Los sufrimientos de la bella Aurora empezaron cuando se enamoró de Marte. Hasta ese momento, era una joven serena. Y la pasión le acarreó la venganza de Venus, diosa de la belleza, que era desde hacía tiempo la amante del temido guerrero.
Celosa, Venus convirtió a Aurora en una criatura inquieta, que buscaba siempre la saciedad nunca encontrada en cada inmortal o mortal que se convertía en blanco de sus afectos.
Permanecía con el elegido sólo mientras duraba la juventud de este. Y cuando le llegaba la vejez, o simplemente la fatiga, Aurora lo abandonaba fríamente, sin preocuparse de la soledad que lo atormentaría, o de la nostalgia que le consumiría el alma.
Ser amado por Aurora significaba una maldición. Una constante inquietud.
Cuando encontró a Tithonós, el hermoso hermano de Príamo, rey de Troya, la diosa de la mañana se enamoró inmediatamente de aquel hombre.
Otra vez, temerosa de perder al ser amado, Aurora emplea su habitual método violento, el único que le proporciona la seguridad deseada: rapta al joven y se lo lleva a un país lejano, donde nadie lo conoce.
Elige a Etiopía, lugar lleno de misterios, propicio a los grandes amores. Deseando la inmortalidad para su compañero, le pide a Júpiter que conceda a Tithonós el don de la vida perenne.
Pero en su impaciencia, olvida pedir también para él la perpetua juventud.
Y ahí surge la tragedia. Como toda criatura humana. Tithonós envejece un día. Lo que no sería tan terrible si no fuera inmortal.
Los años pasan. El amante impetuoso deja lugar a un viejo exhausto, que busca sólo el sosiego del sueño y del olvido.
Aurora mira la figura que otrora la deslumbró por su osadía y su fuerza. La cara ahora está arrugada, apática, sombría.
Los ojos ya no parecen fijarse en punto alguno del espacio. El cuerpo no se mueve. Ni siquiera consigue alimentarse. Tithonós es sólo cansancio: inmenso, penoso cansancio.
Senil, inútil, acaba encerrándose en un cesto de mimbre y pidiendo la muerte al mismo dios que, desgraciadamente, lo convirtiera en inmortal.
Sin fuerzas, Tithonós se va debilitando en su soledad, muerto en vida, hasta que Aurora, compadecida, lo transforma en cigarra.
Cortos fueron los años jóvenes. Pero dejaron frutos: Emathion y Memnon, los dos hijos de la pareja, reyes poderosos que vencieron en muchas guerras y amaron mucho. Y, como no eran inmortales, perdieron la vida en batallas. No conocieron la angustia, como su padre, de ver su nombre transformado en símbolo de decrepitud por todos los tiempos.
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