"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

lunes, 20 de enero de 2014

ARISTOTELES (MORAL A NICOMACO) -LIBRO III DE X- CONTINUACION DE LA TEORIA DE LA VIRTUD. DEL VALOR Y DE LA TEMPLANZA-

Aristóteles
Moral a Nicómaco

Libro III de X
Continuación de la teoría de la virtud.
Del valor y de la templanza


Indice
Capítulo I. La virtud sólo puede aplicarse a actos voluntarios. 
Capítulo II. Continuación del mismo asunto: segunda especie de cosas involuntarias. 
Capítulo III. Teoría de la preferencia moral o intención. 
Capítulo IV. De la deliberación. 
Capítulo V. El objeto verdadero de la voluntad es el bien. 
Capítulo VI. La virtud y el vicio son voluntarios. 
Capítulo VII. Del valor. 
Capítulo VIII. De los objetos temibles. 
Capítulo IX. Especies diversas de valor. 
Capítulo X. Estimación del valor. 
Capítulo XI. De la templanza. 
Capítulo XII. Más sobre la templanza. 
Capítulo XIII. Comparación de la intemperancia con la cobardía. 

capítulo I
La virtud sólo puede aplicarse a actos voluntarios

Refiriéndose la virtud a las pasiones y a los actos del hombre, y no pudiendo recaer la alabanza o la censura sino sobre cosas voluntarias, puesto que en las cosas involuntarias lo que procede es el perdón, y a veces la compasión; es un estudio imprescindible cuando se quiere dar razón de la virtud, determinar lo que debe entenderse por acto voluntario e involuntario. Y este conocimiento es indispensable igualmente a los legisladores para ilustrarles sobre las recompensas y los castigos que decreten. 
Deben mirarse como involuntarias todas las cosas que se hacen por fuerza mayor o por ignorancia. 
Se hace una cosa por fuerza mayor, cuando la causa es exterior y de tal naturaleza, que el ser que obra y que sufre no contribuye en nada a esta causa: por ejemplo, cuando nos vemos arrastrados por un viento irresistible o por alguien que se ha hecho dueño de nuestra persona. Hay cosas también de que nos dejamos llevar, sea por el temor de males mayores, sea bajo el influjo de un motivo noble: por ejemplo, un tirano, dueño de vuestros padres y de vuestros hijos, os impone una cosa vergonzosa; podéis salvar esas personas que os son queridas, si os sometéis; y perderlas, si rehusáis someteros; y en un caso [56] semejante se puede preguntar, si el acto es voluntario o involuntario. Algo análogo sucede al marino, que en una tempestad arroja al mar las mercancías. En los casos ordinarios, nadie que tenga buen sentido arroja al agua los bienes que posee; pero no hay hombre sensato que no esté dispuesto a hacerlo, si es una condición precisa para salvarse él o salvar a los demás. Las acciones de este género son, puede decirse, acciones mixtas; sin embargo, se aproximan más a las libres y voluntarias. Son el resultado de una preferencia en el momento mismo en que se hacen; y el objeto definitivo del acto está en relación con las circunstancias. Cuando se dice de una acción que es voluntaria o involuntaria, se entiende siempre que se tiene en cuenta el instante en que se obra. En los actos, que acabamos de citar, se obra aún libremente; porque el principio que para estos actos pone en movimiento los miembros de nuestro cuerpo que los ejecutan, está en nosotros; y siempre que el principio está en nosotros, sólo de nosotros depende hacer o no hacer las cosas. Por consiguiente, estos son actos voluntarios. Pero absolutamente hablando, se puede decir también que son involuntarios; porque nadie ejecutaría de buen grado ninguna de estas cosas por lo que son en sí mismas. 
Sucede también a veces, que acciones de este género son objeto de justos elogios, cuando se tiene valor para soportar la infamia y el dolor en vista de un grande y bello resultado. Pero si no median respetables motivos, nos exponemos a una merecida censura; porque no hay hombre tan despreciable, que arrostre el oprobio sin haber mediado un fin noble, o que le arrostre con la mira de una ventaja insignificante. En ciertos casos, si no se llega hasta alabar, por lo menos se perdona a un hombre que hace lo que no debe, en circunstancias superiores a las fuerzas ordinarias de la naturaleza humana, y que nadie podría resistir. 
Quizá hay ciertas cosas a las que jamás debe el hombre sucumbir{48}, y casos en que es mejor morir sufriendo los más horribles tormentos{49}. Así, por ejemplo, en la pieza de [57] Eurípides{50}, los motivos que movieron a Alcmeon al asesinato de una madre, son ridículos. Algunas veces es difícil discernir cuál de los dos caminos conviene escoger, y cuál de los dos males se debe soportar prefiriéndolo al otro. Es más difícil aún mantenerse firmemente en el que se ha debido preferir, porque las más veces las cosas que se proveen son penosas y tristes; y las que la coacción nos impone son vergonzosas. De aquí nace que se alabe o se censura según que resiste o cede el hombre a la necesidad. 
¿Cuáles son, por tanto, los actos que deben declararse involuntarios y forzosos? ¿Debe decirse de una manera absoluta, que un acto es siempre forzado, cuando la causa está en las cosas de fuera y cuando el agente no contribuye a él en nada? ¿O bien debe decirse que cosas involuntarias en sí, y que en un instante dado se las prefiere a otras, residiendo siempre su principio en el ser que obra, aunque involuntarias en sí, se hacen voluntarias en este caso dado, puesto que se las escoge en lugar de otras? Realmente las acciones de este género se parecen más a actos libres. Nuestras acciones son siempre relativas a casos particulares; y los casos particulares sólo dependen de nuestra voluntad. Pero siempre es muy difícil indicar la elección que debe hacerse en medio de estos innumerables matices, que presentan las circunstancias particulares. 
No se puede sostener por otra parte que el placer y el bien nos fuerzan, y que ejercen sobre nosotros un imperio irresistible en calidad de causas exteriores; porque de ser así, todo en nosotros sería obligado y forzado, puesto que en tanto que existimos, todo cuanto hacemos es debido a estos dos móviles, y lo hacemos ya con dolor, si es por fuerza y contra voluntad, ya con gran gusto, cuando en ello encontramos placer. Y sería ciertamente cosa graciosa atribuirlo a causas exteriores, en lugar de imputarlo a sí mismo, cuando uno se deja arrastrar fácilmente por estas seducciones, atribuyéndose a sí todo el bien y echando la culpa al placer de las faltas que se cometen. Forzado e involuntario sólo es aquello que procede de una causa exterior, sin que el ser que es cohibido y obligado entre en ello absolutamente para nada. 

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{48} El ejemplo de Sócrates no estaba muy lejos. Sócrates hubiera podido evitar la condenación, haciendo a sus jueces algunas concesiones poco honrosas. 
{49} Véase el Gorgias de Platón. Esto es lo que Régulo puso en práctica. 
{50} Esta pieza de Eurípides no ha llegado hasta nosotros.

capítulo II
Continuación del mismo asunto: segunda especie de cosas involuntarias

En cuanto a los actos cometidos por ignorancia, todo se verifica, es cierto, sin que nuestra voluntad tenga parte en ello; pero contra nuestra voluntad realmente sólo se verifica aquello que nos causa dolor y arrepentimiento. El hombre que ha hecho algo sin saber lo que hacía, pero que no ha experimentado dolor como resultado del acto, sin duda no ha obrado voluntariamente, puesto que no sabía lo que era su acción; pero tampoco puede decirse que ha obrado contra su voluntad, puesto que de su acción ningún dolor le ha resultado. Y así en todas las acciones hechas por ignorancia, el que tiene que arrepentirse después parece haber obrado contra su voluntad; y por lo contrario, el que no ha tenido que arrepentirse de haber obrado, está en una posición muy distinta, y puede decirse simplemente de el que obró sin voluntad. Es bueno marcar este matiz en la expresión y designarle con una palabra especial, puesto que la situación es diferente. 
también es posible señalar una diferencia entre hacer una cosa por ignorancia, y hacerla ignorando lo que se hace. Así, en la embriaguez, en la cólera, no puede decirse que uno obra por ignorancia; se obra sólo bajo el imperio de estas disposiciones; no se obra con conocimiento de causa; y antes por el contrario se obra ignorando lo que se hace. Así, todo ser malo ignora{51} lo que es preciso hacer y lo que conviene evitar; porque a causa de una falta de esta especie es por lo que los hombres cometen injusticias y, hablando en general, son viciosos. 
Pero no debemos pretender aplicar el nombre de involuntaria a la acción de un hombre, porque desconozca su interés. La ignorancia que preside a la elección misma del agente, no es causa de que su acto sea involuntario; es causa únicamente de su [59] perversidad. Tampoco es la ignorancia en general a la que debe acusarse, por más que bajo esta forma se produzca ordinariamente la censura; sino a la ignorancia particular, especial para las cosas y en las cosas a que se aplica la acción de que se trata: dentro de estos límites puede tener lugar, ya la compasión, ya el perdón; porque el que ejecuta alguna de estas cosas culpables sin saber que las hace, obra involuntariamente. 
No sería quizá inútil determinar con precisión, respecto a las acciones de este género, su naturaleza y su número, indagar cuál es la persona que las comete, lo qué ha hecho cometiéndolas, con qué fin y en qué momento ha tenido lugar la comisión. Algunas veces también es preciso preguntarse en tales casos con qué ha cometido el acto; por ejemplo, si ha sido con un instrumento; por qué causa, por ejemplo, si ha sido para salvarse de algún peligro; en fin, de qué manera, por ejemplo, si lo ha hecho con suavidad o con violencia. Estas son circunstancias respecto de las que nadie, a no estar fuera de sí, puede pretextar en ningún caso ignorancia, porque evidentemente no puede ignorarse cuál es la persona que obra. Porque se dirá, ¿cómo puede uno ignorarse a sí mismo? Pero se puede muy bien ignorar aquello que se hace. Por ejemplo, puede decirse que al hablar se le ha escapado una palabra; que no sabía que estaba prohibido hablar de las cosas de que se hablaba: testigo la indiscreción de Esquilo{52}, a propósito de los misterios. también puede suceder, que, queriendo mostrar el mecanismo de una máquina, la deje disparar sin intención, como el que deje salir el tiro de una catapulta. En otros casos se puede, como Merope, tomar a su propio hijo por un enemigo mortal, creer que una lanza puntiaguda tiene el hierro enmohecido, tomar una piedra de peso por una piedra pómez, matar alguno de un tiro queriendo defenderlo, o causarle una grave herida queriendo demostrarle sólo destreza a la manera que lo hacen los luchadores al presentarse para entrar en combate. Como este género de ignorancia afecta siempre a las cosas en que consiste la acción, el que, al obrar, ignora alguna de estas circunstancias, parece por esto mismo que obra a pesar de su voluntad, sobre todo en los dos puntos más graves, que son en [60] este caso: primero, el objeto mismo de la acción; y segundo, el fin que se propone al hacerlo. 
Pero lo repetimos, para que la acción pueda, en el caso de semejante ignorancia, ser calificada con justicia de involuntaria, es preciso además que cause compasión y que lleve tras sí el arrepentimiento. 
Por lo tanto, si el acto involuntario es el que nace de fuerza mayor o de ignorancia, es claro que el acto voluntario deberá ser aquel cuyo principio esté en al agente mismo, el cual conoce los pormenores de todas las condiciones que su acción encierra. Y así no hay razón para llamar involuntarios a los actos que nos obligan a ejecutar la cólera y el deseo. En primer lugar, porque admitido esto, resultaría que ningún ser distinto que el hombre obraría voluntariamente, ni aun los niños. ¿Puede decirse con verdad que jamás hacemos nada con plena y libre voluntad en las cosas en que median la cólera o el deseo? ¿O bien debe hacerse en este caso una distinción, sosteniendo que en tales situaciones hacemos el bien voluntariamente, y que hacemos el mal contra nuestra voluntad? ¿Pero no sería ridículo admitir esta distinción, puesto que es uno sólo y el mismo agente el que causa todos estos actos? Por otra parte sería quizá un error grave llamar involuntarias a cosas que debemos desear tener. Por ejemplo, ¿no hay ciertos casos en que es preciso saber montar en cólera? ¿No hay ciertas cosas que conviene desear, como la salud y la ciencia? Las cosas realmente involuntarias son penosas; por el contrario, las que se desean son siempre agradables. Además ¿es cosa que los errores del razonamiento y los del corazón son igualmente involuntarios? ¿Dónde está la diferencia entre unos y otros? ¿No debe huirse de igual modo de ambos? 
Las pasiones, que la razón no guía, no pertenecen menos a la naturaleza humana, lo mismo que las acciones inspiradas al hombre por la cólera y el deseo. Concluyamos, pues, que sería verdaderamente un absurdo declarar que estas cosas no están sometidas a nuestra voluntad. 

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{51} No debe confundirse esta máxima con la de Platón, que sostiene que el vicio es involuntario, y que el malvado lo es a pesar suyo. según Aristóteles, el malo puede corregir su ignorancia. 
{52} Al parecer Esquilo reveló ciertas ceremonias de los misterios en cuatro o cinco de sus piezas perdidas. El Areópago, ante el que fue acusado, le absolvió, no por lo que alega Aristóteles, sino por el valor que él y su hermano mostraron en la batalla de Maratón.

capítulo III
Teoría de la preferencia moral o intención

Después de haber distinguido y definido lo que debe entenderse por voluntario e involuntario, el estudio que debemos de hacer ahora es el de la preferencia o intención que determina nuestras resoluciones. La intención parece ser el elemento más esencial de la virtud; y ella, mucho mejor que las acciones mismas del agente, nos permite apreciar las cualidades morales de este. 
Ante todo, la preferencia moral o intención es ciertamente una cosa voluntaria; si bien la intención no es idéntica a la voluntad, la cual se extiende a más que aquella. Así, los niños y los demás animales tienen indudablemente una parte de voluntad; pero no tienen preferencia, ni intención racional. Podemos muy bien llamar voluntarios a ciertos actos espontáneos y súbitos; pero no diremos que son resultado de una preferencia reflexiva o intencionada. 
Cuando para explicar lo que es la intención se la llama un deseo, un sentimiento del corazón, una volición, un juicio de cierto género, no se le da ciertamente nombres muy exactos. La preferencia, la intención que escoge, no puede ser patrimonio de seres sin razón, mientras que estos seres son capaces de deseo y de pasión. El intemperante, que no sabe dominarse, obra movido por el deseo; no obra con intención y preferencia. Por lo contrario, el hombre templado obra con intención, con una preferencia reflexiva; no obra por el impulso de sus deseos. Añádase a esto que el deseo puede estar muchas veces en oposición con la intención, mientras que el deseo jamás es lo opuesto al deseo. En fin, el deseo se dirige a lo que es agradable o penoso; la intención, la preferencia reflexiva, no se dirige ni al dolor ni al placer. 
La intención o preferencia moral puede también confundirse con la pasión que el corazón inspira; pero no hay cosa que menos se parezca a las acciones determinadas por la intención reflexiva, que las que son dictadas por el corazón. 
La intención, la preferencia moral, tampoco es la voluntad, [62] si bien parece muy cercana a ella. La intención reflexiva jamás se dirige a cosas imposibles; y si alguno dijera que prefiere y escoge estas cosas con intención, se le tendría por un demente. Por lo contrario, la voluntad puede dirigirse hasta a las cosas imposibles; y bien puede querer el hombre, por ejemplo, la inmortalidad{53}. 
La voluntad recae indiferentemente sobre cosas que no ha de hacer ella misma; por ejemplo, el triunfo de tal actor o de tal atleta, para quienes se desea el premio. Pero nadie dirá que su intención es la que prefiere estas cosas; lo dirá sólo de las cosas que crea poder hacer personalmente. Añádase a esto, que la voluntad, el deseo, mira sobre todo al objeto a que se dirige; la intención, la preferencia reflexiva, considera más bien los medios que pueden conducir a ese objeto. Así nosotros deseamos, queremos la salud; pero escogemos con una intención reflexiva los medios que pueden dárnosla; deseamos, queremos ser dichosos, y decimos muy bien que queremos serlo; pero no podríamos decir, hablando en razón, que tenemos la intención de serlo. Esto nace, repito, de que la intención sólo se aplica evidentemente a las cosas que dependen de nosotros. 
En fin, no puede decirse tampoco que la intención sea el juicio, el pensamiento; porque el juicio se aplica a todo, a las cosas eternas y a las cosas imposibles, lo mismo que a las que dependen sólo de nosotros. Las distinciones que se hacen del juicio son las de verdadero y falso, y no las del bien y de mal; estas últimas son aplicables sobre todo a la intención, a la preferencia reflexiva. Si no es posible que nadie confunda así en general la intención con el juicio, tampoco lo es que se la confunda con tal juicio particular. Si tenemos tal o cual carácter moral, es porque escogemos con intención el bien y el mal, y no porque juzguemos ni pensemos. Nuestra intención se aplica a buscar tal cosa, a huir de tal otra, o a practicar otros actos análogos; mientras que el juicio nos sirve para comprender lo que son las cosas, para qué sirven, y cómo se las puede emplear. Pero no es precisamente por medio del juicio como nos decidimos a dar preferencia a unas cosas y huir de otras. [63] 
Se alaba la intención, porque se dirige al objeto que debe, más bien que porque sea recta{54}; pero se alaba el juicio sobre todo, porque es verdadero. Nuestra intención, nuestra preferencia escoge las cosas que sabemos que son buenas. Nuestro juicio, nuestro pensamiento, se aplica a cosas que no conocemos enteramente. Por otra parte, los que adoptan y prefieren en su conducta el mejor camino no son siempre los que mejor juzgan con el pensamiento; pues que a veces los que mejor juzgan de las cosas, prefieren, sin embargo, al obrar, a causa de su perversidad, lo que no deberían preferir. En cuanto a saber si el juicio precede o sigue a la intención, poco nos importa; porque no es esto lo que ahora debemos indagar, pues que sólo tratamos de averiguar si la intención o preferencia moral es idéntica al pensamiento, cualquiera que sea su forma. 
¿Qué es, pues, con exactitud la intención o preferencia reflexiva? ¿Cuál es su naturaleza, ya que no es ninguna de las cosas que acabamos de enunciar? Lo cierto es que es voluntaria; pero todo acto voluntario no es un acto de intención, un acto de preferencia dictado por la reflexión. ¿Será preciso confundir la intención con la premeditación, con la deliberación que precede a nuestras resoluciones? Si, sin duda; porque la preferencia moral, la intención, va siempre acompañada de razón y de reflexión; y la palabra misma que la designa prueba bastante que escoge ciertas cosas prefiriéndolas a otras. 

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{53} Se ha querido deducir de este pasaje la consecuencia de que Aristóteles no creía en la inmortalidad del alma, y este es un error. Lo que quiere decir es que el hombre puede querer no morir jamás, por absurdo que esto sea. 
{54} En el fondo parece lo mismo. Si la intención es recta, se dirige a donde debe; si se dirige a donde debe, es recta.

capítulo IV
De la deliberación

¿Se puede deliberar sobre todas las cosas sin excepción? ¿Es todo asunto de deliberación? ¿O bien hay ciertas cosas respecto de las que la deliberación no es posible? Téngase en cuenta que el objeto de la deliberación de que hablo, no es el objeto sobre que pueda deliberar un imbécil o un demente; sino sólo el objeto sobre que delibera un hombre que está en el pleno goce de su razón. Y así nadie delibera sobre las cosas y verdades [64] eternas: por ejemplo, sobre el mundo; ni sobre este axioma: que el diámetro y el lado{55} son inconmensurables. Tampoco se puede deliberar sobre ciertas cosas que están sometidas al movimiento, pero que se realizan siempre según las mismas leyes, sea por una necesidad invencible, sea por su naturaleza, sea por cualquiera otra causa; como son, por ejemplo, los movimientos de equinoccio y de solsticio respecto del sol. Tampoco es posible deliberar sobre las cosas que son tan pronto de una manera como de otra; por ejemplo, las sequías y las lluvias; ni sobre los sucesos que dependen únicamente del azar, como el hallazgo de un tesoro. Tampoco puede aplicarse la deliberación sin excepción alguna a todas las cosas puramente humanas; y así a un lacedemonio no se le ocurrirá deliberar sobre la mejor medida política que hayan de tomar los escitas; porque nada de esto puede producirse mediante nuestra intervención ni depende de nosotros. 
No deliberamos sino sobre cosas que están sometidas a nuestro poder; y estas son precisamente todas aquellas de que hasta ahora no hemos hablado. La naturaleza, la necesidad, el azar, es cierto que pueden ser causas de muchas cosas; pero es preciso contar además con la inteligencia y todo lo que se produce por la voluntad del hombre. Los hombres deliberan, cada cual en su esfera, sobre las cosas que se creen capaces de poder hacer. En las ciencias exactas, independientes de toda arbitrariedad, no ha lugar a deliberar; por ejemplo, en la gramática, donde no hay ni alternativa ni incertidumbre posible sobre la ortografía de las palabras. Pero deliberamos sobre las cosas que dependen de nosotros, y que no son siempre invariablemente de una sola y misma manera; por ejemplo, se delibera sobre las cosas de medicina, sobre las especulaciones de comercio y sobre los negocios. Se delibera sobre el arte de la navegación más que sobre el arte de la gimnástica, en la proporción que la primera de estas artes es menos precisa que la segunda. Lo mismo sucede en todo lo demás; y se delibera más sobre las artes que sobre las ciencias, porque aquellas presentan más materia a la incertidumbre y al disentimiento. 
La deliberación se aplica especialmente a las cosas que, estando sometidas a reglas ordinarias, son, sin embargo, oscuras [65] en su desenlace particular, y respecto de las cuales nada se puede precisar de antemano. Estas son las cosas para las que, cuando son importantes, llamamos en nuestro auxilio consejeros más ilustrados que nosotros, porque desconfiamos de nuestro solo discernimiento y de nuestra insuficiencia en los casos dudosos. Por lo demás, no deliberamos en general sobre el fin que nos proponemos, sino más bien sobre los medios que deben conducirnos a él. Así, el médico no delibera para saber si debe curar sus enfermos, ni el orador para saber si debe convencer a su auditorio, ni el hombre de Estado para saber si debe hacer buenas leyes; en una palabra, en ningún género se delibera sobre el fin especial que se sigue, sino que una vez que nos hemos propuesto cierto fin, indagamos cómo y por qué medios se podrá llegar a él. Si hay muchos medios de conseguirlo, se busca con pronunciada atención cuál de ellos es el más fácil y el mejor; y si no hay más que uno, se estudia el modo de obtener por este medio único la cosa que se desea. Se procurará también descubrir el camino para poderse hacer dueño de este medio hasta llegar a la causa primera que resulta ser la última que se descubre en esta investigación. Realmente, el deliberar equivale a buscar una cosa por el procedimiento que acaba de ser descrito, y a hacer un análisis semejante al que se aplica a las figuras de geometría que se quieren demostrar. Por otra parte, evidentemente no toda indagación es una deliberación; por ejemplo, las indagaciones matemáticas; pero toda deliberación es una indagación, y el último término que se encuentra en el análisis a que uno se consagra es el primero que debe emplear para producir la cosa que desea. Si llega a convencerse de que la indagación es imposible, renuncia a ella; como, por ejemplo, cuando uno tiene necesidad de dinero y ve que no puede proporcionárselo. Pero si la indagación parece posible, entonces se esfuerza por llevarla a cabo; y colocamos entre las cosas posibles todas aquellas que podemos hacer por nosotros mismos o por medio de nuestros amigos; porque lo que hacemos por ellos es en cierta manera hecho por nosotros, puesto que en nosotros se encuentra el principio de su acción. Unas veces buscamos en las deliberaciones los instrumentos; otras el uso que debe hacerse de ellos; y en todas ocasiones lo que se busca, es ya el medio que debe emplearse, ya la manera con que debe conducirse, ya la persona que deberá intervenir. [66] 
Así, pues, siempre es el hombre, como acabamos de decir, el principio mismo de sus actos; la deliberación recae sobre las cosas que puede hacer; y los actos tienen siempre por objeto otras cosas distintas de ellos mismos. Por consiguiente, no es sobre el fin mismo sobre que se delibera, sino sobre los medios que pueden conducir a él. No se delibera tampoco sobre las cosas individuales y particulares; por ejemplo, para saber si este objeto que se tiene a la vista es pan, ni si está bien cocido, ni si está trabajado convenientemente; porque estas son cosas que la sensación por sí puede juzgar; y si se hubiera de deliberar siempre y sobre todo, sería cosa de perderse en el infinito. Pero el objeto de la deliberación es el mismo que el de la intención o preferencia, con esta sola diferencia: que el objeto de la intención o de la preferencia debe estar previamente fijado. El objeto en que se fija el juicio después de una deliberación reflexiva, es el que la intención prefiere, puesto que se cesa de indagar cómo se debe obrar desde el momento en que se ha visto la causa de la acción en sí misma, y se la ha sometido a esta facultad que en nosotros dirige y gobierna todas las demás; porque ella es la que prefiere y escoge con intención. Esta distinción se puede ver con plena evidencia hasta en los antiguos gobiernos, cuya imagen nos ha trazado Romero; allí se ve a los reyes anunciar al pueblo las resoluciones que han preferido y lo que tienen intención de hacer. 
Así, pues, siendo siempre el objeto de nuestra preferencia, sobre el cual se delibera y el cual se desea, una cosa que depende de nosotros, podrá definirse la intención o preferencia, diciendo que es el deseo reflexivo y deliberado de las cosas que dependen solamente de nosotros solos; porque nosotros juzgamos después de haber deliberado, y luego deseamos el objeto conforme a nuestra deliberación y a nuestra resolución voluntaria. 
Este sencillo bosquejo{56}, que acabamos de trazar de la preferencia moral o intención, basta para hacer ver lo que ella es y las cosas que la conciernen; y para demostrar que sólo se dirige a la indagación de los medios que pueden conducir al fin que se busca. 

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{55} El diámetro (sería más exacto decir la diagonal) y el lado de un cuadrado. 
{56} Aristóteles habla siempre con esta modestia de sus obras, aunque sean de primer orden, como lo es este capítulo.

capítulo V
El objeto verdadero de la voluntad es el bien

Se ha dicho que la deliberación y la voluntad se aplican al objeto que se busca. Pero este objeto, según unos, es el bien mismo; y según otros, sólo es lo que nos parece ser el bien. Cuando se sostiene que sólo el bien es el objeto de la voluntad, se corre el riesgo de caer en esta contradicción: que lo que quiere el hombre, cuya preferencia ha sido mala, no es realmente querido por él; porque desde el momento en que la cosa es el objeto de la voluntad, precisamente es buena según esta teoría; y sin embargo ella es mala, puesto que fue debida a una preferencia extraviada. Por otra parte, si se pretende que la voluntad busque, no el bien mismo, sino sólo el bien aparente, resultaría que los objetos de nuestra voluntad no existen en la naturaleza, y que son únicamente el resultado de la opinión que de ellos se forma cada uno de nosotros. Pero esta opinión varía con los individuos; y por tanto resultaría que las cosas más contrarias podrían causarnos indistintamente la ilusión del bien. 
Como estas dos soluciones no son muy satisfactorias, es preciso decir de una manera absoluta y de conformidad con la verdad, que el bien es el objeto de la voluntad{57}; pero que para cada uno en particular es el bien tal como le aparece. Y así, para el hombre virtuoso y modesto, es el bien verdadero; para el malo, es lo que el azar le presenta. En esto sucede lo que con los cuerpos: cuando gozan de buena salud, las cosas realmente sanas son sanas para ellos; pero no lo son para los cuerpos que padecen una enfermedad; y lo mismo podría decirse de las cosas amargas, dulces, calientes, toscas, y de todas las demás, considerada cada una en particular. En igual forma el hombre virtuoso sabe siempre juzgar las cosas como es debido; y conoce la verdad respecto de cada una de ellas; porque según son las disposiciones morales del hombre, así las cosas varían, y las hay especialmente bellas y agradables para cada uno. [68] Quizá la gran superioridad del hombre virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas, porque el es como su regla y medida, mientras que para el vulgo el error en general procede del placer, el cual parece ser el bien, sin serlo realmente. El vulgo escoge el placer, que toma por el bien; y huye del dolor, que toma por el mal. 

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{57} El bien es el objeto de voluntad. Admirable principio que Aristóteles toma de Platón y que conserva a la naturaleza humana toda su dignidad y su grandeza.

capítulo VI
La virtud y el vicio son voluntarios

Siendo el fin a que se aspira el objeto de la voluntad, y pudiendo estar sometidos a nuestra deliberación y a nuestra preferencia los medios que conducen a este fin, se sigue de aquí que los actos que se refieren a estos medios son actos de intención y actos voluntarios; y esta es precisamente la esfera en que se ejercitan en realidad todas las virtudes{58}. Por lo tanto, no ofrece la más pequeña duda que la virtud depende de nosotros, y en igual forma el vicio depende también de nosotros, porque, en efecto, si depende de nosotros el obrar, lo mismo depende el no obrar, y donde podemos decir no, lo mismo podemos decir sí. Por consiguiente, si ejecutar un acto, que es bueno, depende de nosotros, de nosotros dependerá también no ejecutar un acto que es vergonzoso; y a la inversa, si no hacer el bien depende de nuestra voluntad, hacer el mal dependerá igualmente. Pero si hacer el bien o el mal depende de nosotros solos, no hacer ni el bien ni el mal dependerá exactamente lo mismo; y esto es lo que entendíamos por ser buenos y malos, al hablar de los hombres. Luego podremos decir, que depende realmente de nosotros el ser hombres de bien o ser viciosos. Pero suponer que «nadie es perverso con gusto, ni dichoso a pesar suyo, es una aserción a la vez errónea y verdadera{59}. No, ciertamente; nadie tiene la felicidad que da la virtud contra su gusto; pero el vicio es voluntario. ¿Será preciso poner en duda la teoría que acabamos de sostener, y habrá de decirse, que el hombre no es el principio y el padre de sus [69] acciones, como lo es de sus hijos? Pero si esta paternidad es evidente, si no podemos atribuir nuestras acciones a otros principios que a los que están en nosotros, es preciso reconocer que los actos, cuyo principio está en nosotros, dependen de nosotros mismos y son voluntarios. Todo esto resulta confirmado por el testimonio de la conducta personal de cada uno de nosotros y por el testimonio de los legisladores mismos. Castigan e imponen penas a los que cometen actos culpables, siempre que estas acciones no son el resultado de una coacción o de una ignorancia de que el agente no sea responsable. Por lo contrario, recompensan y tributan honores a los autores de acciones virtuosas. Evidentemente con esta doble conducta quieren animar a los unos y traer al buen camino a los otros. Pero en todas las cosas que no dependen de nosotros, en todas las cosas que no son voluntarias, a nadie se le ocurre obligarnos a ejecutarlas; porque se sabe que sería completamente inútil exigir de nosotros, por ejemplo, no tener calor, no tener frío, no tener hambre, o no experimentar tales o cuales sensaciones análogas, puesto que no las experimentaríamos menos, a pesar de todas las exhortaciones del mundo. Los legisladores llegan hasta el punto de castigar actos cometidos sin conocimiento de causa, cuando el individuo parece culpable de la ignorancia en que estaba. Así imponen dobles penas{60} a los que cometen un delito en la embriaguez; porque el principio de la falta está en el individuo, puesto que es dueño de no embriagarse, y la embriaguez ha sido la única causa de su ignorancia. también castigan los legisladores a los que ignoran las disposiciones de la ley que deben saber, cuando se opone a ello una gran dificultad. La misma severidad muestran en todos aquellos casos en que la ignorancia procede de negligencia, por creer que depende del individuo el salir de la ignorancia, poniendo de su parte los medios necesarios para cumplir con su deber. Quizá se objetará que hay hombres que por su naturaleza son incapaces de hacer lo preciso para salir de este estado; pero se puede responder, que la causa de esta degradación ha nacido de los individuos mismos y como consecuencia de los desórdenes de su vida. Si son culpables y si han perdido el dominio de sí mismos, suya [70] es la culpa, por haber los unos cometido malas acciones, y pasado los otros el tiempo en medio de los placeres de la mesa y de excesos vergonzosos. Los actos repetidos, de cualquier género que sean, imprimen a los hombres un carácter que corresponde a estos actos, lo cual puede verse evidentemente por el ejemplo de todos los que se dedican a cualquier ejercicio o trabajo, pues llegan a poder consagrarse a ello constantemente. No saber que en todas materias los hábitos y las cualidades se adquieren mediante la continuidad de actos, es un error grosero propio de un hombre que no conoce ni siente absolutamente nada. 
No es menos irracional sostener, que el que hace el mal no tiene la voluntad de hacerse malo; y que el que se entrega a la relajación no tiene intención de hacerse un hombre corrompido. Cuando sin poder alegar ignorancia, se ejecutan actos que deben hacer al hombre malo, es indudable que se hace uno malo voluntariamente. Más aún; cuando una vez es uno vicioso, no basta que quiera cesar de serlo y hacerse virtuoso, ni más ni menos que un enfermo no podrá recobrar instantáneamente la salud por un simple deseo. Con deliberada voluntad, si bien se mira, es como ha caído en la enfermedad, por haber vivido entregado a una vida de excesos y rehusado oír el dictamen de los médicos; y si hubo un tiempo en que le fue posible evitar la enfermedad, avanzada esta, no le es ya permitido librarse de sus consecuencias. Es lo mismo que cuando se lanza una piedra, que no es posible detenerla después de desprendida de la mano; y sin embargo, de nosotros dependía solamente lanzarla o no lanzarla, porque el movimiento inicial estaba a nuestra disposición. Lo propio sucede con el hombre malo y corrompido; de el dependía en un principio no ser lo que ha llegado a ser, y por consiguiente se ha hecho hombre pervertido por su libre voluntad; y una vez llegado a este punto, no le ha sido posible dejar de serlo. 
Pero no son sólo voluntarios los vicios del alma; sino que en muchos casos no lo son menos los vicios del cuerpo; y entonces también están sometidos a nuestra censura. Así a nadie se echa en cara una deformidad natural, pero se critica a los que tienen esta deformidad por falta de ejercicio y de cuidado. La misma distinción tiene lugar respecto de la debilidad, la fealdad y los achaques. ¿Quién, por ejemplo, puede reprender a un hombre [71] porque sea ciego de nacimiento o a consecuencia de una enfermedad o de un golpe? Más bien se compadece su desgracia. Pero todo el mundo dirige un cargo justo al que está ciego por efecto del hábito de la embriaguez o por cualquiera otro vicio. Así, pues, se censuran los vicios del cuerpo, cuando dependen de nosotros; no se censuran los que no pueden depender; y si tal sucede en todos los vicios de este orden, lo mismo debe decirse de todos los demás, de los vicios del alma, que no son censurables sino cuando dependen solamente de nosotros. 
Pero puede hacerse una objeción, diciendo: «todo el mundo, sin excepción, desea lo que le parece que es el bien; pero ninguno es dueño de evitar las apariencias de la imaginación; y tal como es uno moralmente, tal le aparece también el fin que se propone. Si cada uno de nosotros sólo es responsable hasta cierto punto del carácter que tiene, tampoco deberá ser responsable sino hasta cierto grado de las apariencias, bajo las cuales se presentan las cosas a su imaginación. Nadie es culpable del mal que hace, si comete este mal por ignorancia del fin verdadero, creyendo que obrando como obra, asegura para sí el bien supremo a que aspira. La busca y el deseo del verdadero fin en la vida no dependen de la libre elección del individuo; es preciso que nazca este, si puede decirse así, con una vista que le haga discernir claramente las cosas; y entonces podrá escoger el verdadero bien. Pero encontrarse con esta dichosa disposición al tiempo de nacer es un beneficio de la naturaleza; beneficio, el más grande y bello de todos, que no puede recibirse ni aprenderse de otro, y que no puede ser ni más ni menos que un efecto debido a la casualidad del nacimiento; de manera que la completa y verdadera perfección de nuestra naturaleza sólo consiste en haber recibido este don en toda su grandeza y hermosura en el momento que hemos nacido.» 
Si todo esto es exacto, pregunto, ¿cómo puede ser la virtud más voluntaria que el vicio? El aspecto bajo el que el fin aparece y queda sentado, es absolutamente igual para el hombre virtuoso que para el hombre malo, ya sea por otra parte un simple efecto de la naturaleza o de cualquiera otra causa; y refiriendo todo lo demás a este fin es como uno y otro obran en este o en aquel sentido. Sea, pues, que este fin con todas sus diversidades no aparezca únicamente al espíritu del hombre por una acción ciega [72] de la naturaleza, y que haya alguna cosa más; sea, por lo contrario, que el fin sea completamente impuesto por la naturaleza, y que, no por otro motivo sino porque el hombre de bien puede concurrir al efecto con el resto de sus acciones, pueda decirse que la virtud es voluntaria; no es menos cierto, que el vicio es voluntario tanto como lo es la virtud misma; porque el malo, lo mismo que el hombre de bien, tiene en sus acciones una parte propia que se atribuye a sí mismo, ya que no tenga ninguna en el fin que le es impuesto. Por consiguiente, si, como se ha dicho, las virtudes son voluntarias, porque somos personalmente cómplices de nuestras cualidades, y por lo mismo que tenemos un carácter moral de cierta especie, suponemos un fin conforme a este carácter, se sigue de aquí que los vicios son igualmente voluntarios; y la paridad entre unos y otros queda en pié. 
En resumen, hemos tratado de las virtudes en general; y, para mostrar con más precisión su naturaleza, hemos sentado que ellas son medios y hábitos. Hemos indicado las causas mediante las que estas virtudes se producen; y hemos dicho igualmente que por sí mismas pueden las virtudes a su vez producir estas causas. Hemos añadido que dependen de nosotros y son voluntarias, y que deben ejercitarse como la recta razón lo prescribe. Las acciones, por lo demás, no son voluntarias a la manera de los hábitos; porque somos siempre dueños de las acciones, desde el principio hasta el fin, y conocemos en cada instante todos sus detalles particulares; por lo contrario, en cuanto a los hábitos, sólo en su principio somos árbitros de ellos; y no es posible reconocer lo que las circunstancias pueden influir en cada momento, lo mismo que no se sabe en punto a enfermedades. Pero como podemos dirigir siempre a nuestro gusto estos hábitos, o no dirigirlos de tal o cual manera, puede afirmarse que son voluntarios. 
Ahora bien, volvamos al análisis de las virtudes; y digamos para cada una en particular lo qué son, a qué se aplican y cómo obran. Este estudio nos hará ver al mismo tiempo cuál es su número. Comencemos por el valor. 

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{58} Aristóteles vuelve a combatir a Platón que sostiene que el vicio es involuntario. 
{59} Aristóteles no cita a Platón, pero evidentemente a él alude. 
{60} En la Política, lib. II, cap. IX, Aristóteles atribuye esta ley a Pitaco.

capítulo VII
Del valor

Que el valor es un medio entre el miedo y la audacia, es cosa que ya hemos dicho antes. Tememos las cosas que son de temer; y estas cosas, valiéndonos de una expresión general, son los males. He aquí por qué se define el temor: la aprensión de un mal. Tememos los males de toda clase, el deshonor, la pobreza, la enfermedad, el abandono, la muerte. Pero el hombre valiente no parece que deba tener valor contra todos los males sin excepción. Hay más de uno, por lo contrario, que debe temerse, que es honroso temer y que sería cosa vergonzosa no temer: el deshonor, por ejemplo. El hombre que teme el deshonor es un hombre digno de estimación, porque tiene el sentimiento del honor. Por lo contrario, el que no le teme es un miserable sin vergüenza. Si a veces se le llama valiente, no es sino por metáfora; porque tiene una especie de semejanza con el hombre valiente, puesto que el hombre de valor es también el que no teme. Puede suceder también que no haya precisión de temer la pobreza, ni la enfermedad{61}, ni en general ninguno de esos males que no proceden del vicio, y que no dependen del que los sufre. Sin embargo, el hombre que sabe despreciar sin temor los males de este género, no es precisamente el hombre valiente. Le damos este nombre por una especie de semejanza; porque algunas veces sucede que personas que son cobardes en los peligros de la guerra, no son menos generosos y sufren con una constancia firme las pérdidas de fortuna. Tampoco puede decirse que es uno cobarde, porque tema que se insulte a sus hijos o a su mujer, o bien porque teme los ataques de la envidia o cualquier otro mal de este género. Ni puede decirse que un hombre es valiente, porque dé pruebas de firmeza esperando los latigazos que le amenazan. 
¿Cuáles son, pues, entre los males temibles, a los que debe aplicarse realmente el valor? Son los más grandes; porque nadie sabe mejor que el hombre de valor soportar estos males. Ahora [74] bien, la muerte es el mal más temible que todos, porque es el fin de todas las cosas, y, al parecer, una vez que uno muere, ya no hay ni bien ni mal para él. 
Sin embargo, el valor no consiste en luchar contra la muerte en todos los casos indistintamente: por ejemplo, en un naufragio o en la enfermedad. ¿En qué ocasiones se ejercita más especialmente? ¿No es en las más bellas, en las más célebres? Pues bien, estas ocasiones se presentan en la guerra, y la muerte aparece en ella envuelta en el peligro más grande y más glorioso; como lo prueban también los honores, que las ciudades y los monarcas prodigan a los guerreros valientes. 
Así, pues, puede llamarse verdaderamente valiente al hombre que se presenta sin temor ante una muerte honrosa y ante peligros que a cada instante pueden caer sobre él, como sucede sobre todo con los de la guerra. Sin embargo, si el hombre de valor es inaccesible al temor, sea en la tempestad, sea en las enfermedades, no lo es tanto como lo son las gentes de mar. En tales circunstancias los hombres más valientes pueden desesperar de su salvación y lamentar una muerte tan poco digna, mientras que la gente de mar conserva, por lo contrario, cierta esperanza nacida de su experiencia y del hábito de su oficio. Además, debe tenerse en cuenta que el valor se muestra en los casos en que es preciso defenderse con energía y en que la muerte puede ser honrosa; pero no hay defensa posible ni es cuestión de honra cuando se muere de una enfermedad o en un naufragio. 

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{61} Principio adoptado en toda su extensión por el estoicismo, y que Platón había ya desenvuelto en el Gorgias con una sagacidad y una energía por nadie superada.

capítulo VIII
De los objetos temibles

Los objetos que pueden causar temor, no son los mismos para todos los hombres sin distinción. Considerarnos como un objeto verdaderamente temible el que supera las fuerzas ordinarias de la humanidad; y el objeto digno de temor es en general aquel que puede aterrar a un espíritu, que está en el goce pleno de su razón. Pero en todo lo concerniente al hombre, hay diferencias de magnitud, diferencias de más y de menos. Y añado, que estas diferencias que se aplican a los objetos temibles, pueden aplicarse también a los objetos que ofrecen seguridad en lugar [75] de producir espanto. El hombre valiente es inalterable, pero en tanto que hombre; lo cual no quiere decir que no tema los peligros que el hombre prudente debe temer. Por lo contrario, los temerá como deba temerlos, y los soportará como la razón quiere que los soporte, bajo la inspiración del sentimiento del deber; que es el fin mismo de la virtud: Pueden temerse los peligros con más o menos fundamento, así como se pueden temer igualmente como muy graves los que no son realmente temibles. Estas diversas faltas{62} deberán proceder, ya de que se teme lo que no debe temerse, ya de que se teme de distinta manera de como debería temerse, y ya, por último, de que el temor no esté justificado en el momento en que tiene lugar o de que haya por medio cualquiera otro error. Pueden distinguirse igualmente todos estos matices respecto de las cosas que nos tranquilizan en lugar de aterrarnos. El que soporta y sabe temer lo que debe temer y soportar, lo hace por una causa justa, de la manera y en el momento convenientes, y sabe igualmente tener una concienzuda seguridad en todas estas condiciones, un hombre semejante es un hombre de valor; porque el valiente sufre y obra apreciando debidamente las cosas y conforme a los dictados de la razón. 
Ahora bien; el fin de cada acto particular es siempre conforme al carácter del agente; y como el valor es un deber para el hombre valiente, el fin que se propone en cada una de sus acciones es conforme a este noble fin. Cada cosa es determinada por el fin con que se la relaciona; y por consiguiente, para satisfacer al honor y al deber es para lo que el hombre valiente soporta y hace todo lo que constituye el verdadero valor. 
En cuanto a los caracteres que en este punto pecan por exceso, esto es, la ausencia completa de todo temor, no han recibido nombre especial; y ya hemos hecho observar anteriormente, que hay muchos matices a los cuales no se ha dado nombre particular. Este carácter será, si quiere llamarse así, la demencia; será una insensibilidad absoluta en frente del dolor, cuando se llega hasta el punto de no temer ni un temblor de tierra, ni las olas encrespadas, como, según se dice, hacen los Celtas. Al que peca por un exceso de confianza en presencia de verdaderos peligros, se le llama temerario. A veces el temerario tiene más trazas de [76] ser un fanfarrón y un hipócrita que aparenta valor. Lo que en realidad es el hombre valiente con relación a los peligros, el fanfarrón aparenta serlo, o imita al hombre de corazón hasta donde le es posible. Estos caracteres las más de las veces son una mezcla de audacia y de cobardía; y llenos de ardor cuando no hay nada que temer, cuando hay un verdadero peligro no saben soportarlo. 
El que peca por exceso de miedo es un cobarde; porque todos esos errores de que hemos hablado antes, y que dan lugar a equivocarse sobre los objetos temibles, la manera cómo debe temérseles y otros análogos, acompañan y siguen al cobarde. No peca menos por falta de confianza; pero donde más descubre su carácter es en los momentos de aflicción; pues cayendo sin el menor recato en todos los excesos del sentimiento, pone en evidencia su debilidad. De aquí que, como teme siempre, tiene la mayor dificultad en concebir esperanza; mientras que al valiente sucede todo lo contrario, porque la seguridad es propia de un corazón que tiene buenas esperanzas. 
Así el cobarde, el temerario, el valiente, lo son relativamente a los mismos objetos. Sólo que sus relaciones con estos objetos son diferentes, pecando los unos por exceso, los otros por defecto. El hombre de valor sabe mantenerse en un justo medio y obrar como lo exige la razón. Los temerarios corren con ardor en busca del peligro; después, cuando este llega, vuelven pié atrás las más veces. Los valientes, por el contrario, serenos antes, sostienen después resueltamente su puesto en la acción. 
Podemos, pues, repetirlo: el valor es un justo medio respecto de las cosas que pueden inspirar al hombre temor o confianza en las condiciones que hemos indicado. El verdadero valor arrostra y soporta el peligro, porque el deber se lo impone, o porque sería vergonzoso sustraerse a él. Por lo demás, suicidarse por evitar la pobreza{63} o los tormentos del amor, o cualquier otro suceso doloroso, no es propio de un hombre valiente, y sí más bien de un cobarde. Huir del dolor y de las pruebas de esta vida es una debilidad; porque en este caso no se sufre la muerte porque sea cosa grande sufrirla; sino que se la busca únicamente, porque se quiere evitar el mal a todo trance. 
El valor es, por lo tanto, sobre poco más o menos, tal como queda bosquejado. 

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{62} Conviene comparar este análisis del valor con el hecho por Platón, especialmente en el Laques, en las Leyes, tomo I, y en la República, lib. IV. 
{63} Aristóteles condena el suicidio como lo habían hecho Platón y los pitagóricos.

capítulo IX
Especies diversas de valor

El lenguaje ordinario distingue aún otras especies de valor, pudiendo enumerarse cinco principales. En primer lugar está el valor cívico, que parece aproximarse más al que acabamos de describir. Los ciudadanos, como es fácil observar, arrostran todos los peligros para evitar los castigos o la infamia con que la ley los amenaza, o para conquistar las distinciones que promete. Y he aquí por qué los pueblos más bravos de todos son aquellos en que la cobardía infama y el valor honra. Tales son los héroes que canta Homero; por ejemplo, Diómedes y Héctor. Este exclama{64}: 
«Polidamas comenzará por hacerme cargos.» 
Y Diómedes: 
«Algún día el valeroso Héctor dirá a sus troyanos: 
He hecho huir a Diómedes.» 
Si el valor cívico se aproxima más que ningún otro a aquel de que hemos hablado en primer lugar, es porque, lo mismo que en este, su fundamento es la virtud producida por un noble pudor y por el deseo del bien. El valor cívico ambiciona el honor; y lo que teme es la censura, que sería vergonzosa. Podrían también colocarse en el mismo rango que los ciudadanos, los que se someten a la coacción que les imponen las órdenes de sus jefes. Sin embargo, están por bajo de aquellos, porque estos obran movidos, no por un pudor laudable, sino por el temor, y no huyen tanto de la deshonra como del castigo. Los jefes, dueños de sus inferiores, convierten sus ordenes en una necesidad, y así Héctor pudo decir{65}: 
«El que yo sorprenda huyendo lejos de los suyos, 
No podrá sustraerse al diente de mis perros.» 
Esto es lo que hacen también los generales cuando ordenan [78] que se castigue sin compasión a los soldados que retroceden, o cuando en otros casos colocan sus tropas delante de fosos u otros obstáculos de este género; siempre ejercen fuerza y coacción. Pero el hombre no debe ser valiente por violencia y necesidad; es preciso que sea bravo únicamente porque es bella cosa el serlo. 
La experiencia adquirida en ciertos géneros de peligros puede también producir los efectos del valor; y he aquí cómo Sócrates ha podido creer{66} que el valor es una ciencia. La experiencia puede hacer valientes en muchos y diferentes casos: por ejemplo, la de los soldados en las cosas de la guerra; porque hay muchas circunstancias en esta en que se desvanece el peligro gracias a los soldados experimentados, que descubren la realidad de una sola ojeada; y muchas veces, si parecen tan valientes, es porque los demás no saben precisamente lo que hay. Otro resultado de la experiencia es la infinidad de cosas que esta les enseña y que utilizan contra el enemigo, ya resguardándose ellos mismos, ya defendiéndose, ya atacando; merced todo a su hábito en el manejo de las armas, que les enseña los mejores medios para a la vez obrar y evitar accidentes. Casi podría decirse que combaten completamente armados contra gentes desarmadas, como los atletas de profesión contra los aficionados que no se ejercitan; porque en las luchas de este género no son los más valientes los que provocan con más gusto el combate, sino que son los que se reconocen más fuertes y tienen cuerpos más robustos. Los soldados se hacen cobardes cuando los peligros son mayores que lo que esperaban y se sienten demasiado inferiores en número y en recursos militares. Son entonces los primeros a huir, mientras que los simples ciudadanos permanecen en su puesto y saben morir en él. Este contraste se vio patentemente en Hermaeum{67}: los ciudadanos se avergonzaron de huir, y les pareció preferible la muerte a una salvación conseguida a costa de su honor. Los soldados se presentaron desde luego ante el peligro confiados en que eran los más fuertes; y cuando se apercibieron de que no era así, se [79] desbandaron al momento, temiendo la muerte más que la deshonra. Esto no lo hace el hombre de valor. 
Algunas veces se toma también por valor la cólera, que se confunde con él; se tiene por hombres valientes a los que sólo están animados por la cólera, a la manera que embisten las bestias feroces cuando se arrojan sobre los que las hieren. Si en este punto puede haber alguna equivocación, es que, en efecto, los valientes son muy propensos a encolerizarse; y además, no hay nada como la cólera para despreciar los peligros. Por esto Homero ha dicho{68}: 
«La cólera que siente ha redoblado sus fuerzas.» 
O bien: 
«Él despierta en su seno su fuerza y su cólera.» 
Y también: 
«Una viva cólera ha hinchado sus narices 
Y la sangre agitada hernia en su corazón.» 
Expresiones todas que pintan el comienzo y el estrépito de la cólera. 
Los verdaderamente valientes no obran sino movidos por el sentimiento del honor; la cólera no hace más que venir en su auxilio y ayudarles. Las bestias, por lo contrario, sólo tienen valor excitadas por el dolor; es preciso que se las castigue o que tengan miedo; y jamás se echan sobre el hombre cuando se las deja en paz en sus bosques o pantanos. Cuando se ven estrechadas por el sufrimiento o la cólera, entonces se arrojan al peligro sin apercibirse de nada de lo que les amenaza; pero esto no es obra del valor; de otro modo resultarla que los asnos mismos{69}, cuando tienen hambre, manifiestan valor; porque entonces, por más que se les castigue, no abandonan por eso el pasto. De igual manera los libertinos, arrastrados por sus deseos libidinosos, hacen con frecuencia las cosas más audaces. 
No puede, pues, decirse que los sentimientos que hacen que nos arrojemos violentamente al peligro, impulsados por la ira o por el dolor, constituyan el valor. Sin embargo, el valor que parece más natural es el que produce en nosotros la cólera; y se [80] convierte en verdadero valor cuando a la cólera se une la reflexión y elección libre de un fin racional. La cólera, por otra parte, es siempre un sentimiento que causa pena; la venganza, por lo contrario, es un placer. Puede dejarse uno arrastrar a la lucha por estas pasiones; pero esto no quiere decir que se tenga valor; porque entonces no es el honor ni la razón lo que nos determina; es la pasión. Todo lo que puede concederse es que estos sentimientos tienen alguna analogía con el valor. 
Tampoco es uno valiente cuando lo es por la esperanza y confianza en el éxito; porque sólo por haber conseguido frecuentes ventajas sobre numerosos enemigos, es como puede tenerse confianza en los momentos del peligro. El punto de semejanza entre ambos casos consiste en la seguridad y confianza que se tiene. Pero los hombres verdaderamente valientes sacan esta confianza de los motivos nobles que indicamos arriba; mientras que los otros, si se presentan tan resueltos, es porque se creen los más fuertes, y porque nada temen por sí mismos. Tales gentes se forjan las mismas ilusiones que los que se embriagan, y como estos están siempre llenos de esperanza; pero cuando la empresa sale mal, echan a correr. Por lo contrario, el hombre de verdadero valor, como hemos visto, arrostra todo lo que puede ser o parecer temible al corazón, porque es siempre digno arrostrar el peligro, así como cosa indigna no arrostrarlo. Por esto hay un mayor grado de valor en conservar la intrepidez y la serenidad en los peligros súbitos{70} que en los peligros previstos largo tiempo antes; porque la intrepidez en tal caso parece proceder más del carácter habitual que de una reflexión tenida tiempo antes para prepararse. Los peligros que se han previsto no pueden aceptar por consideraciones diversas y en nombre de la razón; pero sólo el hábito anteriormente adquirido es el que nos decide en los peligros imprevistos y repentinos. 
En fin, basta en ocasiones ignorar el peligro para parecer valiente. Los que sólo apoyan su firmeza en esta ignorancia, no se diferencian mucho de los que tienen valor, fundados en la esperanza del éxito; pero tienen menos mérito, porque ninguna cuenta tienen de sí mismos, mientras que los otros tienen alguna. Estos últimos, por lo menos, se mantienen firmes por [81] algunos instantes; pero los que lo hacen por ignorancia, tan pronto como ven que se han engañado y que las cosas aparecen distintas de como creían, se apresuran a huir. Esto fue lo que sucedió a los argivos cuando cayeron sobre los espartanos, creyendo que eran los habitantes de Sicione. 
Ya puede verse claramente, por lo que precede, cuáles son los hombres de verdadero valor y los que sólo tienen las apariencias del mismo. 

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{64} Canto XXII, v. 100. Canto VIII. 
{65} Aristóteles se equivoca al poner en boca de Héctor las amenazas que profiere Agamenon. Iliada, canto II, v. 391. Cita también estos versos en la Política, lib. III, cap IX, pero atribuyéndolos ya a Agamenon. 
{66} Véase el Laques y el Protágoras de Platón. 
{67} Hermaeum, lugar de la Beocia. Los soldados beocios se acobardaron, y los ciudadanos de Coronea, que habían cerrado las puertas de su ciudad para no poder entrar en ella huyendo, resistieron con valor y pelearon sin quedar uno vivo. 
{68} Iliada, canto XVI. Odisea, canto XXIV. El verso último no se encuentra en el texto actual de Homero. 
{69} Alusión a la famosa comparación de que se sirve Hornero para representar a Agax, tan poco turbado por los ataques de los troyanos, como lo es el asno hambriento por los golpes que le dan los muchachos para echarle del campo en que pasta. 
{70} Explicación muy ingeniosa de un hecho incontestable. En este concepto se admira tanto el valor de Fabricio, que no se conmovió a la vista repentina del elefante de Pirro.

capítulo X
Estimación del valor

Bien que el valor se refiera al miedo y a la confianza, no está, sin embargo, en la misma relación con estos dos sentimientos. Se manifiesta más en los casos en que hay que temer. En efecto, el hombre que en estas circunstancias conserva la sangre fría y permanece en frente del peligro como es debido, es más valiente que el que sólo tiene el mérito de distinguir bien los motivos que existan para estar tranquilo. Así, pues, cuando se soportan, como queda dicho, penas y dolores, entonces puede llamarse un hombre valiente; y de aquí que siendo el valor una cosa muy dura, el elogio que de él se hace es perfectamente justo; porque es más difícil sufrir el dolor que abstenerse del placer. Sin embargo, debe tenerse entendido que el fin del valor es siempre una cosa muy dulce, cuyo poderoso atractivo nos ocultan las circunstancias que rodean a aquel. Puede observarse fácilmente un fenómeno semejante en los combates de la gimnástica. El fin que se proponen los luchadores es ciertamente muy halagüeño: es el premio, son los honores lo que ellos ambicionan; pero los golpes que reciben son dolorosos, porque, sea como quiera, los luchadores son de carne y hueso. El trabajo que se toman no deja de ser muy penoso; y como son muchos los inconvenientes y el fin que se proponen de poca monta, parece que en todo esto no debe haber nada de seductor. Siendo esto así, y si puede decirse otro tanto del valor, la muerte y las heridas serán para el hombre valiente cosas penosas; y no se expondrá a las mismas sino forzado. Las arrostrará, porque es honroso hacerlo y el no hacerlo cosa indigna; pero [82] cuanto más perfecta sea su virtud, y por consiguiente más completa su felicidad, tanto más sentirá la muerte; porque para un hombre semejante la vida tiene todo su valor; como que se va a ver privado de los bienes más preciosos sabiendo todo lo que valen, y este es un dolor muy vivo. Y sin embargo, no por esto es menos valiente; quizá lo es más, porque prefiere a todos estos bienes el honor que se adquiere en los combates. Por lo demás, en el ejercicio de todas las otras virtudes la acción está muy lejos de proporcionar tampoco placer; y sólo puede tener cabida este en cuanto se fija la consideración en el objeto final. 
Nada impide, y téngase así entendido, que los soldados que no se mueven por tales sentimientos sean los más temibles y los más fuertes, siendo menos valientes y no teniendo ninguna otra cualidad; pues tales gentes están dispuestas a despreciar todos los peligros y ofrecer su vida por un pobre salario. 
He aquí lo que teníamos que decir acerca del valor; y con lo que se puede sin gran dificultad formar idea bastante exacta de lo que es.

capítulo XI
De la templanza

Hablemos de la templanza después del valor; porque son al parecer las dos virtudes de las partes irracionales del alma. 
Hemos dicho que la templanza es el justo medio en todo lo relativo a los placeres; se refiere menos directamente a los dolores, y no es de la misma manera en ambos casos. Por otra parte en los mismos objetos que ella se manifiesta el desarreglo que no tiene límites. Pero por el momento determinemos entre los placeres cuáles son aquellos a que se aplica la templanza más particularmente. Dividamos los placeres en placeres del alma y del cuerpo. Tomemos como ejemplo la ambición y el amor a la ciencia. Sin duda alguna, el que experimenta alguno de estos dos sentimientos, goza vivamente de la cosa que ama; pero su cuerpo no experimenta ninguna pasión, y su alma es más bien la que los percibe. No puede decirse, con relación a los placeres de este género, que un hombre es templado o intemperante; y lo mismo sucede respecto a todos los demás placeres que no son [83] corporales. Y así, los que gustan charlar y referir historias y pasan los días entregados a cosas fútiles, podemos llamarles con razón picoteros, pero no intemperantes, como tampoco a los que se afligen desmesuradamente con motivo de la pérdida de su dinero o de sus amigos. 
La templanza se aplica a los placeres del cuerpo, pero no a todos sin excepción; porque a los que gustan de los placeres de la vista y gozan, por ejemplo, con los que producen los colores, las formas y la pintura, jamás se les llama templados ni intemperantes. Sin embargo, podría sostenerse hasta cierto punto, que lo son; porque en los placeres de esta clase se puede gozar con medida o pecar también, ya por exceso, ya por defecto. La misma observación puede hacerse con relación a los placeres del oído. Nunca se ha creído que pudieran llamarse intemperantes a los que gozan con exceso de la música y de las representaciones escénicas, ni tampoco llamar templados a los que gozan de tales objetos hasta donde conviene. Tampoco podrá decirse con relación a los olores, a no ser indirectamente. No diremos que los que gustan del olor de las manzanas, de las rosas o de los perfumes que se queman sean intemperantes en materia de olores; más bien lo diríamos de los que gustan del olor de las esencias y de las viandas, porque los intemperantes gozan con estos olores en cuanto les recuerdan las cosas mismas que desean apasionadamente. también podrán verse otros que, cuando tienen hambre, se complacen sólo con el olor de los alimentos. Gustar de los placeres de este género es propio de un hombre intemperante; porque sólo el intemperante ansía vivamente todos estos objetos de goce. Los animales, distintos que el hombre, no conocen el placer que dan estas emociones sino de una manera indirecta; y así, los perros no tienen placer precisamente en sentir el olor de las liebres; pero sí le tienen muy grande en comerlas; y el olor es el que causa en ellos esta sensación. El león no tiene placer tampoco en oír el mugido del buey; pero tiene un placer en devorarlo; al oír su voz, ha comprendido que el buey estaba cerca; entonces es cuando la voz sola le ha causado placer; a la manera que no se regocija por ver o encontrar a un ciervo o una cabra salvaje»{71}, sino porque va a devorar su presa. [84] 
La templanza, según se ve, y la intemperancia se aplican a estos placeres que son comunes igualmente a todos los animales; y por esto se dice, que las pasiones de la intemperancia son indignas del hombre y que son brutales. Los sentidos a que responden estos placeres, son el tacto y el gusto; y aun el gusto desempeña un papel bien limitado o casi nulo; sólo puede servir para juzgar de los sabores. Esto es lo que hacen los catadores de vinos o los cocineros cuando gustan las viandas que preparan; pero ningún placer tienen en practicar esta prueba, o por lo menos no es en ella en la que los intemperantes encuentran su placer, sino que lo hallan en el goce mismo, que se produce mediante el tacto en los placeres de comer y beber, como en los que se llaman placeres de Venus. Así, un glotón célebre, Filoxenes de Erix{72}, deseaba que su garganta fuese más larga que la de una grulla, creyendo con razón que su placer de glotonería dependía sólo del tacto. El tacto, que es el más común de todos los sentidos, es el verdadero asiento de la intemperancia; y por esta razón debe aparecer tanto más reprensible; porque cuando el hombre se entrega a él, no es en tanto que hombre, sino como un animal: Hay, pues, algo de brutal en gozar de estos placeres, y sobre todo en entregarse a ellos exclusivamente. En este caso se pierden los placeres más dignos que puede producir el tacto; quiero decir, los que producen los ejercicios y las fricciones en los gimnasios con el calor vivificante que comunican; porque el tacto, tal como le goza el intemperante, no está en el cuerpo todo entero, sino solamente en ciertas partes del cuerpo muy especiales. 

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{71} Son las expresiones de que se sirve Homero, Iliada, canto III, v. XXII, para pintar la alegría de un león que estaba a punto de poder matar el hambre. 
{72} Erix era una ciudad de Sicilia; y la cocina siciliana tenía fama en la antigüedad.

capítulo XII
Más sobre la templanza

Entre los deseos que pueden apasionar al hombre, unos son evidentemente comunes a todos los seres; otros nos son particulares y adquiridos como resultado de un acto de nuestra voluntad que nos los impone. El placer del alimento, por ejemplo, es [85] puramente natural, porque todo hombre desea el alimento, seco o líquido, cuando experimenta necesidad. Muchas veces siente a la vez estos dos deseos, como siente también, añade Homero{73}, «el deseo de una compañera, cuando es joven y está en todo el vigor de la edad.» Pero no experimentan todos indistintamente tales o cuales deseos, porque no tiene todo el mundo los mismos gustos; y he aquí cómo en esto ya se descubre que hay algo que es nuestro; lo cual no impide por otra parte que el deseo sea en el fondo perfectamente natural. Los placeres de los unos no son los placeres de los otros; y para cada uno de nosotros hay ciertas cosas que son más dulces que otras tomadas a la ventura. En punto a deseos naturales es muy raro el pecar, y aun las más veces sólo en un sentido se peca, es decir, por exceso. Así, comer o beber los alimentos, aun los más vulgares, hasta satisfacerse con exceso, es ir, atendida la cantidad que se toma, más allá de todo lo que la naturaleza reclama, puesto que esta se contenta con darnos el simple deseo de satisfacer la necesidad. Por esto se llaman glotones y gastrónomos a los que satisfacen este deseo más allá de lo necesario; y estas son siempre naturalezas innobles que se degradan por este vicio. 
Pero las faltas, y muy diversas, que cometen la mayor parte de los hombres, recaen principalmente sobre los placeres especiales; porque aquellos a quienes se dan calificaciones tan diferentes, según las pasiones que les arrastran, se hacen culpables, ya por amar cosas que no deben amarse, ya por amarlas sin límites, ya por gozar de ellas groseramente como el vulgo, ya por gozar como no deben o en un momento poco oportuno. Los intemperantes cometen excesos bajo todos estos puntos de vista; tan pronto se complacen en ciertas cosas en que no deberían complacerse, porque son detestables; tan pronto, si recaen en cosas cuyo goce es lícito, lo llevan más allá de los justos límites y gozan como pudieran hacerlo las gentes más groseras. 
Esto basta para que se vea muy claramente, que la intemperancia es un exceso en punto a placeres y que es reprensible. 
En cuanto a los dolores, no basta, como en el valor, saber sufrirlos para merecer el título de templado; y no saber sufrirlos, para merecer el de intemperante. El intemperante en este caso es el hombre que se aflige más de lo regular por no tener lo que [86] le satisface; y en este sentido puede decirse que es el placer el que causa su pena. De otro lado se granjea el nombre de templado y de prudente aquel a quien no afligen la ausencia del placer y la privación que sufre. Por lo contrario, el intemperante desea con ardor todo lo que puede agradarle, y sobre todo lo que más le agrade; su pasión solamente le conduce y le arrastra a preferir el objeto de sus deseos al resto de las cosas que sacrifica. Además, siente el dolor más vivo durante todo el tiempo que desea y mientras le falta el objeto que ambiciona; porque el deseo va siempre acompañado de un sentimiento de dolor; aunque confieso que realmente es extraño decir que el placer crea el dolor. 
En punto a placeres, son pocos los que pecan por defecto, y que gocen menos que lo que conviene. Semejante insensibilidad no pertenece apenas a la naturaleza del hombre. Los demás animales, por lo menos, disciernen sus alimentos, gustan de los unos, rechazan otros; pero si hay un ser para quien nada es objeto de placer y que experimente respecto de todas las cosas una completa indiferencia, este ser está por completo fuera de la humanidad. No hay nombre para el, porque de hecho no existe. 
El hombre prudente y templado sabe mantenerse en el medio conveniente; no gusta de esos placeres que apasionan tan violentamente al intemperante; y siente más bien repugnancia a semejantes desórdenes. En general, no goza de lo que no debe gozar; no goza con furor de ninguna cosa; así como no se aflige desmedidamente a causa de una privación. Sus deseos son siempre igualmente moderados, y no traspasa jamás los justos límites; no alimenta tampoco aspiraciones intempestivas; y en general evita todas las faltas de este género. Busca con mesura y de una manera conveniente todos los placeres que contribuyen a la salud y al bienestar; aprovecha los demás que no dañen a estos, y que no son inconvenientes, ni están fuera del alcance de su fortuna. El que se condujera de otra manera, estimaría tales placeres más que lo que valen; pero el hombre prudente no tiene tal debilidad y sólo hace lo que dicta la recta razón. 

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{73} Iliada, canto XXIV.

capítulo XIII
Comparación de la intemperancia con la cobardía

La intemperancia al parecer es un acto más voluntario que la cobardía; es producido por el placer, mientras que la cobardía es siempre causada por un dolor; y el hombre busca el primero de estos dos sentimientos, mientras que huye del segundo. Añádase a esto que el dolor trastorna y destruye la naturaleza del ser que le sufre, al paso que el placer no produce nada semejante y depende más de nuestra voluntad; y he aquí por qué se nos puede hacer respecto a él cargos más legítimos. también nos habituamos más fácilmente a las sensaciones que produce; como que las ocasiones de placer que se presentan en la vida son numerosas, y estos hábitos no parecen peligrosos; mientras que sucede todo lo contrario con los objetos que inspiran temor. Sin embargo, la cobardía no se presenta igualmente voluntaria en todos los casos, cuando se la examina con más detención. Si directamente no es un dolor, por lo menos las circunstancias que la rodean causan una pena que pone al hombre fuera de sí; le obligan hasta arrojar sus armas y cometer otros actos igualmente deshonrosos; y esto es lo que hace que parezca entonces como una verdadera violencia. Respecto del intemperante, sucede todo lo contrario; todos los actos particulares a que se deja arrastrar son voluntarios, puesto que son el efecto de su deseo y de su inclinación. Pero el resultado general lo es menos; porque nadie desea ser intemperante y desarreglado. La misma palabra de intemperancia y de desorden incorregible aplicamos a las faltas de los niños, porque tienen analogía con aquellas. Poco importa saber en este momento cuál de las dos faltas ha dado su nombre a la otra; pero es evidente que cronológicamente la segunda ha recibido su nombre de la primera. Y al parecer no sin razón se ha torcido así el sentido de esta palabra; porque conviene templar y corregir todo lo que puede hacer nacer el gusto por las cosas bajas y desenvolverse en seguida de una manera fea; que es el caso precisamente en que se hallan el deseo y el joven. Los jóvenes sólo viven del deseo y de la pasión, y nada iguala en ellos al amor desenfrenado por el placer. Luego si esta parte del alma no es [88] dócil ni se somete a la que debe mandarla ella puede caminar muy lejos; porque el gusto del placer es insaciable y se reproduce por todas partes en el corazón del insensato que no se conduce según la razón. Además, toda satisfacción del deseo aumenta el hábito moral correspondiente, y una vez que estas pasiones se han agrandado y se han fortificado hasta la violencia, rechazan por completo hasta la razón. Es preciso, pues, que los deseos sean siempre moderados, poco numerosos y que no tengan en sí nada que sea contrario a la razón. Cuando se obedecen las ordenes de esta, entonces puede decirse que el hombre es dócil, obediente y templado; y esta sumisión que el joven debe mostrar en toda su conducta a las ordenes de su preceptor, es la misma que en nosotros debe prestar siempre la parte apasionada del alma a la razón. Y así, en el hombre templado la parte apasionada de su ser no debe concebir jamás otros deseos que los que sean conformes a la razón que los aprueba; porque el sabio, como la razón, no tiene otro fin que el bien; sólo desea lo que debe desear, como debe desearlo, y cuando debe desearse; y esto es precisamente lo que la razón ordena. 
He aquí todo lo que teníamos que decir acerca de la templanza.

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