"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

sábado, 10 de abril de 2010

REFLEXIONES SOBRE JESUS - PARTE III (e): LAS ENSEÑANZAS DE JESUS EN EL DOCUMENTO Q

REFLEXIONES SOBRE JESUS
PARTE III (e)
LA ENSEÑANZA DE JESÚS, EN EL
DOCUMENTO Q

por César Vidal Manzanares

Al igual que sucede con la persona de Jesús, su enseñanza ha sido desfigurada en multitud de ocasiones con la finalidad de amoldarla a un esquema eclesiológico concreto o de privarla de algunos aspectos que no se consideran especialmente adecuados para el paladar del público al que se dirigen. No siempre hay mala fe detrás de conductas de este tipo. En
muchos casos, simplemente se pretende hacer más accesible a un sector determinado lo que se considera que es esencial en el mensaje de Jesús. Pero, con ello, se está haciendo un flaco servicio a la causa de la veracidad.
Por otro lado, es algo que nunca puede permitirse un historiador. La misión de éste consiste en transmitir la información que encuentra en las fuentes prescindiendo de que la misma encaje o no con lo que puede resultar atractivo o repulsivo para el hombre de su tiempo. El enfrentamiento con este tipo de situación es algo que encontraremos al analizar a continuación la enseñanza de Jesús en el Documento Q.

1. La Nueva Era y los poderes del mal
La primera característica de la enseñanza de Jesús, como ha sido recogida en Q, es que éste consideró que su época era central para la historia universal. Posiblemente iniciada con la recepción del Espíritu Santo por Jesús en el momento de su bautismo (Q 3, 16 b), en ella había venido el Reino (Q 17, 20–21).
Quizá lo más chocante de toda la visión de Jesús es que la misma estaba impregnada hasta la médula de una perspectiva espiritual. Existían fuerzas del bien y del mal, problemas y causas de los mismos, pero todos eran puramente espirituales. Quizá alguien esperaría ver a Jesús culpando de los males de su tiempo al imperialismo romano o a la pésima distribución de la riqueza en la Palestina de su época, pero apenas puede encontrarse una imagen más lejana de la realidad que ésa.
Sin duda, puede provocar malestar en una época de secularismo (al menos, aparente) como la nuestra enfrentarse con una cosmovisión de este tipo, pero lo cierto es que, para Jesús, el adversario número uno es el Diablo y sus huestes demoníacas. Quien se enfrenta a Jesús en el desierto no es la crisis de identidad, la angustia vital o la duda. Según Q4, 2–13, es Satanás en persona tentándole con sugerencias muy concretas, y no resulta lícito ver como simbólico desde nuestro siglo algo que en el siglo I d. de C, se interpretó como rigurosamente literal. Podrá convencernos o no, pero no
es honesto alterarlo para que encaje mejor en nuestras propias ideas o prejuicios.
La misma política es descrita también en Q como un sistema controlado por Satanás. El Diablo, bastante interesado en llevar a Jesús a su terreno, le ofrece el dominio de todos los reinos de la tierra que él posee por derecho propio (Q 4, 5–7). Ninguno de los dos discute en el Documento Q tal afirmación. Los dos son conscientes de que es verdad.
Es precisamente por esto por lo que buena parte del ministerio de Jesús está relacionado con la expulsión de demonios. (1) Los demonios no pueden enfrentarse con expectativas de éxito a Jesús (Q 10, 18–20) y en Q 11, 14 ss se nos dice incluso como la realidad de tal práctica era admitida por sus propios enemigos, si bien éstos la achacaban a algún pacto de tipo satánico establecido entre Belcebú y Jesús. Éste, por el contrario, les contesta que sus expulsiones de demonios son una prueba de que el Reino de Dios ya ha llegado.
No, Jesús, no parece haberse tomado a la ligera la cuestión de la existencia de seres demoníacos. Q 11, 24–26, incluso enseña que los mismos, si no son sustituidos por la aceptación del mensaje que Jesús predicaba, pueden regresar después de haber sido expulsados de alguien y que, entonces, la situación del infeliz sería mucho peor.
La segunda gran fuerza del mal que Jesús percibe como enemiga suya es la auto–justificación religiosa. Hoy en día, también existe un sentimiento generalizado de aprecio (o desprecio) por todas las religiones en conjunto. Todas tienen cosas buenas y malas, podría decir el hombre de la calle. La enseñanza de Jesús reflejada en Q es que toda aquella teología o práctica religiosa que no apuntara a él como camino de salvación y, por el contrario, buscara ésta en las propias obras era condenable.
Las referencias en Q son muy numerosas. Jesús arremete contra aquellos que abruman a la gente con preceptos religiosos (Q 11, 46); que gustan de los primeros lugares y de la pompa en las celebraciones religiosas (Q 11, 43); que han monopolizado la enseñanza de la Palabra de Dios pero sin enseñar al pueblo ni tampoco aprender ellos (Q 11, 52); que obedecen reglas externas de limpieza ritual pero no se han preocupado de que su corazón sea limpio (Q 11, 37–39a); que se centran en preceptos legalistas olvidando lo más importante de la ley de Dios, Su justicia y Su
amor (Q 11, 42); y que están dispuestos, en suma, a acabar con todos aquellos que se les opongan directamente (Q 11, 43–54).
Que este tipo de enseñanza debió crearle enemigos a Jesús es algo que cuesta negar. Por un lado, identificaba detrás de la maldad un impulso diabólico. El hombre seguía siendo responsable pero no por ello era menor la influencia demoníaca sobre él. Por otro lado, insistía –y esto era más grave– en que para acercarse a Dios había que ir a través del Hijo, que es el único que lo conoce (Q 10, 21–22) y no dejarse enredar por otros mensajes
religiosos.
En otras palabras, existía una realidad negativa controlada por el Diablo pero, a la vez, estaba la realidad positiva del Reino que se percibía en las obras de Jesús, fundamentalmente expulsiones de demonios (Q 17, 20–21) y curaciones (Q 13, 32). De hecho, cuando los discípulos de Juan el Bautista acudieron a Jesús para preguntarle si era el que había de venir, la respuesta de Jesús fue contundente: curaba enfermos y expulsaba demonios y bienaventurado aquel que no se escandalizara de él (Q 7, 21). Por lo tanto, sería correcto decir que Jesús sé enfrentaba con el mal, pero el punto de controversia viene cuando descubrimos que el mal combatido por Jesús dista mucho de encajar en nuestros parámetros mentales.

2. La decisión
Aún más chocante para la mentalidad contemporánea es el segundo aspecto de la enseñanza de Jesús. Si, por un lado, insistía en que existía una lucha feroz entre el mal (Satanás y sus acólitos) y el bien (Jesús y el Reino iniciado por él), por el otro pretendía que todo el mundo debía tomar partido en semejante confrontación y que no podían existir personajes neutrales en la lid. Ése es, sin lugar a duda, el elemento que resulta más patente en todo el Documento Q. Jesús, con unas pretensiones de autoridad sin paralelo, insiste en que el hombre tiene que tomar partido por él y que
no hacerlo sólo puede terminar en desastre.
El tipo de persona que se acercara resultaba indiferente. De hecho, Jesús partía de la base –como evidencian las parábolas de la oveja perdiday de la dracma perdida (Q 15, l–7 y Q 15, 8–10)– de que todos se habían extraviado y que su misión era recuperarlos. Como ha recogido el Evangelio de Lucas 5, 31–2, al igual que el médico atiende a los enfermos y no a los sanos, él había venido a buscar a los pecadores y no a los justos. De hecho, estaba dispuesto a abrir las puertas del Reino a los que no eran judíos si tenían la fe suficiente como para aceptar la oferta. Tal y como señala Q 13, 28 ss, lo dramático iba a ser que muchos judíos, los «hijos del Reino», se iban a quedar fuera, mientras que no–judíos venidos de los cuatro puntos cardinales estarían a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob.
El relato del centurión de Cafarnaum, cuyo criado fue sanado por Jesús, es otro ejemplo de esta misma perspectiva (Q 7,2–10). Jesús llamaba a todos y, muy especialmente, a los perdidos y extraviados, una expresión que debemos considerar extensible a todos por cuanto aquellos que se consideraban buenos, al estilo de los fariseos, eran los que más lejos estaban de poder entrar en el Reino. (2) ¿Qué sucedería con los que se excusaran, con los indiferentes, con los apáticos? Jesús da respuesta a esa pregunta en la parábola del banquete (Q 14, 15 ss), así como en otros pasajes: se quedarían fuera y padecerían el suplicio del infierno (Q 10, 15; 12, 5).
Ni siquiera Israel, el milenario pueblo de Dios, podía esperar otro juicio. Se le pediría cuenta de los profetas rechazados (Q 11, 49–51) y, finalmente, su Templo en Jerusalén sería arrasado (Q 13, 34–5) por no haber escuchado a Jesús.
Puede que una visión como ésta no encaje con el retrato acaramelado (y radicalmente falso) que algunas personas transmiten acerca de Jesús. Ya hemos hecho referencia a cómo cada época se forja su retrato de Jesús y la nuestra no es una excepción. Dado que la tolerancia y la permisividad son dos valores especialmente apreciados en nuestro tiempo, pensamos que lo mismo sucedería con Jesús, pero es el que nos proporcionan las fuentes y, en este caso, el Documento Q. Jesús había venido a enfrentarse con las fuerzas demoníacas y a salvar a los perdidos. Habría gente que se excusaría, que no respondería o que consideraría suficiente (o incluso superior) su propia práctica religiosa. Estos debían saber que tal actitud no sólo no era aceptable sino que además tendría como única cosecha la ruina eterna.

3. La nueva vida
Si el aceptar a Jesús y seguirlo tenía como consecuencia la posesión del Reino que, un día, sería consumado, ¿qué significaba seguir a Jesús en términos prácticos?
No parece que Jesús fuera un legalista al uso. Ciertamente, insistió en la importancia de orar y enseñó a sus discípulos cómo hacerlo (Q 11, 1– 4; 11, 5–13), incluso dio por bueno y vigente el contenido de la Torah (Q 16, 17). Pero, al lado de esto, se manifestó intolerablemente flexible en lo que al sábado se refería (Q 14, 1–6) y subordinó el mandato del diezmo a las cosas más importantes de la Ley de Dios, Su justicia y Su amor (Q 11, 42).
Del Documento Q se desprende que Jesús parece haber concebido la vida de sus seguidores –que sólo eran los que habían reconocido su situación pecaminosa y habían acudido a él arrepentidos y dispuestos a seguirle– girando en torno a tres ejes: la presencia del Espíritu Santo, la fe en el cuidado de Dios y el amor en un sentido radical del término.
Era una creencia común en la época de Jesús la de que ya no existía revelación del Espíritu Santo y que ésta quedaba reservada para los tiempos finales. (3)
El concepto de Espíritu Santo (también Espíritu de Dios, Espíritu de Yahveh o simplemente Espíritu) no era nuevo en el judaísmo. De hecho, podía retrotraerse al Antiguo Testamento donde aparece, (4) en ocasiones, como un poderoso impulso procedente de Dios (Jueces 13, 25; 14, 6); pero al que, en otros casos, se le atribuyen propiedades que presuponen una clara personalidad (I Samuel 10,10; 11, 6; 19,20), siendo incluso difícil no ver en el mismo una hipóstasis del mismo Dios (II Samuel 23, 2; Nehemías 9, 20; Salmo 104, 30; 139, 7; Isaías 40, 13; Ezequiel 8, 3; 11, 5; etc.). Esto último es claramente palpable en la literatura sapiencial (Job 32, 8; 33, 4; Sabiduría 1, 7; 8, 1; (5) etc.).
Tampoco eran novedosas las referencias acerca del hecho de cómo ese Espíritu se iba a derramar sobre toda carne en los últimos días extendiendo su acción a sectores inimaginables de la misma como las mujeres, los jóvenes, los ancianos o los esclavos (Joel 3), habitando en los corazones de los fieles (Ezequiel 36, 27; 37, 14).
El Documento Q muestra cómo Jesús ordenó a sus discípulos que pidieran el Espíritu Santo en la oración (Q 11, 13), ya que era lo mejor que podían recibir de Dios. Asimismo, resulta obvio (Q 10, 9 ss) que Jesús esperaba que sus discípulos predicaran su mensaje, pero que, a la vez, esa predicación fuera unida a fenómenos pneumáticos (6) como la curación de enfermos. El Espíritu Santo debía ser su guía (Q 12, 11–12), aunque podrían estar seguros de que la gente blasfemaría contra el mismo (Q 12, D 10). Lo primero, pues, que debía caracterizar a los seguidores de Jesús era
una vivencia del Espíritu Santo que tendría como resultado manifestaciones de poder, pero de un poder espiritual, pneumático.
Esta vivencia tenía que manifestarse asimismo en una fe absoluta en el cuidado divino. El discípulo (Q 12, 22 ss) no debería agobiarse por el día de mañana ni tampoco por las posesiones materiales o su seguridad personal. Si estaba viviendo la vida del Reino, debía confiar en que el Dios que se hacía cargo de vestir a las flores o alimentar a los pájaros haría lo mismo con él. Lo que primero debía buscar el discípulo era el Reino de Dios y una justicia digna del mismo. Lo otro ya lo daría Dios (Q 12, 31).
Finalmente, el discípulo debía llevar una vida de amor, entendiendo éste de una manera muy específica. Para empezar, el amor debería hacerse extensivo a los enemigos (Q 6, 27). No cabe duda de que esta enseñanza es propia de Jesús y no se da en ninguna otra enseñanza moral. Como mucho, tanto judíos como no–judíos habían llegado a la fórmula, por otro lado admirable, de «no hagas a otro lo que no deseas que te hagan a ti». No es extraño porque, a fin de cuentas, ¿quién tiene deseo –no digamos capacidad humana– de amar a sus enemigos?
Pero la enseñanza de Jesús iba mucho más allá. Implicaba amar al enemigo, hacer el bien a los que nos aborrecen, bendecir a los que nos maldicen, orar por los que nos denigran y renunciar a todo tipo de violencia incluida la defensiva. Se podrá argumentar, y así lo hizo en su día J. Klausner, (7) que «esta ética individualista y extremista... ni la sociedad, ni el Estado, ni la nación estaban en condiciones de soportar(la)». Tal objeción es válida y, a juzgar por las fuentes, se corresponde con una interpretación rigurosamente exacta de la enseñanza de Jesús. Ciertamente, no hay Estado que pueda mantenerse en el principio de ofrecer la otra mejilla, orar por los enemigos o bendecir al que lo denigra. Pero, con todo, ése es un tema que no debió preocupar a Jesús, quien consideraba que todos los gobiernos
estaban bajo el control del Diablo (Q 4, 5 ss).
Él se consideraba investido de una autoridad divina y presentaba ante el ser humano la opción de aceptarlo o rechazarlo. El que lo aceptara tendría que llevar una vida con arreglo al carácter del Dios predicado por Jesús, un Dios que era bueno y misericordioso incluso con los malos (Q 6, 35 y Q 6, 36), y cuya mayor prueba de amor era que Jesús había venido en busca de los que se habían extraviado (Q 15, 4–7 y Q 15, 8–10). El uso de la violencia quedaba, por lo tanto, descartado.

4. El regreso del Hijo del hombre y la consumación de los tiempos
A todo lo anterior, hay que unir el hecho de que el Documento Q nos presenta la enseñanza de Jesús acerca de la consumación de los tiempos. Que Jesús previo un tiempo intermedio, de duración indeterminada, entre el inicio de su predicación y su regreso como Hijo del hombre para juzgar al mundo es algo que resulta difícil de cuestionar. (8) Parábolas, como las del grano de mostaza y la levadura, que aparecen en Q 13, 18–21, hacen referencia a un inicio sencillo del Reino que sólo con el paso del tiempo llegaría a su consumación definitiva. No era original en este punto de vista porque el judaísmo también creía en un mesías que se manifestaría, para luego desaparecer y quedar oculto, y regresar finalmente. De nuevo, su originalidad radicó en afirmar que el personaje en cuestión era él.
En ese tiempo intermedio, deberían de producirse dos hechos de especial importancia. El primero sería el rechazo y la muerte de Jesús, mencionado en Q 17, 25. A menos que esto aconteciera, no se produciría la consumación. Como ya vimos en un capítulo anterior, esta visión era algo también presente en el canto del Siervo de Isaías 53. Hasta que éste no hubiera muerto en expiación por los pecados, ni vería «luz», ni disfrutaría del resultado de su esfuerzo.
El segundo acontecimiento sería una persecución (Q 17, 22 ss) de los discípulos, una persecución en medio de la cual se les intentaría desorientar con anuncios falsos o de perspectivas engañosas. Si ellos se mantenían fieles, podrían contemplar el triunfo del Hijo del hombre en su venida.
La consumación sería entonces total. Los apóstoles juzgarían a las Doce tribus de Israel (Q 22, 28–30) y los que hubieran aceptado el ofrecimiento de Jesús reinarían con él recibiendo su recompensa en los cielos donde ya estaban escritos sus nombres (Q 6, 23; 10, 20; 12, 33). Para aquellos que no hubieran aceptado a Jesús o que se hubiesen apartado de la fidelidad plena a sus enseñanzas en este periodo intermedio sólo quedaría la horrible expectativa del juicio y la condenación (Q 10, 13–15; Q 12, 4–6; Q 17, 22 ss).

Conclusión
La enseñanza de Jesús, de acuerdo al Documento Q, se nos aparece cargada de sencillez y, al mismo tiempo, cubriendo todos los ángulos de la vida. De acuerdo con la misma, la Humanidad yace bajo el control, más o menos evidente, del Diablo y sus demonios. Esta dinámica, sin embargo, venía a romperse con el inicio del ministerio de Jesús, un ministerio acompañado necesariamente de milagros y expulsiones de demonios que evidencian que el Diablo está siendo vencido y que el Reino ha llegado.
Pero la enseñanza de Jesús no se limita a enfrentarse con el Diablo. Insiste en que el ser humano está en una situación de extravío y de perdición. Él precisamente había venido para reunir a todos los extraviados, aunque fueran no–judíos, a fin de llevarlos a Dios. Frente a esa llamada sólo cabe una respuesta: el arrepentimiento. La palabra griega original, «metanoia», implica un cambio radical de mentalidad y no cabe la menor duda de que no era menos lo necesario para acometer el destino de seguir a Jesús.
Aquel que optara por el arrepentimiento, por el volverse hacia Dios, por seguir a Jesús, entraría, según el Documento Q, en una dinámica vital diferente. Se convertiría en lo que, con expresión lucidísima, J. Driver denominó «militantes para un mundo nuevo». (9) Se trataría de una vivencia estrecha de la presencia del Espíritu Santo, de una confianza absoluta en la Providencia y de un amor tan ilimitado que incluiría al enemigo y rechazaría la violencia incluso en su forma defensiva. No se puede negar que esto implicaría una forma de vida que no puede ser sostenida por medios humanos y que, seguramente, Jesús consideró posible sólo en la medida en que existiera una relación muy fuerte con Dios, precisamente el Dios cuyo carácter debían manifestar los seguidores de Jesús que vivieran la vida del Reino.
Este Reino se consumaría un día con el regreso del Hijo del hombre. Como el grano de mostaza que se convierte en árbol, como la levadura que llena toda la masa, un día ese Reino se implantaría en toda la tierra. Entonces el drama cósmico llegaría a su fin, porque los que hubieran aceptado la llamada, judíos y no–judíos, se sentarían a la mesa del banquete celestial, y los que no lo hubieran aceptado serían castigados eternamente.
Pero antes de que todo llegara a su consumación, el Hijo del hombre debería ser rechazado y morir llevando el pecado de los hombres sobre sí mismo; el Templo de Jerusalén debía ser asolado y los discípulos pasar por períodos de prueba en los que ansiarían el retorno de Jesús y escucharían engañosos cantos de sirena. Que aquel mensaje se mantuvo vivo entre los primeros seguidores de Jesús es indiscutible. Los mismos oraban a Jesús con fervor en el curso de sus reuniones específicas utilizando una expresión preñada de significado: «Maranaza» (Ven, Señor).

Notas:
(1) En puridad, no puede calificarse de «exorcismo» tales actos. El exorcismo requiere un ritual mínimamente elaborado. En el caso de Jesús, se nos dice que los demonios salían mediante una simple
(2) Un análisis muy lúcido de esta cuestión en J. Jeremías, La promesa de Jesús para los paganos, Madrid, 1974
(3) Al respecto ver: Salmo 74, 9; Apocalipsis de Baruc 85,1–3; Tosefta de Sota 13,2. Estudios sobre el tema en Strack–Billerbeck, Oc, IV–2, pgs. 1229 ss y H. Gunkel, Die Wirkungen des Heiliges Geistes nach der populären Anschauung des apostolischen Zeit und der Lehre des Apostels Paulus, 1909, pgs. 50 ss.
(4) P. van Immschoot, «L'action de l'esprit de Jahvé dans l'Ancien Testament» en Rev. Sc. ph. th, 23, 1934, pgs. 553–587; Idem, «L'Esprit de Jahvé source de vie dans l'Ancien Testament» en Revue Biblique, 44, 1935, pgs. 481–501; Idem, «L'Esprit de Jahvé et l'alliance nouvelle dans l'Ancien Testament» en Ephem. Théol. Lovan, 22, 1936, pgs. 201–226; Idem, «Sagesse et Esprit dans l'Ancien Testament» en Revue Biblique, 47, 1938, pgs. 23–49; D. Lys, Ruach: le Souffle dans l'Ancien Testament, París, 1962; Y. Congar, El Espíritu Santo, Barcelona, 1983, pgs. 29 ss.
(5) De hecho, es difícil saber si el libro de la Sabiduría no llega a identificar a ésta con el Espíritu. En cualquiera de los casos, ambas realidades presentan un contenido hipostático. Al respecto, ver: D. Colombo, «Pneuma Sophias eiusque actio in mundo in Libro Sa–pientiae» en Studii Biblici Franciscani Liber Annuus, I, 1950–1, pgs. 107–60; C. Larcher, Études surle Livre de la Sagesse, París, 1969, pgs. 329–414; M. Gilbert, «Volonté de Dieu et don de la sagesse (Sg 9, 17 sv)» en Nouvelle Revue Théologique, 93, 1971, pgs. 145–66.
(6) El término deriva de «pneuma» (Espíritu). Serían por lo tanto aquellos fenómenos cuyo origen puede retrotraerse al Espíritu Santo.
(7) J. Klausner, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971, p. 405.
(8) En este mismo sentido, ver: F. F. Bruce, New Testament History, Nueva York, 1980, p. 177.
(9) J. Driver, Militantes para un mundo nuevo, Barcelona, 1977.


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