería que tenía ya demostrado que de un modo absoluto el hombre estaba sano y salvo, puesto que aquello que era menos duradero no había perecido. Pero eso, creo, Simmias, no es así. Examina, pues, también tú lo que digo.
Cualquiera admitiría que dice una bobada el que dijera eso. Porque el tejedor ése, después de haber desgastado y tejido muchos mantos de tal clase, ha perecido después de muchos de aquéllos, pero antes del último, supongo, y de ningún modo por tal motivo es el ser humano más grosero ni más débil que un manto.
Y esta misma comparación, creo, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y si alguno dijera estas mismas cosas de una y otro me parecería hablar atinadamente, en el sentido de que el alma es muy duradera, y en cambio el cuerpo es más débil y de menor duración. Entonces podría argumentar que cada alma gasta muchos cuerpos, y especialmente cuando vive muchos años -pues acaso el cuerpo fluye y perece aun en vida del individuo, mientras que el alma reteje de continuo lo que se va gastando-, y, no obstante, puede ser necesario que, cuando perezca el alma, se halle con su último tejido y entonces ella perezca antes que este solo, y al morir el alma entonces ya el cuerpo evidencie su naturaleza débil y pronto se pudra y desaparezca. De manera que atendiendo a este argumento no es válido confiar en que, una vez que hayamos muerto, nuestra alma va a subsistir todavía en algún lugar.
Pues aun si alguien concediera al que argumenta incluso más de lo que tú dices, concediéndole que no sólo nuestras almas existían en el tiempo anterior a nuestro nacer, sino que nada impide que, incluso después de morir, aún perduren las de algunos, y que existan, y que muchas veces renazcan y que mueran repetidamente -puesto que es por naturaleza algo tan fuerte el alma que resiste el llegar a ser muchas veces-, concediéndole esto, aún no le admitiría lo otro, que el alma no se fatigue en los sucesivos nacimientos y no concluya al fin por perecer en una de esas muertes. Pero esa muerte y la separación ésa del cuerpo que al alma le aporta la destrucción, nadie puede afirmar que la conozca -ya que es imposible de percibir para cualquiera de nosotros-. Y si esto es así, no le conviene a nadie confiar ante la muerte, a no ser para confiar estúpidamente, si no puede demostrar que el alma es enteramente inmortal e imperecedera. En caso contrario, forzoso es que quien va a morir sienta temor por su propia alma de que en la próxima separación del cuerpo perezca completamente.
Después de haberles oído hablar, todos nos sentimos a disgusto, según nos confesamos después unos a otros, porque nos parecía que, cuando ya estábamos fuertemente convencidos por el razonamiento de antes, de nuevo nos habían confundido y nos precipitaban en la desconfianza no sólo respecto de los argumentos dichos antes, sino también respecto a los que iban a exponerse, temiendo que no fuéramos jueces dignos de nada, o bien que los temas mismos fueran en sí poco de fiar.

EQUÉCRATES. - ¡Por los dioses, Fedón, que os disculpo! Pues también a mí al oírte relatar ahora tal cosa se me ocurre preguntarme:
«¿A qué discurso ya vamos a dar crédito? Pues tan convincente como era el argumento que Sócrates formulaba, ahora ha caído en la incertidumbre.» A mí, pues, ahora y siempre me cautiva admirablemente ese razonamiento de que nuestra alma es una especie de armonía, y cuando ahora fue expuesto me recordó que también a mí me había parecido eso. Así que bien necesito de -nuevo, como desde un comienzo, algún otro argumento que venga a convencerme de que el alma del que muere no perece con él. Dime, pues, ¡por Zeus! ¿cómo Sócrates contrarrestó esa objeción? ¿Y qué? ¿También él, como de vosotros cuentas, se mostró apesadumbrado en algo, o no, sino que vino suavemente en socorro de su argumentación? ¿Y la socorrió cabal, o insuficientemente? Todo eso cuéntanoslo lo más puntualmente que puedas.

FEDÓN. - En verdad, Equécrates, que, aunque muy a menudo había admirado a Sócrates, jamás sentí por él mayor aprecio que cuando estuve allí a su lado. Porque yo admiré extraordinariamente en él primero esto: qué amablemente, y con qué afabilidad y afecto aceptó la réplica de los jóvenes, y luego cuán agudamente advirtió lo que nosotros habíamos sentido bajo el peso de sus argumentos, y qué bien, además, nos curó y, como a prófugos y derrotados, nos volvió a convocar y nos impulsó a continuar en la brega y a atender conjuntamente al diálogo.

EQU. - ¿Y cómo?

FED. - Yo te lo diré. Me hallaba yo a su derecha, sentado junto a su cama en un taburete, y él bastante más elevado que yo. Acariciándome entonces la cabeza y agarrándome los cabellos que me caían sobre el cuello -pues acostumbraba, en alguna ocasión, a jugar con mis cabellos-,
dijo:
-Mañana tal vez, Fedón, te cortarás estos hermosos cabellos.
-Parece ser, Sócrates -contesté.
-No, si es que me haces caso.
-¿Por qué? -1e dije yo.
-Hoy -dijo- también yo me cortaré los míos y tú éstos, si es que el razonamiento se nos muere y no somos capaces de revivirlo. Que yo, si fuera tú y se me escapara el argumento, haría el juramento, a la manera de los argivos, de no dejarme el pelo largo hasta vencer retomando el combate al argumento de Simmias y Cebes.
-Pero es que -dije yo- se dice que contra dos ni siquiera Heracles es capaz.
-Entonces llámame a mí en tu ayuda, como tu Yolao , mientras que todavía hay luz.
-Te llamo desde luego -dije-, pero no como Heracles, sino como Yolao a Heracles.
-No habrá diferencia -dijo-. Pero primero tomemos la precaución de no experimentar un cierto sentimiento.
-¿Cuál es ése? -respondí.
-No vayamos a hacernos « misólogos» -dijo él- como los que se hacen misántropos. Porque no se puede padecer mayor mal que el de odiar los razonamientos. Y la misología se origina del mismo modo que la misantropía. Pues la misantropía se infunde al haber confiado en algo a fondo sin entendimiento, y al considerar que una persona es enteramente auténtica, sana y de fiar, y descubrir algo más tarde que ésta es malvada y engañosa, y de nuevo con otra, y cuando esto le ha pasado a uno muchas veces y especialmente con los que uno podía creer más íntimos y mas familiares, chocando a menudo, al final acaba por odiar a todos y piensa que nada de nadie es sano en absoluto. ¿O no te has percatado que eso se produce así?
-En efecto -dije yo.
-¿Y no es algo feo -pregunté él- y resulta claro que el tal individuo sin pericia en los asuntos humanos intenta tratar a las personas? Porque, sin duda, si los tratara con pericia, habría advertido que sucede esto:
que los buenos y los malos son muy pocos los unos y los otros, y muchísimos los del medio.
-¿Cómo dices? -repliqué yo.
-Como pasa precisamente -dijo él- con las cosas muy grandes y muy pequeñas. ¿Crees que hay algo más raro que encontrar a un hombre tremendamente grande o pequeño, o a un perro o a cualquier otro ser?
¿O, en su caso, rápido, o lento, o feo o hermoso, o blanco o negro? ¿Acaso no te has dado cuenta que de todos esos seres los destacados en los extremos son raros y pocos, mientras que los del intermedio son corrientes e incontables?
-Desde luego que sí -dije yo.
-¿No crees, pues -dijo-, que si se propusiera un certamen de maldad, incluso ahí serían pocos los que se mostraran los primeros?
-Es probable -dije yo.
-Probable, en efecto, -dijo-. Pero no es por ahí por donde son semejantes los razonamientos a los humanos -yo ahora, más bien, te seguía a ti que guiabas la marcha-, sino en ese otro respecto, en que, cuando uno se confía en un argumento como verdadero, sin la técnica en los argumentos, también después opina que es falso, siéndolo unas veces y no siéndolo otras, y así le sucede con uno y con otro, repetidamente. Y sobre todo los que se dedican a los razonamientos contrapuestos, sabes que acaban por creerse sapientísimos y por sentenciar por sí solos que en las cosas no hay ninguna sana ni firme ni tampoco en los razona- mientos, sino que todas las cosas sin más van y vienen arriba y abajo,como las aguas del Euripo, y ninguna permanece ningún tiempo en nada.
-Desde luego -dije yo- que dices verdad.
-Conque, Fedón, sería lamentable el lance, si siendo un razonamiento verdadero, firme y susceptible de comprensión, luego por encontrarse junto a otros razonamientos que son de esa clase, que a los mismos unas veces parecen verdaderos y otras no, uno no se echara la culpa a sí mismo ni a su propia impericia, sino que concluyera en su resentimiento por rechazar alegremente la culpa de sí y echarla a los razonamientos y, desde entonces, pasara el resto de su vida odiando y calumniando a los razonamientos, y se quedara privado de la verdad y del conocimiento real de las cosas.
-¡Por Zeus! -dije yo-, sí que sería lamentable.
-Por tanto, en primer lugar -dijo-, hemos de precavemos de esto, y no dejemos entraren nuestra alma la sospecha de que hay riesgo de que no haya nada sano en los argumentos, sino que es mucho más probable que nosotros no estemos aún sanos, pero debemos portarnos valientemente y, esforzarnos en estar sanos, tú y los demás con vistas al resto de vuestra vida, y yo con vistas a la muerte, porque yo corro el riesgo en el momento actual de no comportarme filosóficamente en este tema, sino de obrar por amor de la victoria, como los muy faltos de educación. Pues así ellos, cuando disputan acerca de algo, no se esfuerzan en meditar cómo sea el razonamiento de aquello que tratan, sino en que les parezca a los presentes del mismo modo como ellos lo presentan.
Ahora, pues, creo yo que en este momento me diferenciaré de ellos tan sólo en esto: no me empeñaré en que a los presentes les parezca ser verdad lo que yo digo, a no ser por añadidura, sino en que a mí mismo me parezca tal como justamente es. Pues calculo, querido camarada -mira qué interesadamente-, que si es verdad lo que yo digo, está bien el dejarse persuadir. Y si no hay nada para el que muere, entonces, al menos durante este tiempo mismo de antes de morir, seré menos molesto a los presentes sin lamentarme, y esa insensatez mía no va a perdurar -pues sería malo-, sino que va a concluir al poco tiempo. Preparado ya así, Simmias y Cebes, voy -dijo él- al razonamiento. Vosotros, por tanto, si me hacéis caso, os cuidaréis poco de Sócrates y mucho más de la verdad, y si en algo os parece que digo lo cierto, lo reconoceréis, pero si no, os opondréis con toda razón, precaviéndoos de que yo en mi celo no os engañe a la vez que me engaño a mí mismo, y me marche, como una abeja, dejándoos clavado el aguijón.
Conque hay que marchar -dijo-. Primero apuntadme lo que decíais, si es que os parece que no lo recuerdo. El caso es que Simmias, según pienso, desconfía y teme que el alma, aun siendo algo más divino y más bello que el cuerpo, perezca antes al ser como un tipo de armonía. Cebes, en cambio, me pareció que me concedía esto: que el alma era más duradera que el cuerpo, pero veía esto incierto para cualquiera, que el alma, tras gastar muchos cuerpos y muchas veces, tras abandonar el último cuerpo, no pereciera entonces también ella, y que eso sea justamente su muerte, la destrucción del alma, puesto que el cuerpo no cesa de morirse repetidamente. ¿Es entonces este u otro tema, Simmias y Cebes, lo que tenemos que examinar?
Ambos concordaban en que era así.
-Ahora bien -preguntó-, ¿no admitís todos los razonamientos anteriores, o bien unos sí y otros no?
-Unos sí y otros no -dijeron los dos.
-¿Qué decís, pues -dijo él-, de aquel razonamiento según el cual afirmábamos que el aprender era recordar, y que, siendo eso así, era necesario que nuestra alma hubiera existido ya en algún lugar antes de quedarse encadenada a este cuerpo?
-Por mi parte yo -dijo Cebes- quedé entonces admirablemente persuadido por él y ahora sigo apoyándolo como a ningún razonamiento.
-Pues bien -dijo Simmias-, también yo estoy en esa disposición, y mucho me asombraría si alguna vez llegara - a otra opinión sobre este tema.
Entonces replicó Sócrates:
-Sin embargo te va a ser necesario, oh huésped tebano, cambiar de opinión, si es que se mantiene esta creencia de que la armonía es, de un lado, una cosa compuesta, y que, de otro, el alma es una cierta armonía formada de los elementos en tensión en el cuerpo. Pues, sin duda, no te admitirás a ti mismo afirmar que estaba compuesta la armonía antes de que existieran aquellos elementos de los que ella debía formarse. ¿Acaso lo admitirás?
-De ningún modo, Sócrates -contestó.
-¿Adviertes, pues -dijo él-, que eso es lo que llegas a decir cuando afirmas que el alma existe antes de llegar a la forma del ser humano y al cuerpo, y que ella existe formada de elementos que aún no son?
Pues, en efecto, la armonía no es para ti algo como eso a lo que comparas, sino que primero están la lira, las cuerdas y los sonidos, r aún sin armonizar, y al final la armonía se compone de todos ellos y se destruye antes que ellos. Así que ¿cómo va a entonar este razonamiento tuyo con aquel otro?
-De ningún modo -dijo Simmias.
-Ahora bien -dijo él-, si es que a algún razonamiento le conviene estar bien entonado es a este de la armonía.
-Le conviene, sí -dijo Simmias.
-Pues éste -dijo- no lo tienes bien entonado. Así que mira cuál de los dos razonamientos eliges: que el conocimiento es recuerdo, o que el alma es una armonía.
-Prefiero mucho más el primero, Sócrates -dijo él-. Pues este otro se me ocurrió sin demostración de acuerdo con cierta verosimilitud y conveniencia, como opina también la mayoría de la gente. Pero yo soy consciente de que los argumentos que se fabrican sus demostraciones por medio de verosimilitudes son embaucadores, y si uno no se pone en guardia ante ellos, le engañan del todo con mucha facilidad, tanto en geometría como en todos los demás asuntos. Pero el razonamiento acerca de la rememoración y el aprendizaje ha sido expuesto mediante una propuesta digna de ser aceptada. Quedó dicho, en efecto, que nuestra alma existe incluso antes de llegar al cuerpo, a la manera como existe la realidad que tiene el apelativo de «lo que es». Y yo esta hipótesis, según me convenzo, la he aceptado cabal y correctamente. Así pues, me es necesario, según parece, por tal razón no admitirme ni a mí ni a otro la afirmación de que el alma es armonía.
-¿Y qué te parece, Simmias -dijo él-, de este aspecto: te parece que a la armonía o a alguna composición le conviene el ser de modo distinto a como son aquellos elementos de los que se compone?.
-De ningún modo.
-¿Ni tampoco, por consiguiente, hacer algo, según creo, o padecer algo distinto de lo que aquéllos hagan o padezcan?
Estuvo de acuerdo.
-¿No le corresponde, por tanto, a la armonía conducir a eso de lo que está formada, sino seguirlo? Estaba de acuerdo.
-Mucho dista entonces la armonía de poderse mover o sonar o de oponerse en algún sentido a las partes de ella misma.
-Mucho, en efecto -contestó.
-¿Qué más? ¿No resulta la armonía ser así, cada armonía, según como sea armonizada?
-No entiendo -contestó.
-¿O es que no -dijo él-, si se armoniza más y en mayor medida, si es que es posible que eso suceda, habría una armonía más y mayor, y si se armoniza menos y en menor medida, menos e inferior?
-Desde luego que sí.
-¿Sucede, pues, eso respecto del alma, de manera que aun en medida ínfima una sea más que otra, por ser más y mejor y por ser menos y peor eso mismo, alma?
-No, en modo alguno -respondió.
-Venga, pues, ¡por Zeus! ¿Se dice que el alma que tiene inteligencia y virtud es buena, y de la que tiene insensatez y vicio que es mala? ¿Y se dice esto verazmente?
-Verazmente, desde luego.
-Entonces, los que postulan que el alma es armonía, ¿qué dirán que son éstas, la virtud y la maldad, en las almas? ¿Acaso de nuevo alguna otra armonía o inarmonía? ¿Que la una está bien armonizada, el alma buena, y, siendo armonía, tiene dentro de sí otra armonía, mientras que la otra es inarmónica ella y no tiene otra armonía dentro de sí?
-No sé yo -dijo Simmias- qué decirte. Pero está claro que algo por el estilo podría decir el que postule eso.
-Sin embargo, está ya reconocido -dijo- que un alma no lo es en nada más ni menos que otra alma. Y el reconocimiento éste afirma que en nada es más ni mejor ni menos e inferior una armonía que otra armonía.
¿O bien?
-Desde luego.
-Y la armonía que no es ni más ni menos no está armonizada ni más ni menos. ¿Es así?
-Lo es.
-¿La que no está ni más ni menos armonizada participa de la armonía en más o en menos, o por igual?
-Por igual.
-Por tanto, el alma, puesto que no es ni más ni menos que otra alma eso mismo, alma, ¿no está armonizada ni más ni menos?
-Desde luego que no.
-Y en tal estado, ¿no puede participar en mayor medida ni de la armonía ni de la inarmonía?
-No, desde luego.
-Y en tal estado, ¿acaso puede participar en algo más de la maldad o de la virtud un alma que otra, si es que la maldad fuera una inarmonía y la virtud una armonía?
-En nada más.
-Y es más, Simmias, de acuerdo con el razonamiento correcto, ninguna alma participará de la maldad, si es que es una armonía. Pues, ciertamente, siendo ella por completo eso mismo, armonía, nunca podría participar de la inarmonía.
-No, ciertamente.
-Ni, por tanto, el alma, siendo por completo alma, de la maldad.
-¿Cómo podría, de acuerdo con lo que hemos reconocido?
-Por lo tanto, de acuerdo con ese razonamiento nuestro todas las almas de todos los seres vivos serán igualmente buenas, si es que resultan ser por naturaleza todas igualmente eso mismo, almas.
-Así me lo parece, Sócrates -contestó.
-¿Es que te parece que nuestro argumento está bien expuesto -dijo él y que puede suceder eso, si es correcta la hipótesis de que el alma esarmonía?
-No, en modo alguno -contestó.
-¿Qué? -prosiguió-. ¿De todo lo que hay en el ser humano dices que hay otra cosa que mande sino el alma, y especialmente si es sensata?
-Yo no.
-¿Acaso cediendo a las afecciones del cuerpo u oponiéndose a ellas?
Quiero decir algo como esto, que, por ejemplo, al estar con fiebre y calentura
-Desde luego que sí.
-Ahora bien, ¿no reconocimos, además, en nuestro coloquio de antes que el alma, de ser una armonía, jamás podría cantar en sentido contrario a las tensiones, relajaciones, vibraciones y cualquier otra afección que experimentaran aquellos elementos de los que ella resulta componerse, sino que seguiría a éstos y jamás los guiaría?
-Lo hemos reconocido. ¿Cómo no?
-Pues ¿qué? ¿Ahora no parece que hace todo lo contrario, al guiar a todo aquello de lo que se afirma que ella resulta, y oponerse casi en todo a lo largo de toda la vida y gobernarlo de maneras varias, unas veces por medio de castigos más violentamente y con dolores, en el caso de la gimnástica y de la medicina, y otras de modo más suave, bien amenazando, bien aconsejando, al dialogar con los deseos, los enfurecimientos y los temores, como si ella fuera ajena a tal objeto? Un buen ejemplo es lo que Homero ha escrito en algún lugar de la Odisea, donde de Odiseo dice:
Golpedndose el pecho amonestó a su corazón con esta frase. «Sopórtalo, pues, corazón, que cosas más perras soportaste antaño».
¿Acaso crees que el poeta compuso estos versos pensando que el alma era una armonía y sólo capaz de ser conducida por los sentimientos del cuerpo, o más bien que era capaz de conducirlos ella y dominarlos, y que era ella algo mucho más divino que según la armonía?
-¡Por Zeus, Sócrates, así me lo parece!
-Por consiguiente, amigo, de ningún modo está bien para nosotros que se diga que el alma es una cierta armonía. No estaríamos de acuerdo, según se ve, ni con Homero, divino poeta, ni tampoco con nosotros mismos.
-Así es -contestó.
-¡Vaya, pues! -dijo Sócrates-. Lo de Armonía, la Tebana, se nos hizo propicio, según parece, atinadamente. ¿Qué pasará ahora con Cadmo, Cebes? ¿Cómo nos lo propiciaremos y con qué argumento?
-Me parece que tú lo encontrarás -dijo Cebes-. Que este razonamiento acerca de la armonía lo has expuesto, a mi parecer, de modo sorprendente.
Pues al decir Simmias en qué tenía dificultades, me preguntaba muy a fondo si alguien podría manejar algo contra su argumento.
Muy sorprendente, pues, me pareció enseguida que no resistiera el primer embate de tu razonamiento. No me sorprendería ya que también al argumento de Cadmo le pasara lo mismo.
-Amigo mío -dijo Sócrates-, no hables demasiado, no sea que algún maleficio nos envuelva el razonamiento que va a darse. Pero de eso ya se ocupará la divinidad; nosotros, a la manera homérica, yendo al cuerpo a cuerpo, probemos si dices algo firme. Lo fundamental de lo que expones es algo así. Pretendes que quede demostrado que nuestra alma es indestructible e inmortal, si es que un filósofo que va a morir, en la confianza y la creencia de que, cuando haya muerto, allí lo pasará bien, mucho mejor que si acabara de vivir en otro tipo de vida, no haya mantenido una confianza insensata y boba. El mostrar que el alma es algo firme, de forma divina, y que ya existía antes de que nosotros naciéramos, no impide en nada, dices, todo eso, que no indique inmortalidad, sino sólo que el alma es algo muy duradero y que ya existía antes en algún lugar durante un tiempo incalculable, y que conocía y realizaba un montón de cosas. Pero en nada más que era inmortal, sino que el mismo hecho de allegarse a un cuerpo humano le es a ella el principio de su destrucción, como una enfermedad. Y pasando fatigas viviría entonces esta vida y, al final, se destruiría en lo que llamamos muerte. Y afirmas también que nada difiere si se allega al cuerpo una sola vez o si muchas, al menos respecto del temor que todos sentimos.
Pues conviene sentir temor, si es que uno no es insensato, a quien no sabe ni puede dar razón de que es inmortal. Esto es más o menos, creo, Cebes, lo que dices. Y a propósito, lo reexpongo repetidamente para que no se nos pase algo por alto, y para que añadas o suprimas algo, si tú quieres.
Y Cebes contestó:
-Lo que es yo, no necesito ni añadir ni suprimir nada por el momento.
Eso es lo que digo.
Entonces, Sócrates, demorándose durante un rato y examinando algo consigo mismo, dijo:
-No es nada trivial, Cebes, el asunto que investigas. Porque hay que ocuparse a fondo y en conjunto de la causa de la generación y de la des- trucción. Así que yo voy i a contarte sobre este tema, si quieres, mis propias experiencias. Luego, si te parecen útiles las cosas que te diga, puedes usarlas para apoyar lo que tú dices.
-Pues sí que quiero -contestó Cebes.
-Escucha, pues, que voy a contártelo. El caso es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de ese saber que ahora llaman «investigación de la naturaleza». Porque me parecía ser algo sublime conocer las causas de las cosas, por qué nace cada cosa y porqué perece y por qué es. Y muchas veces me devanaba la mente examinando por arriba y abajo, en primer lugar, cuestiones como éstas:
«¿Es acaso cuando lo caliente y lo frío admiten cierto grado de putrefacción, según dicen algunos, cuando se desarrollan los seres vivos?
¿Y es la sangre con la que pensamos, o el aire, o el fuego?. ¿O ninguno de estos factores, sino que el cerebro es quien presenta las sensaciones del oír, ver, y oler, y a partir de ellas puede originarse la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, al afirmarse, de acuerdo con ellas, se origina el conocimiento?. Y, además, examinaba las destrucciones de esas cosas, y los acontecimientos del cielo y la tierra, y así concluí por considerarme a mí mismo como incapaz del todo para tal estudio. Te daré un testimonio suficiente de eso. Que yo incluso respecto de lo que antes sabía claramente, al menos según me parecía a mí y a los demás, entonces con esta investigación me quedé tan enceguecido que desaprendí las cosas que, antes de eso, creía saber, por ejemplo, entre otras cosas, por qué crece un ser humano. Pues antes creía que eso era algo evidente para cualquiera, que era por el comer y beber.
Cuando a partir de los alimentos se añadían carnes a las carnes y hueso a los huesos, y así, según el mismo cálculo, a las demás partes se les añadía lo connatural a cada una, y entonces, en resumen, el volumen que era pequeño se hacía luego mayor, así también el hombre pequeño se hacía grande. Así lo creía entonces. ¿No te parece que sensatamente?
-A mí sí -contestó Cebes.
-Examina ahora también esto. Creía yo tener una opinión acertada cuando un hombre alto que estaba junto a otro bajo me parecía que era mayor por su cabeza, y así también un caballo respecto de otro caballo.
Y en cosas aún más claras que ésas: el diez me parecía ser más que el ocho por el añadirle el dos, el doble codo ser mayor que el codo por llevarle de ventaja la mitad de su extensión.
-Bueno, y ahora -preguntó Cebes-, ¿qué opinión tienes sobre eso mismo?
-Muy lejos, ¡por Zeus! -dijo-, estoy yo de creer que sé la causa de cualquiera de esas cosas, yo que ni siquiera admito que cuando se añade uno a lo uno, o lo uno a lo que se ha añadido se haya hecho dos
Pero oyendo en cierta ocasión a uno que leía de un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la mente lo que lo ordena todo y es la causa de todo, me sentí muy contento con esa causa y me pareció que de algún modo estaba bien el que la mente fuera la causa de todo, y consideré que, si eso es así, la mente ordenadora lo ordenaría y todo y dispondría cada cosa de la manera que fuera mejor. Así que si uno quería hallar respecto de cualquier cosa la causa de por qué nace o perece o existe, le sería preciso hallar respecto a ella en qué modo le es mejor ser, o padecer o hacer cualquier otra cosa. Según este razonamiento, ninguna otra cosa le conviene a una persona examinar respecto de aquello, ninguna respecto de las demás cosas, sino qué es lo mejor y lo óptimo. Y forzoso es que este mismo conozca también lo peor. Pues el saber acerca de lo uno y lo otro es el mismo. Reflexionando esto, creía muy contento que ya había encontrado un maestro de la causalidad respecto de lo existente de acuerdo con mi inteligencia, Anaxágoras; y que él me aclararía, primero, si la tierra es plana o esférica, y luego de aclarármelo, me explicaría la causa y la necesidad, diciéndome lo mejor y por qué es mejor que la tierra sea de tal forma. Y si afirmaba que ella está en el centro, explicaría cómo le resultaba mejor estar en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no sentir ya ansias de otro tipo de causa. Y también estaba dispuesto a informarme acerca del sol, y de la luna y de los demás astros, acerca de sus velocidades respectivas, y sus movimientos y demás cambios, de qué modo le es mejor a cada uno hacer y experimentar lo que experimenta.
Pues jamás habría supuesto que, tras afirmar que eso está ordenado por la inteligencia, se les adujera cualquier otra causa, sino que lo mejor es que esas cosas sean así como son. Así que, al presentar la causa de cada uno de esos fenómenos y en común para todos, creía que explicaría lo mejor para cada uno y el bien común para todos. Y no habría vendido por mucho mis esperanzas, sino que tomando con ansias en mis manos el libro, me puse a leerlo lo más aprisa que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor.
Pero de mi estupenda esperanza, amigo mío, salí defraudado, cuando al avanzar y leer veo que el hombre no recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna causalidad en la ordenación de las cosas, sino que aduce como causas aires, éteres, aguas y otras muchas cosas absurdas. Me pareció que había sucedido algo muy parecido a como si uno afirmara que Sócrates hace todo lo que hace con inteligencia, y, luego, al intentar exponer las causas de lo que hago, dijera que ahora estoy aquí sentado por esto, porque mi cuerpo está formado por huesos y tendones, y que mis huesos son sólidos y tienen articulaciones que los separan unos de otros, y los tendones son capaces de contraerse y distenderse, y envuelven los huesos junto con las carnes y la piel que los rodea. Así que al balancearse los huesos en sus propias coyunturas, los nervios al relajarse y tensarse a su modo hacen que yo sea ahora capaz de flexionar mis piernas, y ésa es la razón por la que estoy yo aquí sentado con las piernas dobladas. Y a la vez, respecto de que yo dialogue con vosotros diría otras causas por el estilo, aduciendo sonidos, soplos, voces y otras mil cosas semejantes, descuidando nombrar las causas de verdad: que, una vez que a los atenienses les pareció mejor condenarme a muerte, por eso también a mí me ha parecido mejor estar aquí sentado,y más justo aguadar y soportar la pena que me imponen. Porque, ¡por el perro!, según yo opino, hace ya tiempo que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Beocia, arrastrados por la esperanza de lo mejor, si no hubiera creído que es más justo y más noble soportar la pena que la ciudad ordena, cualquiera que sea, antes que huir y desertar. Pero llamar causas a las cosas de esa clase es demasiado absurdo. Si uno dijera que sin tener cosas semejantes, es decir,tendones y huesos y todo lo demás que tengo, no sería capaz de hacer lo que decido, diría cosas ciertas. Sin embargo, decir que hago lo que hago a causa de ellas, y eso al actuar con inteligencia, y no por la elección de lo mejor, sería un enorme y excesivo abuso de expresión. Pues eso es no ser capaz de distinguir que una cosa es lo que es la causa de las cosas y otra aquello sin lo cual la causa no podría nunca ser causa. A esto me parece que los muchos que andan a tientas como en tinieblas, adoptando un nombre incorrecto, lo denominan como causa. Por este motivo, el uno implantando un torbellino en torno a la tierra hace que así se mantenga la tierra bajo el cielo, en tanto que otro, como a una ancha artesa le pone por debajo como apoyo el aire. En cambio, la facultad para que estas mismas cosas se hallen dispuestas del mejor modo y así estén ahora, ésa ni la investigan ni creen que tenga una fuerza divina, sino que piensan que van a hallar alguna vez un Atlante más poderoso y más inmortal que éste y que lo abarque todo mejor, y no creen para nada que es de verdad el bien y lo debido lo que cohesiona y mantiene todo. Pues yo de tal género de causa, de cómo se realiza, habría sido muy a gusto discípulo de cualquiera. Pero, después de que me quedé privado de ella y de que no fui capaz yo mismo de encontrarla ni de aprenderla de otro -dijo-, ¿quieres, Cebes, que te haga una exposición de mi segunda singladura en la búsqueda de la causa, en la que me ocupé?
-Desde luego que lo quiero, más que nada -respondió.
-Me pareció entonces -dijo él-, después de eso, una vez que hube dejado de examinar las cosas, que debía precaverme para no sufrir lo que los que observan el sol durante un eclipse sufren en su observación.
Pues algunos se echan a perder los ojos, a no ser que en el agua o en algún otro medio semejante contemplen la imagen del sol. Yo reflexioné entonces algo así y sentí temor de que darme completamente ciego de alma al mirar directamente a las cosas con los ojos e intentar captarlas con todos mis sentidos. Opiné, pues, que era preciso refugiarme en los conceptos para examinar en ellos la verdad real. Ahora bien, quizás eso a lo que lo comparo no es apropiado en cierto sentido. Porque no estoy muy de acuerdo en que el que examina la realidad en los conceptos la contemple más en imágenes, que el que la examina en los hechos.
En fin, el caso es que por ahí me lancé, y tomando como base cada vez el concepto que juzgo más inconmovible, afirmo lo que me parece concordar con él como si fuera verdadero, tanto respecto de la causa como de todos los demás objetos, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero exponerte con más claridad lo que digo; pues me parece que tú ahora no lo comprendes.
-No, ¡por Zeus! -dijo Cebes-, no del todo.
-Sin embargo -dijo él-, lo que digo no es nada nuevo, sino lo que siempre una y otra vez y también en el coloquio no he dejado de exponer.
Voy, entonces, a intentar explicarte el tipo de causa del que me he ocupado, y me encamino de nuevo hacia aquellos asertos tantas veces repetidos, y comienzo a partir de ellos, suponiendo que hay algo que es lo bello en sí, y lo bueno y lo grande, y todo lo demás de esa clase. Si me concedes y admites que eso existe, espero que te demostraré, a partir de ello, y descubriré la causa de que el alma es inmortal.
-Pues bien -contestó Cebes-, con la seguridad de que lo admito, no vaciles en proseguir.
-Examina, entonces -dijo-, las consecuencias de eso, a ver si opinas de igual modo que yo. Me parece, pues, que si hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque participa de aquella belleza. Y por el estilo, eso lo digo de todo. Admites este tipo de causa?
-Lo admito -contestó.
-Por tanto -prosiguió-, ya no admito ni puedo reconocer las otras causas, esas tan sabias. Conque, si alguien afirma que cualquier cosa es bella, o porque tiene un color atractivo o una forma o cualquier cosa de ese estilo, mando a paseo todas las explicaciones -pues me confundo con todas las demás- y me atengo sencilla, simple y, quizás, ingenuamente a mi parecer: que no la hace bella ninguna otra cosa, sino la presencia o la comunicación o la presentación en ella en cualquier modo de aquello que es lo bello en sí. Eso ya no lo preciso con seguridad; pero sí lo de que todas las cosas bellas son bellas por la belleza. Me parece que eso es una respuesta firme tanto para mí como para responder a otro, y manteniéndome en ella pienso que nunca caeré en error, sino que es seguro, tanto para responderme a mí mismo como a cualquier otro, que por lo bello son bellas las cosas bellas. ¿No te lo parece también a ti?
-Me parece.
-¿Y, por tanto, por la grandeza son grandes las cosas grandes y las mayores mayores, y por la pequeñez son las pequeñas pequeñas?
-Sí.
-Tampoco entonces le admitirías a nadie que dijera que uno es mayor que otro por su cabeza, y que el menor es menor por eso mismo, sino que mantendrías tu testimonio de que tú no afirmas sino que todo lo que es mayor que otro es mayor no por ninguna otra cosa, sino por la grandeza; y lo menor por ninguna otra cosa es menor sino por la pequeñez, y a causa de eso es menor, a causa de la pequeñez. Temeroso, pienso, de que no te oponga alguno un argumento contrario, si afirmas que alguien es mayor por la cabeza y a la vez menor, en primer lugar que por la misma cosa sea lo mayor mayor y lo menor menor, y después que por la cabeza que es pequeña sea lo mayor mayor, y que eso resulte ya monstruoso, que por algo pequeño sea alguien grande. ¿O no puedes temer tal cosa?
Y Cebes, riendo, contestó:
-Yo, sí.
-Por tanto, -dijo él-, ¿temerías decir que diez son más que ocho por dos, y que por esta causa los sobrepasan, y no por la cantidad y a causa de la cantidad? ¿Y también que el doble codo es mayor que el codo por la mitad, y no por la longitud? Sin duda, ese temor será el mismo.
-En efecto -dijo él.
-¿Y qué? ¿No te precaverás de decir que, al añadirse una unidad a otra, la adición es causa de la producción del dos, o, al escindirse, la escisión?
Y a grandes voces proclamarías que no sabes ningún otro modo de producirse cada cosa, sino por participar cada una de la propia esencia de que participa y en estos casos no encuentras ninguna otra causa del producirse el dos, sino la participación en la dualidad, y que es preciso que participen en ella los que van a ser dos, y de la unidad lo que va a ser uno, y, en cuanto a las divisiones ésas y las sumas y todos los demás refinamientos, bien puedes mandarlos a paseo, dejando que a ellas respondan los más sabios que tú. Tú, temeroso, según el dicho, de tu propia sombra y tu inexperiencia, ateniéndote a lo seguro de tu principio básico, así contestarías. Y si alguno se enfrentara a tu mismo principio básico, lo mandarías a paseo y no le responderías hasta haber examinado las consecuencias derivadas de éste, si te concuerdan entre sí o si son discordantes. Y cuando te fuera preciso dar razón de este mismo, la darías de igual modo, tomando a tu vez como principio básico otro, el que te pareciera mejor de los de arriba, hasta que llegaras a un punto suficiente. Pero, al mismo tiempo, no te enredarías como los discutidores, discutiendo acerca del principio mismo y lo derivado de él si es que querías encontrar algo acerca de lo real. Pues esos discutidores no tienen, probablemente, ningún argumento ni preocupación por eso, ya que con su sabiduría son a la vez capaces de revolverlo todo y, no obstante, contentarse a sí mismos. Pero tú, si es que perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.
-Ciertísimo es lo que dices -afirmaron a la par Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES.. - ¡Por Zeus, Fedón, que razonablemente! Me parece, en efecto, que él lo expuso todo claramente, incluso para quien tuviera escaso entendimiento.

FEDÓN. - Desde luego que sí, Equécrates, y así pareció a todos los presentes.

EQU. - Y también a nosotros los ausentes que ahora lo escuchamos.
Conque ¿qué fue lo que se dijo después de eso?

FED. - Según yo creo, después que se hubo concedido eso, y se reconocía que cada una de las ideas era algo y que las otras cosas tenían sus calificativos por participar de ellas, preguntó, tras lo anterior, esto:
-¿Si dices que eso es así, cuando afirmas que Simmias es mayor que Sócrates y menor que Fedón, entonces dices que existen en Simmias las dos cosas: la grandeza y la pequeñez?
-Sí.
-Entonces, pues -dijo él-, ¿reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es, en realidad, tal cosa como se dice en las palabras? Pues, sin duda, no está en la naturaleza de Simmias el sobrepasarle por el hecho de ser Simmias, sino por el tamaño que es el caso que tiene. Ni tampoco sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con la grandeza de Simmias.
-Es verdad.
-¿Ni tampoco es aventajado por Fedón, por el hecho de que Fedón es Fedón, sino porque Fedón tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias?
-Así es.
-Así pues, Simmias recibe el calificativo de pequeño y de grande, estando en medio de ambos, oponiendo su pequeñez a la grandeza para que la sobrepase, y presentando su grandeza que sobrepasa la pequeñez.
Y, sonriendo a la vez, comentó:
-Parece que voy a hablar como un libro, pero, bueno, es así como lo digo.
Se admitió.
-Y lo digo por este motivo, que quiero que opines como yo. A mí me parece que no sólo la grandeza en sí jamás querrá ser a la vez grande y pequeña, sino que tampoco la grandeza que hay en nosotros aceptará jamás la pequeñez ni estará dispuesta a ser superada, sino que, una de dos, o huirá y se retirará cuando se le acerque lo contrario, lo pequeño, o bien perecerá al llegar éste. Si se queda y admite la pequeñez no querrá ser distinta a lo que era. Como yo, que he, recibido y acogido la pequeñez, siendo aún el que soy, y en este mi yo soy pequeño. Pero el principio en sí, siendo grande, no habría soportado ser pequeño. Así, y
de este modo, también la pequeñez que hay en nosotros no estará nunca dispuesta ni a hacerse grande ni a serlo, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras permanezca siendo aún lo que era, (estará dispuesto) a volverse a la par su contrario y a serlo, sino que, en efecto, se aleja y perece en ese proceso.
-Por completo, así me lo parece -contestó Cebes.
-Entonces dijo uno de los presentes, al oír esto -quién fue no me acuerdo claramente-:
-¡Por los dioses! ¿No hemos reconocido en el coloquio anterior lo contrario de lo que ahora se dice, que de lo pequeño nace lo mayor y de lo mayor lo pequeño, y que ésta era sencillamente la generación de los contrarios? En cambio, ahora me parece que se dice que eso no puede suceder jamás.
Sócrates, volviendo entonces la cabeza, al escucharle, replicó:
-Valientemente nos lo has recordado. Sin embargo, no adviertes la diferencia entre lo que ahora se ha dicho y lo de entonces. Entonces, pues, se decía que una cosa contraria nacía de una cosa contraria, y ahora que lo contrario en sí no puede nacer de lo contrario en sí, ni tampoco lo contrario en nosotros ni en la naturaleza. Entonces, en efecto, hablábamos acerca de las cosas que tienen los contrarios, nombrándolas con el nombre de aquéllos, mientras que ahora hablamos de ellos mismos, por cuya presencia las cosas nombradas reciben su nombre. Y de estos mismos decimos que jamás estarán dispuestos a ser motivo de generación recíproca.
Y entonces lanzó una mirada a Cebes y preguntó:
-¿Acaso de algún modo, Cebes, te ha perturbado también a ti algo de lo que éste objetó?
-No me ha pasado eso -dijo Cebes-. Aunque no digo que no me perturben muchas cosas.
-Hemos reconocido, por tanto -dijo él-, sencillamente esto: que lo contrario jamás será contrario a sí mismo.
-Completamente -respondió.
-Examina, por favor, también lo siguiente, si vas a estar de acuerdo en que llamas a algo caliente y frío.
-Yo sí.
-¿Acaso lo mismo que nieve y fuego?
-No, ¡por Zeus!, yo no.
-Entonces, ¿es algo distinto del fuego lo caliente, y algo diferente de la nieve lo frío?
-Sí.
-Pero creo que esto, al menos, te parece también a ti, que jamás la nieve, mientras exista, aceptará lo caliente, como decíamos en la charla anterior, para mantenerse en lo que era, nieve y, a la vez, caliente, sino que, al acercársele el calor, o cederá su lugar ante él o perecerá.
-Desde luego.
-También el fuego, al acercársele el frío, o se retirará o perecerá, pero jamás soportará admitir el frío y continuar siendo lo que era, fuego y, a la vez, frío.
-Dices verdad -contestó.
-Es posible entonces -dijo él-, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo la propia idea se adjudique su propio nombre para siempre, sino que también lo haga alguna otra cosa que no es ella, pero que tiene su figura siempre, en cuanto existe. En el siguiente ejemplo, quizá quedará más claro lo que digo. Lo impar es preciso que siempre, sin duda, obtenga este nombre que ahora decimos, ¿o no?
-Desde luego que sí.
-Pues pregunto esto: ¿acaso es el único de los entes o hay también algún otro que no es exactamente lo impar, pero al que, sin embargo, hay que denominarlo también siempre con ese nombre por ser tal por naturaleza que nunca se aparta de lo impar? Me refiero a lo que le ocurre al tres y a otros muchos números. Examínalo acerca del tres. ¿No te parece que siempre hay que llamarlo por su propio nombre y también por el de impar, aunque no sea éste lo mismo que el tres? Pero, no obstante, por naturaleza son así el tres, el cinco, y la mitad entera de los números que, aunque no son exactamente lo mismo que lo impar, siempre cada uno de ellos es impar. Y, por otro lado, el dos, el cuatro y toda la serie opuesta de los números, no siendo lo que es exactamente par, sin embargo son pares todos y cada uno de ellos. ¿Lo admites, o no?
-Pues ¿cómo no? -contestó.
-Medita, por tanto, lo que quiero demostrarte -dijo-. Es lo siguiente:
que parece que no sólo los contrarios en sí no se aceptan, sino que también las cosas que, siendo contrarias entre sí, albergan esos contrarios siempre, parece que tampoco éstas admiten la idea contraria a la que reside en ellas, sino que, cuando ésta sobreviene, o bien perecen o se retiran.
¿O no afirmamos que el tres incluso perecerá o sufrirá cualquier otra cosa, antes que permanecer todavía siendo tres y hacerse par?
-Desde luego que sí -dijo Cebes.
-Y, sin embargo, el dos no es contrario al tres.
-Pues no, en efecto.
-Por lo tanto, no sólo las ideas contrarias no soportan la aproximación mutua, sino que también hay algunas otras cosas que no resisten tal aproximación.
-Muy verdadero es lo que dices -contestó.
-¿Quieres, pues -dijo él-, que, en la medida en que seamos capaces, delimitemos cuáles son éstas?
-Desde luego.
-¿Acaso pueden ser, Cebes -dijo él-, aquellas que cuando dominan obligan no sólo a albergar la idea en sí, sino también la de algo como su contrario siempre?
-¿Cómo dices?
-Como decíamos hace un momento. Sabes, en efecto, que a las. Cosas que domine la idea del tres no sólo les es necesario ser tres, sino también ser impares.
-Desde luego que sí.
-A lo de tal clase, afirmamos, la idea contraria a aquella forma que lo determina jamás puede llegarle.
-Pues no.
-¿Y es determinante la idea de lo impar?
-Sí.
-¿Es contraria a ésta la idea de lo par?
-Sí.
-Al tres, por consiguiente, jamás le llegará la idea de lo par.
-No, desde luego.
-Entonces no participa el tres en lo par.
-No participa.
-Por tanto, el tres es no par.
-Sí.
-Eso es, pues, lo que decía yo que definiéramos. Qué clase de cosas son las que, no siendo contrarias a algo, sin embargo no aceptan esa cualidad contraria. Por ejemplo, en este caso, el tres que no es contrario de lo par de ningún modo lo acepta, pues lleva en sí siempre lo contrario a éste, y el dos igual frente a lo impar, y el fuego frente a lo frío, y así otros muy numerosos ejemplos. Conque mira si lo defines de este modo: que no sólo el contrario no acepta a su contrario, sino tampoco aquello que conlleva en sí algo contrario a eso en lo que la idea en sí se presenta, eso que la conlleva jamás acepta la idea contraria de la que está implicada en él. Recuérdalo otra vez, pues no es muy malo oírlo repetidamente. El cinco no aceptará la cualidad de lo par, ni su doble, el diez, la de lo impar. Así que éste, contrario él a otra cosa, sin embargo no aceptará la cualidad de lo impar. Ni tampoco el uno y medio, y las demás fracciones por el estilo, el medio, el tercio, y todas las demás fracciones, la de lo entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo en ello.
-Desde luego que estoy de acuerdo y te sigo -contestó.
-De nuevo -dijo- contéstame desde el principio. Pero no me contestes con lo que te pregunto, sino imitándome. Y lo digo porque, al margen de aquella respuesta segura que te decía al comienzo, después de lo que hemos hablado ahora veo otra garantía de seguridad. Así que si me preguntaras qué se ha de producir en el cuerpo para que se ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura e indocta, que será el calor, sino una más sutil, de acuerdo con lo hablado ahora, que será el fuego. Y si me preguntaras qué se ha de producir en el cuerpo para que éste enferme, no te diré que la enfermedad, sino que la fiebre. Y si es qué es lo que hace a un número impar, no te diré que la imparidad, sino que la unidad, y así en adelante. Conque mira si sabes ya suficientemente lo que quiero.
-Muy suficientemente -dijo.
-Contéstame entonces -preguntó él-. ¿Qué es lo que ha de haber en un cuerpo que esté vivo?
-Alma -contestó.
-¿Y acaso eso es siempre así?
-¿Cómo no? -dijo él.
-Por lo tanto, a aquello a lo que el alma domine, ¿llega siempre trayéndole la vida?
-Así llega, ciertamente -contestó.
-¿Hay algo contrario a la vida, o nada?
-Hay algo.
-¿Qué?
-La muerte.
-¿Por tanto, el alma jamás admitirá lo contrario a lo que ella siempre conlleva, según se ha reconocido en lo que antes hablamos?
-Está muy claro -contestó Cebes.
-Entonces ¿qué? A lo que no admitía la idea de lo par ¿cómo lo llamábamos hace un momento?
-Impar -contestó.
-¿Y lo que no acepta lo justo, y lo que no admite lo artístico?
-Inartístico lo uno, e injusto lo otro -contestó.
-Bien. ¿Y lo que no acepta la muerte cómo lo llamaremos?
-Inmortal -dijo el otro.
-¿Es que el alma no acepta la muerte?
-No.
-Por tanto el alma es inmortal.
-Inmortal.
-Sea -dijo él-. ¿Afirmamos que esto queda demostrado? ¿O qué opinas?
-Me parece que sí y muy suficientemente, Sócrates.
-¿Qué, pues, Cebes? Si a lo impar le fuera necesario ser imperecedero,
¿podría no ser imperecedero el tres?
-¿Cómo no iba a serlo?
-Por tanto, si también lo no cálido fuera necesariamente imperecedero, cuando uno acercara el calor a la nieve, la nieve escaparía, quedando salva y sin fundirse. Pues no perecería entonces, ni tampoco permanecería y aceptaría el calor.
-Dices verdad -dijo.
-Y así, a la par, creo que si lo no frío fuera imperecedero, cuando alguno echara sobre el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.
-Necesariamente -dijo.
-¿Acaso entonces también así -dijo- es forzoso hablar acerca de lo inmortal? Si lo inmortal es imperecedero, es imposible que el alma, cuando la muerte se abata sobre ella, perezca. Pues, de acuerdo con lo dicho antes, no aceptará la muerte ni se quedará muerta, así como el tres no será, decíamos, par, ni tampoco lo impar, ni tampoco el fuego se hará frío ni el calor que está ínsito en el fuego. «¿Pero qué impide - podría preguntar uno- que lo impar no se haga par, al sobrevenirle lo par, como se ha reconocido, pero que al perecer surja en su lugar lo par?» Al que nos dijera eso no podríamos discutirle que no perece. Pues lo impar no es imperecedero. Porque si eso lo hubiéramos reconocido, fácilmente discutiríamos para afirmar que, al sobrevenirle lo par, lo impar y el tres se retiran alejándose. Y así lo discutiríamos acerca del fuego y lo cálido y lo demás por el estilo. ¿O no?
-Desde luego que sí.
-Pues bien, justamente ahora acerca de lo inmortal, si hemos reconocido que es además imperecedero, el alma sería, además de ser inmortal, imperecedera. En caso contrario, se necesitaría otro razonamiento.
-Pues no necesita ninguno a tal efecto -repuso Cebes-. Porque difícilmente alguna otra cosa no admitiría la destrucción, si lo que es inmortal
-que es eterno- admitiera la destrucción.
-La divinidad, al menos, creo -dijo Sócrates-, y la idea misma de la vida y cualquier otro ser que sea inmortal, quedaría reconocido por todos que jamás perecerán.
-Por todos, en efecto, ¡por Zeus! -dijo-, por los hombres y aún más, a mi parecer, por los dioses.
-Y cuando lo inmortal es también indestructible, ¿qué otra cosa sería el alma, si es que es inmortal, sino indestructible?
-Es del todo necesario.
-Al sobrevenirle entonces al ser humano la muerte, según parece, lo mortal en él muere, pero lo inmortal se va y se aleja, salvo e indestructible, cediendo el lugar a la muerte.
-Está claro.
-Por lo tanto antes que nada -dijo-, Cebes, nuestra alma es inmortal e imperecedera, y de verdad existirán nuestras almas en el Hades.
-Pues, al menos yo, Sócrates -dijo-, no tengo nada que decir contra eso y no sé cómo desconfiar de tus palabras. Ahora bien, si Simmias que aquí está, o cualquier otro puede decirlo, bien hará en no callárselo.
Que no sé a qué otra ocasión podría uno aplazarlo, sino al momento presente, si es que quiere decir u oír algo sobre tales temas.
-Pues bien -dijo Simmias-, tampoco yo sé en qué punto desconfío de los argumentos expuestos. No obstante, por la importancia de aquello sobre lo que versa la conversación, y porque tengo en poca estima la debilidad humana, me veo obligado a conservar aún en mí una desconfianza acerca de lo dicho.
-No sólo en eso dices bien, Simmias -dijo Sócrates-, sino que también esos primeros supuestos 104, por más que os resulten fiables, sin embargo habría que someterlos con más precisión a examen. Y si los analizáis suficientemente, según pienso, proseguiréis el argumento en la medida máxima en que le es posible a una persona humana proseguirlo hasta la conclusión. Y si esto resulta claro, ya no indagaréis más allá.
-Dices verdad -dijo el otro.
-Pero entonces, amigos -dijo-, es justo que reflexionemos esto, que, si nuestra alma es inmortal, necesita de atención no sólo respecto a este tiempo a cuya duración llamamos vivir, sino respecto a todo el tiempo, y el peligro ahora sí que parecería ser tremendo, si alguno se despreocupara de ella. Pues si la muerte fuera la disolución de todo, sería para los malos una suerte verse libres del cuerpo y de su maldad a la par que del alma. Ahora, en cambio, al mostrarse que el alma es inmortal, ella no tendrá ningún otro escape de sus vicios ni otra salvación más que el hacerse mucho mejor y más sensata. Porque el alma se encamina al Hades sin llevar consigo nada más que su educación y su crianza, lo que en verdad se dice que beneficia o perjudica al máximo a quien acaba de morir y comienza su viaje hacia allí.
Se cuenta eso de que, cuando cada uno muere, el daímōn de cada uno, el que le cupo en suerte en vida, ése intenta llevarlo hacia un cierto lugar, en donde es preciso que los congregados sean sentenciados para marchar hacia el Hades en compañía del guía aquel al que le está encomendado dirigirlos de aquí hasta allí. Y una vez que allí reciben lo que deben recibir y permanecen el tiempo que deben, de nuevo en sentido inverso los reconduce el guía a traves de muchos y amplios períodos de tiempo. No es, por tanto, el viaje como dice el Télefo de Esquilo. Pues él dice que es sencillo el sendero que conduce al Hades; pero me parece que ni es sencillo ni único. Pues, de serlo, no se necesitarían guías, ya que entonces ninguno se extraviaría nunca, por ser único el camino. Ahora, empero, parece que presenta muchas bifurcaciones y encrucijadas. Lo digo conjeturándolo por los ritos fúnebres y las ceremonias habituales de aquí. Ciertamente el alma ordenada y sensata sigue y no ignora lo que tiene ante sí. Pero la que estuvo apasionada de su cuerpo, como decía en lo anterior, y que durante largo tiempo ha estado prendada de éste y del lugar de lo visible, ofreciendo muchas resistencias y tras sufrir mucho, marcha con violencia y a duras penas conducida por el daímōn designado. Y cuando llega allí donde las demás, al alma que va sin purificar y que ha cometido algún crimen, que ha ejecutado asesinatos injustos o perpetrado otros delitos por el estilo, que resultan hermanos de ésos o actos propios de almas hermanas, a ésta todo el mundo la rehúye y le vuelve la espalda y nadie quiere hacerse su compañero de viaje ni su guía, y ella va errante encontrándose en una total indigencia hasta que pasan ciertos períodos de tiempo, al llegar los cuales es arrastrada por la necesidad hacia la morada que le corresponde.
En cambio, la que ha pasado la vida pura y moderadamente, tras encontrar allí a dioses como compañeros de viaje y guías, habita el lugar que ella se merece. Y son muchas y maravillosas las regiones de la tierra, y ella no es, ni en aspecto ni en tamaño, como opinan los que están habituados a hablar de las cosas bajo tierra, según yo me he dejado convencer por alguien.
Entonces dijo Simmias:
-¿Cómo es eso que dices, Sócrates? Que acerca de la tierra también yo he oído muchos relatos, pero no ese que a ti te convence. Así que lo escucharía muy a gusto.
-Pues bien, Simmias, no me parece a mí que se requiera el arte de Glauco para referir esos relatos. No obstante, que son verdaderos me parece demasiado arduo, incluso para el arte de Glauco, y, a la vez, yo no sería probablemente capaz de hacerlo, y además, incluso si lo supiera, me parece que esta vida no bastaría, Simmias, por lo extenso del relato. Con todo, de cómo estoy convencido que es la forma de la tierra, y las regiones de ésta, nada me impide decírtelo.
-Bueno -dijo Simmias-, con eso basta.
-Conque -prosiguió él- estoy convencido yo, lo primero, de que, si está en medio del cielo siendo esférica, para nada necesita del aire ni de ningún soporte semejante para no caer, sino que es suficiente para sostenerla la homogeneidad del cielo en sí idéntica en todas direcciones y el equilibrio de la tierra misma. Pues un objeto situado en el centro de un medio homogéneo no podrá inclinarse más ni menos hacia ningún lado, sino que, manteniéndose equilibrado, permanecerá inmóvil. Así que, en primer lugar, estoy convencido de esto.
-Y muy correctamente -dijo Simmias.
-Luego, además, de que es algo inmenso -dijo-, y de que nosotros, los que estamos entre las columnas de Heracles y el Fasis , habitamos en una pequeña porción, viviendo en torno al mar como hormigas o ranas en torno a una charca, y en otras partes otros muchos habitan en muchas regiones semejantes. Pues hay por doquier a lo largo y ancho de la tierra numerosas cavidades, y diversas tanto en formas como en tamaños, en las que han confluido el agua, la niebla y el aire. En cuanto a la tierra misma, yace en el puro cielo, en el que están los astros y lo que denominan «éter» la mayoría de los habituados a hablar de estos temas. Son un sedimento de éste esas cosas que confluyen constantemente hacia las cavidades de la tierra, y nos creemos que vivimos sobre la superficie de la misma, como si uno que viviera en lo hondo del mar creyera que habitaba sobre el mar, y al ver a través del agua el sol y los demás astros pensara que el mar era el cielo, y a causa de su pesadez y debilidad jamás consiguiría llegar a la superficie del mar ni tampoco podría contemplar, sacando la cabeza y emergiendo de las aguas hacia esta región de aquí, cuánto más pura y más hermosa es que el lugar que habita, ni tampoco pudiera oírlo de otro que lo hubiera visto. Pues eso mismo nos está ocurriendo también a nosotros. Porque viviendo en alguna concavidad de la tierra creemos vivir encima de ésta, y llamamos cielo al aire, como si éste fuera el cielo y los astros se movieran en él.
Y éste es el mismo caso: por debilidad y pesadez no somos capaces nosotros de avanzar hasta el confín del aire. Por que si alguien llegara a lo más alto de éste o volviéndose alado remontara a su límite, vería al sacar la cabeza, al modo como los peces sacando la cabeza ven las cosas de acá, así éste vería las cosas de allá, y en caso de que su naturaleza fuera capaz de resistir la contemplación, conocería que aquél es el cielo de verdad y la verdadera luz y la tierra en sentido propio. Pues esta tierra, y las piedras, y todo el terreno de aquí, están corrompidos y corroídos, como las cosas del mar a causa de la salinidad, y allí no se produce en el mar nada digno de consideración ni, por decirlo en una palabra, nada perfecto, sino que hay sólo grutas, arena, un barrizal incalculable y zonas pantanosas, donde se mezcla con la tierra, y no hay nada valioso, en general, para compararlo con las bellezas existentes entre nosotros. A su vez, las cosas esas de arriba puede ser que aventajen aún mucho más a las que hay en nuestro ámbito. Pues si está bien contar un mito ahora, vale la pena escuchar, Simmias, cómo son las cosas en esta tierra bajo el cielo.
-Por nuestra parte, desde luego -dijo Simmias-, de buena gana escucharíamos ese mito.
-Pues bien amigo mío -dijo él-, se cuenta que esa tierra en su aspecto visible, si uno la contempla desde lo alto, es como las pelotas de doce franjas de cuero, variopinta, decorada por los colores, de los que los colores que hay aquí, esos que usan los pintores, son como muestras. Allí toda la tierra está formada con ellos, que además son mucho más brillantes y más puros que los de aquí. Una parte es purpúrea y de una belleza admirable, otra de aspecto dorado, y otra toda blanca, y más blanca que el yeso o la nieve; y del mismo modo está adornada también con otros colores, más numerosos y más bellos que todos los que nosotros hemos visto. Porque también sus propias cavidades, que están colmadas de agua y de aire, le proporcionan cierta belleza de colorido, al resplandecer entre la variedad de los demás colores, de modo que proyectan la imagen de un tono continuo e irisado. Y en ella, por ser tal como es, las plantas crecen proporcionadamente: árboles, flores y frutos. Y, a la par, los montes presentan sus rocas también con igual proporción, más bellas por su lisura, su transparencia y sus colores. Justamente partículas de ésas son las piedrecillas éstas tan apreciadas: cornalinas, jaspes, esmeraldas, y todas las semejantes. Pero allí no hay nada que no sea de tal clase y aún más hermoso. La causa de esto es que allí las piedras son puras y no están corroídas ni estropeadas como las de acá por la podredumbre y la salinidad de los elementos que aquí han confluido, que causan tanto a las piedras como a la tierra y a los animales y plantas afeamientos y enfermedades. Pero la tierra auténtica está embellecida por todo eso y, además, por oro y plata y las demás cosas de esa clase. Pues todas esas riquezas están expuestas a la vista, y son muchas en cantidad, y grandes en cualquier lugar de la tierra, de manera que contemplarla es un espectáculo propio de felices espectadores.
En ella hay muchos seres vivos, y entre ellos seres humanos, que viven los unos en el interior de la tierra, y otros en torno al aire como nosotros en torno al mar, y otros habitan en islas bañadas por el aire a corta distancia de la tierra firme. En una palabra, lo que para nosotros es el agua y el mar para nuestra utilidad, eso es allí el aire, y lo que para nosotros es el aire, para ellos lo es el éter. Sus estaciones mantienen una temperatura tal que ellos desconocen las enfermedades y viven mucho más tiempo que la gente de acá, y en vista, oído, inteligencia y todas las demás facultades nos aventajan en la misma proporción que se distancia el aire del agua y el éter del aire respecto a ligereza y pureza.
Por cierto que también tienen ellos bosques consagrados a los dioses y templos, en los que los dioses están de verdad, y tienen profecías, oráculos, apariciones de los dioses, y tratos personales y recíprocos. En cuanto al sol, la luna y las estrellas, ellos los ven como son realmente, y el resto de su felicidad está acorde con estos rasgos.
Conque así están formadas naturalmente la tierra en su conjunto y las cosas que rodean la tierra. Pero hay también en ella, de acuerdo con sus cavidades, muchos lugares distribuidos en círculo en toda su superficie; los unos más profundos y más abiertos que este en el que nosotros vivimos; otros que, siendo más hondos, tienen una apertura menor que este terreno nuestro, y otros hay que son de menor hondura que éste y más amplios. Todos estos están conectados entre sí bajo tierra en muchos puntos y por orificios a veces más estrechos y otros más anchos, y tienen conductos por donde fluye agua abundante de unos a otros como en los vasos comunicantes. Incluso hay bajo tierra ríos perennes de incontable grandeza, tanto de aguas calientes como frías. E inmenso fuego y ríos enormes de fuego, y otros muchos de fango húmedo, más limpio o más cenagoso, como esos torrentes de barro que en Sicilia fluyen por delante de la lava y como la misma lava. De ellos se llenan, en efecto, todos esos lugares, cuando les alcanza en su turno la corriente circular.
Todos estos elementos se mueven hacia arriba y hacia abajo como si hubiera dentro de la tierra una especie de columpio. Esta oscilación de columpio resulta a causa de su naturaleza, que es así. Hay entre las simas de la tierra una que resulta ser extraordinariamente la mayor y que atraviesa de parte a parte la tierra enter . A ella alude Homero cuando dice:
Muy lejos, por donde está bajo tierra el abismo más profundo, y es la que en otro lugar él, y también otros muchos poetas, han denominado Tártaro. Pues hacia este abismo confluyen todos los ríos y desde éste de nuevo refluyen. Cada uno de ellos se hace tal cual es la tierra por la que fluye. La causa de que manen desde allí, y allá afluyan todas las corrientes, es que esa masa de agua no tiene ni fondo ni lecho. Con que se balancea y forma olas arriba y abajo y el aire y el viento que la rodea hace lo mismo. Porque la acompaña tanto cuando se precipita hacia la tierra de más allá como cuando hacia las regiones de más acá, y como el aire que fluye de los que respiran continuamente fluye en espiraciones e inspiraciones, así también, moviéndose al compás de la masa húmeda, el aire produce ciertos vientos tremendos e incalculables tanto al entrar como al salir. Así que, cuando se retira el agua hacia el lugar que llamamos de abajo, las corrientes afluyen a través de la tierra hacia aquellos terrenos de abajo y los llenan como hacen los que riegan acequias. Y cuando se retira de allí, y avanza hacia acá, llena a su vez los terrenos de aquí, y lo lleno fluye a través de los canales y a través de la tierra, llegando cada vez a los lugares a los que se encaminaba, y allí crea mares, lagunas, ríos y fuentes. Desde aquí se sumergen de nuevo bajo tierra, rodeando unas unos terrenos más extensos y más numero- sos, y otras espacios menores y más cortos, y abocan al Tártaro, las unas bastante más abajo que su lugar de origen, y otras tan sólo un poco.
Pero todas desembocan por debajo de su punto de partida, y algunas vienen a dar a la zona de enfrente de la que habían abandonado, y otras al mismo lado. Las hay que, discurriendo en círculo, dieron una vuelta completa, enroscándose a la tierra como las serpientes, una o muchas veces, y vienen a desembocar de nuevo tras haber descendido todo lo posible. Les es posible a unas y otras descender hasta el centro, pero no más allá; porque a las corrientes de ambos lados la otra parte les queda cuesta arriba.
Hay muchas, grandes y variadas corrientes, pero entre esas muchas destacan cuatro corrientes, de las que aquella con un curso mayor y más extenso que fluye en círculo es el llamado Océano. Enfrente de él y en sentido opuesto fluye el Aqueronte, que discurre a través de otras y desérticas regiones y, discurriendo bajo tierra, llega hasta la laguna Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de las almas de los difuntos, para permanecer allí durante ciertos tiempos predeterminados, las unas en estancias más largas, y las otras menos, y de allí son enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río sale de en medio de éstos, y cerca de su nacimiento desemboca en un terreno amplio que está ardiendo con fuego abundante, y forma una laguna mayor que nuestro - mar, hirviente de agua y barro. Desde allí avanza turbulento y cenagoso, y dando vueltas a la tierra llega a otros lugares y a los confines del lago Aquerusíade, sin mezclarse con el agua de éste. Y enroscándose varias veces a la tierra desemboca en la parte de más abajo del Tártaro. Éste es el río que denominan Piriflegetonte, cuyos torrentes de lava arrojan fragmentos al brotar en cualquier lugar de la tierra.
Y, a su vez, de enfrente de éste surge el cuarto río, que primero va por un lugar terrible y salvaje, según se dice, y que tiene todo él un color como el del lapislázuli; es el que llaman Estigio, y Estigia llaman a la laguna que forma el río al desembocar allí. Tras haber afluido en ella y haber cobrado tremendas energías en el agua, se sumerge bajo tierra y avanza dando vueltas en un sentido opuesto al Piriflegetonte hasta penetrar en la laguna Aquerusíade por el lado contrario. Tampoco su agua se mezcla con ninguna, sino que avanza serpenteando y desemboca en el Tártaro enfrente del Piriflegetonte. El nombre de este río es, según cuentan los poetas, Cocito .
Siendo así la naturaleza de esos lugares, una vez que los difuntos llegan a la región adonde a cada uno le conduce su daímón, comienzan por ser juzgados los que han vivido bien y piadosamente y los que no. -
Y quienes parece que han vivido moderadamente, enviados hacia el Aqueronte, suben a las embarcaciones que hay para ellos, y sobre éstas llegan a la laguna, y allá habitan purificándose y pagando las penas de sus delitos, si es que han cometido alguno, y son absueltos y reciben honores por sus buenas acciones, cada uno según su mérito. En cambio, los que se estima que son irremediables a causa de la magnitud de sus crímenes, ya sea porque cometieron numerosos y enormes sacrilegios, o asesinatos injustos e ilegales en abundancia, y cualquier tipo de crímenes por el estilo, a ésos el destino que les corresponde los arroja al Tártaro, de donde nunca saldrán. Y los que parece que han cometido pecados grandes, pero curables, como por ejemplo atropellar brutalmente en actos de ira a su padre o su madre, y luego han vivido con remordimiento el resto de su vida, o que se han hecho homicidas en algún otro proceso semejante, éstos es necesario que sean arrojados al Tártaro, pero tras haber caído en él y haber pasado allá un año entero los expulsa el oleaje, a los criminales por el Cocito, y a los que maltrataron al padre o a la madre por el Piriflegetonte. Cuando llegan arrastrados por los ríos a la laguna Aquerusíade, entonces gritan y llaman, los unos a quienes mataron, los otros a quienes ofendieron, y en sus clamores les suplican y les ruegan que les permitan salir a la laguna y que los acepten allí y, si los persuaden, salen y cesan sus males; y si no, son arrastrados otra vez hacia el Tártaro y desde allí de nuevo por los ríos, y sus padecimientos no cesan hasta que logran convencer a quienes dañaron injustamente. Pues esa es la sentencia que les ha sido impuesta por sus jueces. En cambio, los que se estima que se distinguieron por su santo vivir, éstos son los que, liberándose de esas regiones del interior de la tierra y apartándose de ellas como de cárceles, ascienden a la superficie para llegar a la morada pura y establecerse sobre la tierra. De entre ellos, los que se han purificado suficientemente en el ejercicio de la filosofía viven completamente sin cuerpos para todo el porvenir, y van a parar a moradas aún más bellas que ésas, que no es fácil describirlas ni tampoco tenemos tiempo suficiente para ello en este momento. Así que con vistas a eso que hemos relatado, Simmias, es preciso hacerlo todo de tal modo que participemos de la virtud y la prudencia en esta vida. Pues es bella la competición y la esperanza grande.
Desde Niego que el afirmar que esto es tal cual yo lo he expuesto punto por punto, no es propio de un hombre sensato. Pero que existen esas cosas o algunas otras semejantes en lo que toca a nuestras almas y sus moradas, una vez que está claro que el alma es algo inmortal, eso me parece que es conveniente y que vale la pena correr el riesgo de creerlo así -pues es hermoso el riesgo-, y hay que entonar semejantes encantamientos para uno mismo, razón por la que yo hace un rato ya que prolongo este relato mítico. Así que por tales motivos debe estar confiado respecto de su alma todo hombre que en su vida ha enviado a paseo los demás placeres del cuerpo y sus adornos, considerando que eran ajenos y que debía oponerse a ellos, mientras que se afanó por los del aprender, y tras adornar su alma no con un adorno ajeno, sino con el propio de ella, con la prudencia, la justicia, el valor, la libertad y la verdad, así aguarda el viaje hacia el Hades, como dispuesto a marchar en cuanto el destino lo llame. También vosotros -dijo-, Simmias y Cebes y los demás, a vuestro turno, en un determinado momento os marcharéis todos. Pero a mí ahora ya me llama, diría un actor trágico, el destino, y es casi la hora de que me encamine al baño. Pues me parece que es mejor que me bañe y beba luego el veneno para no dejar a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver.
Después de que él hubo dicho esto, habló Critón:
-Bien, Sócrates, ¿qué nos encargas a éstos o a mí, acerca de tus hijos o de cualquier otro asunto, que nosotros podamos hacer a tu agrado y que haremos muy a gusto?
-Lo que continuamente os digo -dijo él-, nada nuevo. Que cuidándoos de vosotros mismos haréis lo que hagáis a mi agrado y al de los míos y de vosotros mismos, aunque ahora no lo reconozcáis. Pero si os descuidáis de vosotros mismos, y no queréis vivir tras las huellas, por así decir, de lo que ahora hemos conversado y lo que hemos dicho en el tiempo pasado, por más que ahora hicierais muchas y vehementes promesas, nada más lograréis.
-En eso nos afanaremos -dijo-, en hacerlo así. ¿Y de qué modo te enterraremos?
-Como queráis -dijo-, siempre que me atrapéis y no me escape de vosotros. Sonriendo entonces serenamente y dirigiéndonos una mirada, comentó:
-No logro persuadir, amigos, a Critón, de que yo soy este Sócrates que ahora está dialogando y ordenando cada una de sus frases, sino que cree que yo soy ese que verá un poco más tarde muerto, y me pregunta ahora cómo va a sepultarme. Lo de que yo haya hecho desde hace un buen rato un largo razonamiento de que, una vez que haya bebido el veneno, ya no me quedaré con vosotros, sino que me iré marchándome a las venturas reservadas a los bienaventurados, le parece que lo digo en vano, por consolaros a vosotros y, a la par, a mí mismo. Salidme, pues, fiadores ante Critón -dijo-, pero con una garantía contraria a la que él presentaba ante los jueces. Pues él garantizaba que yo me quedaría. Vosotros, por tanto, sedme fiadores de que no me quedaré después que haya muerto, sino que me iré abandonándoos, para que Critón lo soporte más fácilmente, y al ver que mi cuerpo es enterrado o quemado no se irrite por mí como si yo sufriera cosas terribles, ni diga en mi funeral que expone o que lleva a la tumba o que está enterrando a Sócrates. Pues has de saber bien, querido Critón -dijo él-, que el no expresarse bien no sólo es algo en sí mismo defectuoso, sino que, además, produce daño en las almas. Así que es preciso tener valor y afirmar que sepultas mi cuerpo, y sepultarlo del modo que a ti te sea grato y como te parezca que es lo más normal.
Después de decir esto, se puso en pie y se dirigió a otro cuarto con la intención de lavarse, y Critón le siguió, y a nosotros nos ordenó que aguardáramos allí. Así que nos quedamos charlando unos con otros acerca de lo que se había dicho, y volviendo a examinarlo, y también nos repetíamos cuán grande era la desgracia que nos había alcanzado entonces, considerando simplemente que como privados de un padre ibamos a recorrer huérfanos nuestra vida futura. Cuando se hubo lavado y le trajeron a su lado a sus hijos -pues tenía dos pequeños y uno ya grande- y vinieron las mujeres de su familia, ya conocidas, después de conversar con Critón y hacerle algunos encargos que quería, mandó retirarse a las mujeres y a los niños, y él vino hacia nosotros. Entonces era ya cerca de la puesta del sol. Pues había pasado un largo rato dentro.
Vino recién lavado y se sentó, y no se hablaron muchas cosas tras esto, cuando acudió el servidor de los Once y, puesto en pie junto a él, le dijo:
-Sócrates, no voy a reprocharte a ti lo que suelo reprochar a los demás, que se irritan conmigo y me maldicen cuando les mando beber el veneno, como me obligan los magistrados. Pero, en cuanto a ti, yo he reconocido ya en otros momentos en este tiempo que eres el hombre más noble, más amable y el mejor de los que en cualquier caso llegaron aquí, y por ello bien sé que ahora no te enfadas conmigo, sino con ellos, ya que conoces a los culpables. Ahora, pues ya sabes lo que vine a anunciarte, que vaya bien y trata de soportar lo mejor posible lo inevitable.
Y echándose a llorar, se dio la vuelta y salió.
Entonces Sócrates, mirándole, le -contestó:
-¡Adiós a ti también, y vamos a hacerlo!
Y dirigiéndose a nosotros, comentó:
-¡Qué educado es este hombre! A lo largo de todo este tiempo me ha visitado y algunos ratos habló conmigo y se portaba como una persona buenísima, y ved ahora con qué nobleza llora por mí. Conque, vamos, Critón, obedezcámosle, y que alguien traiga el veneno, si está triturado y si no, que lo triture el hombre.
Entonces dijo Critón:
-Pero creo yo, Sócrates, que el sol aún está sobre los montes y aún no se ha puesto. Y, además, yo sé que hay algunos que lo beben incluso muy tarde, después de habérseles dado la orden, tras haber comido y bebido en abundancia, y otros, incluso después de haberse acostado con aquellos que desean. Así que no te apresures; pues aún hay tiempo.
Respondió entonces Sócrates:
-Es natural, Critón, que hagan eso los que tú dices, pues creen que sacan ganancias al hacerlo; y también es natural que yo no lo haga.
Pues pienso que nada voy a ganar bebiendo un poco más tarde, nada más que ponerme en ridículo ante mí mismo, apegándome al vivir y escatimando cuando ya no queda nada. Conque, ¡venga! -dijo-, hazme caso y no actúes de otro modo.
Entonces Critón, al oírle, hizo una seña con la cabeza al muchacho que estaba allí cerca, y el muchacho salió y, tras demorarse un buen rato, volvió con el que iba a darle el veneno que llevaba molido en una copa. Al ver Sócrates al individuo, le dijo:
-Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?
-Nada más que beberlo y pasear -dijo- hasta que notes un peso en las piernas, y acostarte luego. Y así eso actuará.
Al tiempo tendió la copa a Sócrates.
Y él la cogió, y con cuánta serenidad, Equécrates, sin ningún estremecimiento y sin inmutarse en su color ni en su cara, sino que, mirando de reojo, con su mirada taurina, como acostumbraba, al hombre, le dijo:
-¿Qué me dices respecto a la bebida ésta para hacer una libación a algún dios? ¿Es posible o no?
-Tan sólo machacamos, Sócrates -dijo-, la cantidad que creemos precisa para beber.
-Lo entiendo -respondió él-. Pero al menos es posible, sin duda, y se debe rogar a los dioses que este traslado de aquí hasta allí resulte feliz.
Esto es lo que ahora yo ruego, y que así sea.
Y tras decir esto, alzó la copa y muy diestra y serenamente la apuró de un trago. Y hasta entonces la mayoría de nosotros, por guardar las conveniencias, había sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vimos beber y haber bebido, ya no; sino que, a mí al menos, con violencia y en tromba se me salían las lágrimas, de manera que cubriéndome comencé a sollozar, por mí, porque no era por él, sino por mi propia desdicha: ¡de qué compañero quedaría privado! Ya Critón antes que yo, una vez que no era capaz de contener su llanto, se había salido. Y Apolodoro no había dejado de llorar en todo el tiempo anterior, pero entonces rompiendo a gritar y a lamentarse conmovió a todos los presentes a excepción del mismo Sócrates.
Él dijo:
-¿Qué hacéis, sorprendentes amigos? Ciertamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran. Porque he oído que hay que morir en un silencio ritual. Conque tened valor y mantened la calma.
Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y contuvimos el llanto.
Él paseó, y cuando dijo que le pesaban las piernas, se tendió boca arriba, pues así se lo había aconsejado el individuo. Y al mismo tiempo el que le había dado el veneno lo examinaba cogiéndole de rato en rato los pies y las piernas, y luego, aprentándole con fuerza el pie, le preguntó si lo sentía, y él dijo que no. Y después de esto hizo lo mismo con sus pantorrillas, y ascendiendo de este modo nos dijo que se iba quedando frío y rígido. Mientras lo tanteaba nos dijo que, cuando eso le llegara al corazón, entonces se extinguiría.
Ya estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:
-Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
-Así se hará -dijo Critón-. Mira si quieres algo más.
Pero a esta pregunta ya no respondió, sino que al poco rato tuvo un estremecimiento, y el hombre lo descubrió, y él tenía rígida la mirada.
Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
Éste fue el fin, Equécrates, que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo.