Aristóteles
Moral a Nicómaco
Libro IV de X
Análisis de las diferentes virtudes
Indice
Capítulo I. De la liberalidad.
Capítulo II. De la magnificencia.
Capítulo III. De la magnanimidad.
Capítulo IV. Del justo medio entre la ambición excesiva y la completa indiferencia respecto de la gloria.
Capítulo V. De la mansedumbre, medio entre la irascibilidad y la indiferencia.
Capítulo VI. Del espíritu sociable.
Capítulo VII. De la veracidad y de la franqueza.
Capítulo VIII. Del donaire en el decir.
Capítulo IX. Del pudor y de la vergüenza.
capítulo I
De la liberalidad
Después de la intemperancia hablemos de la liberalidad, la cual puede decirse que es el medio prudente en todo lo relativo a la riqueza. Cuando se alaba a alguno por ser liberal y generoso, no es por sus altos hechos como militar, ni a causa de lo que se admira en el como sabio, ni por su equidad en los juicios; sino por la manera cómo da y recibe las riquezas, y sobre todo, por lo primero. Llamamos riqueza a todo aquello cuyo valor se gradúa por la moneda y el dinero. La prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos en lo que concierne a las riquezas. Se aplica siempre la idea de avaricia a los que dan más importancia que la debida a los bienes de fortuna. Pero a veces se mezcla la idea de prodigalidad con la de intemperancia, poniendo una en lugar de la otra; porque llamamos también pródigos a los que, no sabiendo dominarse, gastan locamente para satisfacer su intemperancia. Estos nos parecen los más viciosos, porque, en efecto, reúnen muchos vicios a la vez; mas, sin embargo, el nombre de pródigos que se les da, propiamente no les conviene. El verdaderamente pródigo sólo tiene un vicio completamente especial, el de disipar su fortuna; el pródigo, como lo indica la etimología misma del término en la lengua griega, es el que se arruina por su gusto. La disipación [90] insensata de sus propios bienes es una especie de destrucción de sí mismo; puesto que sólo se vive con lo que se tiene. Este es el sentido verdadero en que debe entenderse la palabra prodigalidad.
Pero a todas las cosas de que puede disponer el hombre puede darse un destino bueno o malo; y la riqueza es una de estas cosas. Se sirve lo mejor posible de una cosa, cuando se posee la virtud especial que corresponde a esta cosa; y el que tiene la virtud referente a las riquezas, se servirá lo mejor posible de la fortuna. Este es precisamente el hombre generoso y liberal. El uso de las riquezas no puede consistir, a lo que parece, más que en un gasto o en una donación. Recibir y conservar es más bien poseer que usar. Y así, lo propio de la liberalidad es más bien el dar cuando es preciso, que el recibir cuando es preciso y el no recibir cuando no procede. La virtud consiste mucho más en hacer el bien que en recibirlo uno mismo; mucho más en hacer cosas buenas que en no hacer cosas vergonzosas. ¿Y quién no ve que el acto de dar reúne necesariamente estas dos condiciones, la de hacer bien y la de hacer una cosa buena? ¿Quién no ve que el hecho de aceptar es limitarse a recibir un beneficio, o a hacer una cosa que no es vergonzosa? ¿Quién no ve que el reconocimiento recae sobre el que da y no sobre el que recibe, y que la alabanza está reservada más bien para el primero? Por otra parte es más fácil no recibir que dar, porque se ve uno más inclinado en general a no aceptar el beneficio de otro que a privarse de lo que tiene. Los hombres que con razón pueden llamarse generosos, son los que dan; los que no aceptan lo que se les ofrece, no son alabados por su liberalidad, aunque puedan serlo por su justicia. Los que reciben los donativos que se les hace, no merecen absolutamente ninguna alabanza. La liberalidad es quizá de todas las virtudes la que más se hace amar, porque los que la poseen son útiles a sus semejantes; y lo son sobre todo los que hacen donaciones.
Pero todas las acciones que la virtud inspira son bellas, y todas ellas están hechas en vista del bien y de la belleza. Así el hombre liberal y generoso dará, porque es bello dar; y dará convenientemente, es decir, a los que debe dar, lo que debe dar, cuando debe dar, y con todas las demás condiciones que constituyen una donación bien hecha. Añádase a esto que hará sus donativos con gusto o por lo menos sin sentirlo; porque [91] todo acto que es conforme con la virtud es agradable; o por lo menos, está exento de dolor, y no puede ser nunca verdaderamente penoso. Cuando se da a quien no debe darse, o cuando no se da siendo bueno dar, y se hace un donativo por cualquier otro motivo, no es uno realmente generoso, y debe dársele otro nombre, cualquiera que él sea. El que da sintiendo pena, no es tampoco generoso; porque si se atreviera, preferiría su dinero a la acción buena que hace; y no es esto lo que debe sentir un hombre verdaderamente liberal. Tampoco recibirá de quien no debe recibir; porque aceptar un don bajo estas condiciones dudosas, no es propio de quien no estima en mucho las riquezas. Si no recibe, tampoco pedirá; porque no es propio de un hombre que sabe hacer bien a los demás, obligarse fácilmente él mismo. No tomará dinero sino donde deba tomarlo, es decir, de sus propios bienes; y no porque a sus ojos haya en esto algo que sea laudable, sino únicamente porque es condición absolutamente necesaria para tener la posibilidad de dar. Así no despreciará su fortuna personal, puesto que en ella ha de encontrar el medio de auxiliar a los demás cuando venga la ocasión. Tampoco la prodigará dándosela al primero que se presente a fin de reservarse para dar a quien deba, cuando deba y lo que deba, como lo exija el honor. también es muy digno de un corazón liberal dar mucho, y hasta con exceso, reservándose para sí la menor parte; porque tenerse poco en cuenta a sí mismo es propio de un alma generosa. Por lo demás, la liberalidad debe apreciarse siempre según la fortuna. La verdadera liberalidad depende, no del valor de lo que se da, sino de la posición del que da; el hombre liberal ofrece sus donativos según su riqueza; y bien puede suceder que el que da menos sea en realidad más generoso, si saca sus donativos de una menor fortuna.
Generalmente el hombre es más generoso{74} cuando no es él mismo el que ha adquirido la fortuna que posee, sino que la ha recibido de otros por herencia; porque el que se encuentra en este caso no ha conocido la necesidad; y además todo el mundo se siente mucho más apegado a lo que ha producido por sí mismo, como sucede con los padres y los poetas. El hombre liberal tiene por otra parte gran dificultad en [92] enriquecerse, porque no le lleva su inclinación ni a recibir ni a guardar; lejos de esto, está dispuesto siempre a hacer partícipes a los demás de lo que tiene; y no estimando las riquezas en sí mismas, sólo las aprecia en cuanto le permiten hacer donativos. He aquí lo que explica los cargos que se dirigen muchas veces a la fortuna, de que enriquece menos a los más dignos de enriquecerse. Pero a esto se contesta de un modo muy sencillo: y es que con el dinero sucede lo que con todas las demás cosas; que no es posible tenerlo, cuando no se toma ningún trabajo en adquirirlo. Sin embargo, el hombre liberal no da a quien no debe dar, ni en las ocasiones en que no debe hacerlo; no falta a ninguna de las condiciones de oportunidad que hemos indicado; porque si no lo hiciera así, no ejercería actos de liberalidad; y si gastase de esta manera su dinero, carecería de él en las circunstancias en que seria conveniente hacerlo. Lo repito, sólo es verdaderamente liberal aquel que gasta sus bienes y los gasta de una manera conveniente. El que pasa de este límite, es un pródigo; y esto explica el por qué no puede decirse de los tiranos que sean pródigos; puesto que sus riquezas son generalmente tan inmensas, que al parecer es difícil que las agoten, aunque gasten locamente y con profusión.
Así, siendo la liberalidad un justo medio en todo lo relativo a las riquezas, ya se den, ya se reciban, el liberal sólo dará y recibirá cuando deba y en la cantidad que deba, lo mismo en las cosas pequeñas que en las grandes; y además deberá hacerlo siempre con gusto. Por otra parte recibirá cuando deba y en la cantidad que deba recibir. La virtud que le distingue consiste en ocupar este medio relativamente a los dos actos de dar y recibir, por diferentes que ellos sean, mostrándose en uno y en otro tal como debe ser. Cuando se sabe dar con oportunidad, es una consecuencia natural que se sepa igualmente recibir con la misma; si sucediese de otra manera, recibir en este caso sería lo contrario de dar y no una consecuencia. Pero las cualidades que son consecuencia unas de otras, pueden encontrarse a la vez en el mismo individuo, mientras que las contrarias evidentemente no pueden estar jamás en este caso.
Cuando el hombre liberal tiene que hacer un gasto imprudente o indebido, siente tristeza, pero con moderación y como conviene; porque es propio del hombre virtuoso no afligirse ni regocijarse sino sólo por cosas que lo merezcan, y eso hasta [93] cierto punto. El liberal es también sumamente expedito para los negocios; con facilidad se le perjudica precisamente porque hace poco aprecio del dinero; y estaría más pesaroso de no haber hecho el gasto que debía hacer, que de haber hecho un gasto inútil; lo cual no conforma con el dictamen de Simónides{75}.
El pródigo no está, respecto de todos estos puntos, libre de error; no sabe regocijarse ni afligirse de lo que debe ni como debe. Más adelante aparecerá con mayor claridad todo esto.
Hemos sentado más arriba, que en punto a liberalidad el exceso y el defecto son la prodigalidad y la avaricia; y que se producen bajo dos conceptos: dar y recibir. Nosotros confundimos por otra parte el gastar y el dar. La prodigalidad es un exceso en dar y en no recibir; es un defecto en recibir. La avaricia, por lo contrario, es un defecto en dar y un exceso en tomar, entendiéndose siempre en cosas muy pequeñas. Y así, las dos condiciones de la prodigalidad no pueden marchar a la par mucho tiempo; porque no es fácil dar a todo el mundo cuando no se recibe de nadie, y la fortuna falta bien pronto a los simples particulares, cuando quieren dar con esa profusión que caracteriza precisamente a los que se llaman pródigos. Por lo demás, este vicio debe parecer mucho menos reprensible quo el de la avaricia. La edad, la estrechez misma pueden fácilmente corregir al pródigo y reducirle a un justo medio; tiene cualidades del liberal que da y no recibe, sin saber por otra parte usar de una y otra cuando es preciso, ni de una manera conveniente. Pero le bastaría contraer hábitos racionales o modificarse mediante cualquiera otra causa, para hacerse un hombre liberal; daría entonces cuando debía darse, y no recibiría cuando no debiese recibir. Y así, la naturaleza del pródigo en el fondo, no es mala; nada hay de vicioso ni de bajo en esta tendencia excesiva a dar mucho y a no recibir nada; no es más que una locura. Lo que hace que el pródigo deba aparecer por encima del avaro, independientemente de los motivos que acabo de decir, es que el [94] uno obliga a una multitud de gentes, y que el otro no obliga a nadie, ni a sí mismo. Es cierto, que la mayor parte de los pródigos, como ya hemos hecho observar, reciben cuando no deberían recibir; y que en esto se muestran poco liberales. Se hacen ávidos y toman a manos llenas, porque quieren gastar siempre, y se ven bien pronto en situación de no poder gastar a su gusto. No tardando en agotarse sus propios recursos, se proporcionan recursos extraños; y como se cuidan poco de su dignidad ni de su honor, toman a la ligera y de cualquier manera. Lo que desean es dar. Como pueden dar, ni de donde han de sacarlo, no les importa nada. He aquí también por qué sus donativos no son verdaderamente liberales; ni son honrosos, porque no son inspirados por el sentimiento del bien, ni están hechos como deberían estarlo. A veces enriquecen a gentes que valdría más dejar en la pobreza, y no hacen nada en favor de personas de la más respetable conducta. Dan a manos llenas a aduladores o a quienes les proporcionan placeres tan poco dignos como los que produce la adulación. Por esta causa, la mayor parte de los pródigos son intemperantes. Disipando su dinero con tanta facilidad, con la misma lo gastan en sus excesos; y se entregan a todos los desórdenes de los placeres, porque no viven, ni para la virtud, ni para el deber.
El pródigo, por otra parte, repitámoslo, se entrega a estos excesos porque ha vivido abandonado, sin dirección y sin maestro; si se hubiera puesto algún cuidado en su educación, habría entrado en el camino del justo medio y del bien.
Por el contrario, la avaricia es incurable. La vejez y la debilidad en todos sus modos de ser son las que forman los avaros. La avaricia, por lo demás, es más natural al hombre que la prodigalidad, porque los más preferimos conservar nuestros bienes a darlos. Este vicio puede alcanzar una intensidad extrema, y revestir las formas más diversas. La causa de tener tantos matices la avaricia, consiste en no ser completa en todos los individuos la igualdad de los dos elementos principales que la constituyen: defecto en dar, exceso en recibir. Algunas veces se divide, mostrando unos más el exceso de recibir y otros el defecto de dar. Y así todos esos a quienes se califica de cicateros, ruines, mezquinos, todos pecan por defecto en dar; pero, sin embargo, no desean ni querrían tomar los bienes de otro. En algunos es una especie de miramiento y de prudencia la que les hace retroceder ante la [95] opinión pública; porque hay gentes que parecen, o que, por lo menos, pretenden demostrar esta parsimonia para no verse precisados a cometer ninguna bajeza. En esta clase debe colocarse al roñoso y a todos aquellos que, capaces como aquel de cortar un cabello en el aire{76}, merecen este nombre porque llevan al exceso el cuidado de no dar nunca nada a nadie. Los otros se abstienen de recibir de los demás por un sentimiento de temor; porque no es fácil, en efecto, recibir de los demás y no dar jamás parte de lo suyo; y por esto prefieren no recibir nada, para no dar tampoco nada.
Otros avaros, por lo contrario, se distinguen por el exceso en recibir a manos llenas y coger todo lo que pueden: por ejemplo, todos los que se entregan a especulaciones innobles, los rufianes y todos los hombres de esta clase, los usureros y todos los que prestan pequeñas sumas a crecido interés. Todos estos cogen donde no deberían coger, y más que deberían coger. El ávido deseo del más vergonzoso lucro parece ser el vicio común a todos estos corazones degradados; no hay infamia que no cometan con tal que saquen de ella algún fruto, que es siempre bien miserable, porque sería un error llamar avaros a los que sacan provechos inmensos de donde no deberían sacarlos, o que se apropian de lo que no deberían apropiarse; los tiranos, por ejemplo, que roban las ciudades y despojan y violan los templos. A estos debe llamárseles más bien pícaros, impíos, malvados. Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; sólo van en busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician, y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas, tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la avaricia.
Por lo demás, hemos opuesto con mucha razón la avaricia a la liberalidad, como su contraria; porque, repito, la avaricia es [96] un vicio más reprensible que la prodigalidad; y hace cometer más faltas a los hombres que la prodigalidad, tal como yo la he descrito.
He aquí lo que teníamos que decir sobre la liberalidad y sobre los vicios opuestos a ella.
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{74} Todo este pensamiento está tomado de Platón. República, lib. I.
{75} Simónides, interrogado por la mujer de Hieron, le respondió, que prefería el dinero a la sabiduría. también decía que prefería enriquecer a sus enemigos después de su muerte, que tener necesidad de sus amigos durante la vida. Es sabido por otra parte, que Simónides tenía fama de avaro; y se dice que fue el primero que traficó con la poesía cerca de los tiranos y de los ricos.
{76} Esta expresión familiar de nuestra lengua corresponde a la metáfora análoga del texto.
capítulo II
De la magnificencia
Como continuación natural de lo que precede, debemos tratar de la magnificencia. Esta virtud evidentemente es una de las que hacen relación al empleo de las riquezas; sólo que no se extiende como la liberalidad a todos los actos, sin excepción, que conciernen a las riquezas; sino que sólo se aplica a aquellos cuyo gasto es de consideración. En estos casos excepcionales supera a la liberalidad en grandeza; porque, como su mismo nombre lo indica, es un gasto hecho a tiempo en una ocasión excepcional. Por lo demás, la idea de grandeza es siempre relativa; y el gasto no es el mismo, por ejemplo, para el que equipa galeras, que para el que dirige una simple Teoría{77}. En cuanto a la oportunidad, se refiere a la vez al individuo, al objeto y a los medios. El que en pequeñas cosas o en cosas medianas gasta como conviene a su dignidad, no merece por esto el nombre de magnífico, lo mismo que el que puede decir con el poeta:
«He tenido muchas veces compasión de la miseria errante{78}».
El magnífico es el que sabe gastar a punto en cosas grandes. Es liberal también; pero el liberal no es necesariamente magnífico.
Relativamente a esta disposición, el defecto se llama miseria y pequeñez; el exceso se llama fausto grosero, suntuosidad sin gusto. Estos calificativos pueden aplicarse a todos estos gastos, no porque sean excesivos respecto de las cosas que así lo exigen, sino porque se hacen para brillar en ocasiones dadas y de una manera que debería evitarse. Pero más adelante hablaremos de nuevo de estos pormenores. [97]
Puede decirse que el magnífico es un hombre reflexivo y sagaz, puesto que es capaz de ver lo que conviene en cada ocasión y de hacer grandes gastos con toda la mesura necesaria. Como ya dijimos al principio, una cualidad se determina por los actos que ella produce y por las cosas a que se aplica. Los gastos del magnífico son a la vez grandes y convenientes; y los resultados que produce deben ser igualmente lo uno y lo otro; porque de este modo el gasto, no sólo será de consideración, sino que corresponderá al fin que uno se propone. La obra debe ser digna del gasto, y el gasto debe ser digno de la obra y, si cabe, superarle.
Sólo en vista del bien y de lo bello debe el hombre magnífico hacer estos grandes gastos; porque esta preocupación del bien es un carácter común a todas las virtudes. Añado que los hace con gusto y con cierta noble facilidad; porque mirar muy de cerca las cosas es en general un signo de pequeñez; y el magnífico sólo se fija en lo mejor y más conveniente y posible, sin curarse del precio de las cosas, ni de las rebajas que en el mismo sería posible obtener. Lo repito: el hombre magnífico debe ser necesariamente liberal; porque el hombre verdaderamente liberal sabe gastar lo que es preciso y cuando es preciso; y en estas ocasiones lo grande es lo propio del magnífico. Puede decirse, que es la grandeza de la liberalidad, que se ejercita bajo las mismas condiciones; y hasta con un gasto igual el magnífico sabrá hacer cosas más nobles y más grandes. El valor de la materia que se emplea y el de la obra que con ella se ejecuta no son idénticos. Y así, la materia puede ser la más preciosa y cara de todas, el oro, por ejemplo; pero el mérito de la obra consiste en su magnitud, en su belleza{79}, porque la contemplación de las cualidades que la distingue nos causa admiración. Por estos motivos la magnificencia es admirable; y el mérito de la obra consiste en una magnificencia ampliamente desenvuelta.
Entre los grandes gastos, hay algunos que tenemos más particularmente por honrosos como, por ejemplo, las ofrendas solemnes que se consagran a los dioses, las construcciones piadosas, los sacrificios. Tenemos en la misma estimación todos los [98] gastos que se refieren al culto de la divinidad, y todos aquellos que con la noble ambición de servir al público emprenden los simples particulares, que creen deber emplear a veces su fortuna en el esplendor de las funciones escénicas, en el equipo de las galeras del Estado, o en los gastos de las fiestas populares. Pero siempre, como queda dicho, debe considerarse en el que hace estos grandes gastos quién es y cuál es la fortuna con que cuenta para permitirse hacerlos. Es preciso, que en todo esto haya una entera proporcionalidad; la cual debe encontrarse no sólo en los gastos de la obra que se ha hecho, sino también en la persona que la hace. Y así, el pobre no puede ser nunca magnífico; porque no tiene los recursos que exigen tan grandes gastos; y si lo intentará, sería un insensato, sería obrar contra la verdadera conveniencia y contra el deber, mientras que es preciso tener en cuenta aquella y este para obrar segura la virtud. Estos gastos espléndidos sólo están bien en los que de largo tiempo disfrutan una gran fortuna, ya haya sido adquirida por ellos mismos, ya por sus antepasados, o por una asociación de que formen parte. Sólo cuadran a los de alto nacimiento, a personajes cubiertos de gloria, en una palabra, a todos los que ocupan una posición a la que van unidas la grandeza y la dignidad.
Tal es, pues, el carácter principal del magnífico; y en los gastos de este género, lo repito, consiste en general la magnificencia; gastos que son a la vez de mucha consideración y altamente honrosos. Entre los gastos privados se pueden colocar en la misma clase los que se hacen una sola vez en la vida: por ejemplo, en las bodas o en ocasiones análogas; o cuando una ciudad entera o los dignatarios que la gobiernan se preocupan por algún acontecimiento notable: por ejemplo, la recepción o la partida de ilustres extranjeros, los presentes que se hacen o que se reciben en estas extraordinarias circunstancias. Porque el magnífico no hace estos enormes gastos para sí mismo, sino en obsequio del público, y los donativos de este género tienen cierta semejanza con las santas ofrendas que se hacen a los dioses.
El magnífico sabe igualmente construir para sí una casa que corresponda a su fortuna; porque este es un lujo que está muy en su lugar. Si conviene gastar mucho, en nada tanto como en cosas durables, puesto que son las más bellas. En cada una por otra parte es preciso tener en cuenta la oportunidad; porque [99] unas mismas cosas no pueden convenir a la vez a los dioses y a los hombres, ni están bien en un templo o sobre un sepulcro. Cada gasto que se hace puede ser grande en su género, y el más magnífico es el que es grande en lo grande: por ejemplo, en este orden de gastos de que hablamos{80}.
Pero lo grande en el objeto difiere de lo grande en el gasto; y así al hacer un agasajo a un niño, la más hermosa pelota, el más precioso tímbalo pueden tener toda la magnificencia posible, y su valor no ser nada, ni exigir ningún sacrificio. He aquí por qué es muy propio del hombre magnífico hacer siempre las cosas en grande en el género en que las hace; esta es una ventaja que no es fácil superar, y que está siempre en proporción con el importe del gasto.
Tal es el hombre magnífico. Pero el hombre sin gusto, que peca en esta materia por exceso, es el fastuoso que gasta sin límites, sin oportunidad, como he dicho anteriormente. Disipa enormemente el dinero en pequeños gastos e intenta brillar sin el menor gusto. Si recibe a gentes que pagan su escote, los tratará con el aparato de una boda; o en las comedias que él dirija, colocará tapices de púrpura para los actores a la entrada de la escena, como hacen los Megarianos{81}. Y cometerá todas estas locuras, no tanto por amor a lo bello, como por hacer alarde de su fortuna y hacerse admirar, según él se imagina. En una palabra, gasta poco cuando debería gastar mucho; y mucho, cuando debería gastar muy poco.
En cuanto al hombre mezquino, peca por defecto en todos conceptos; y después de haber gastado enormemente, hará que las cosas pierdan por una miserable pequeñez toda su elevación y toda su belleza. En todo lo que hace, aplaza sin cesar el gasto; intenta gastar lo menos que puede; se queja de todo lo que gasta; y cree siempre hacer más que lo que se necesita. Disposiciones morales de este género constituyen ciertamente vicios; y, sin embargo, no bastan para deshonrar a un hombre, porque no dañan a tercero, y no son absolutamente degradantes.
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{77} Diputación que las ciudades de Grecia enviaban a Delos y Delfos para ofrecer sacrificios a los dioses adorados en estas ciudades.
{78} Odisea, cap. XVII, v. 420.
{79} Es probable que Aristóteles pensara en Pericles que reunía estas condiciones.
{80} En los gastos públicos y solemnes para atender a las necesidades del Estado y del culto.
{81} Este lujo de los Megarianos pasó la categoría de proverbio en la antigüedad.
capítulo III
De la magnanimidad
La magnanimidad o grandeza de alma, como su nombre lo indica, sólo se aplica a las grandes cosas; pero sepamos, ante todo, qué cosas son estas. Por lo demás, podemos indiferentemente estudiar la cualidad misma o el individuo que la posee.
El magnánimo parece ser el hombre que se siente digno de las cosas más grandes, y lo es en efecto; porque él que tiene esta alta estimación de sí mismo sin merecerla es un insensato; y un corazón conforme a la virtud no es insensato ni irracional. El magnánimo es, pues, lo que se acaba de decir. El que tiene poco valor personal y lo reconoce él mismo, no pretendiendo sino las cosas que están a su alcance, puede ser muy bien un hombre entendido y modesto, pero nunca un corazón magnánimo. La magnanimidad supone siempre lo grande, como la belleza, que sólo se encuentra en un cuerpo grande{82}; porque los hombres pequeños pueden ser elegantes y bien hechos, pero no bellos.
El que tiene de sí mismo una alta idea que no merece, es un hombre vano, por más que no tenga siempre la vanidad de estimarse a sí mismo más que vale. El que se estima menos que vale es una alma pequeña, si teniendo un gran mérito o un mérito mediano, y si se quiere un escaso mérito, se coloca él mismo por bajo de su verdadero valor. Si uno teniendo un gran mérito, se desprecia a sí mismo, entonces, sobre todo, pone en evidencia la pequeñez de su alma, porque, ¿obraría de otro modo, si no fuera capaz de hacer cosas más importantes? El magnánimo está en un extremo con relación a su grandeza misma; pero ocupa el justo medio, porque es como debe de ser; se estima en su justo valor, mientras que los demás, por lo contrario, pecan por exceso o por defecto.
Si uno, por tanto, se reconoce con un gran mérito que es real y verdadero, y, sobre todo, si se reconoce con el más alto [101] grado de mérito, no debe tener más mira que una; que es la siguiente: debiendo consistir la justa recompensa del mérito en bienes exteriores, el mayor de todos estos bienes debe ser a nuestros ojos el que atribuimos a los dioses; el mismo que por encima de todos los demás ambicionan los hombres revestidos de las más altas dignidades, y que es también la recompensa de las acciones más brillantes; este bien no es otro que el honor. El honor sin contradicción es el más grande de los bienes exteriores al hombre. Y así el magnánimo deberá ocuparse exclusivamente en su conducta de lo que puede procurar el honor o ser causa de deshonor, sin que por otra parte esta preocupación salga nunca de sus justos límites. Y ciertamente no sin razón los corazones magnánimos miran con respeto al honor, puesto que los grandes lo ambicionan sobre todo y le miran como su más digna recompensa.
La pequeñez de alma peca por defecto, y deja al que la experimenta por bajo de sí mismo y por bajo de ese noble sentimiento que sostiene al magnánimo. En cuanto al hombre vanidoso, peca por exceso a causa de la opinión exagerada que tiene de su propio mérito; en lo cual nunca supera al magnánimo.
Puesto que el magnánimo es digno de los mayores honores, es preciso también que sea el más perfecto de los hombres. Cuando se tiene más mérito, se tiene derecho a una buena parte de aquellos; y el mejor de los hombres tiene derecho a la mejor parte de los mismos. Así es necesario que el hombre verdaderamente magnánimo esté lleno de virtud; y cuanto hay de grande en las virtudes de cada género debe poseerlo. Jamás estará bien en el magnánimo temblar o huir, así como nunca se rebajará a hacer daño. ¿Cómo podría cometer acciones vergonzosas un hombre a cuyos ojos nada se presenta que no sea grande? Si se mira de cerca, se verá que en cualquiera caso caería en un profundo ridículo la magnanimidad, si no fuera acompañada por la virtud. Tampoco sería digna de honor, si recayese en un vicioso; porque el honor es el precio de la virtud, y sólo es debido a los corazones virtuosos.
Y así la magnanimidad debe mirarse como el ornamento de todas las demás virtudes. Ella las acrecienta y no puede existir sin ellas; y la dificultad que ofrece el ser magnánimo con toda verdad consiste en que no es posible serlo sin una virtud completa. [102]
Pero lo repito: aunque el magnánimo se preocupe principalmente con todo lo que puede ser causa de honor y de deshonor, deberá gozar con la mayor moderación de los más grandes honores y lo mismo de los que dispensan los hombres de bien. Los mirará como una propiedad que le pertenece, por más que los estime en menos que lo que le corresponde; porque no hay honores que basten para recompensar nunca una perfecta virtud. Sin embargo, los aceptará, puesto que después de todo los hombres de bien no pueden dispensarle nada más grande. Pero el magnánimo desdeñará profundamente el honor que le dispense el vulgo y que vaya unido a cosas menudas; porque no es digno de él semejante honor; y el mismo desdén debe manifestar para con los insultos, puesto que jamás pueden ser justos tratándose de él.
Pero si el magnánimo, como ya he dicho, se fija principalmente en el honor, deberá por lo mismo moderarse en todo lo relativo a riquezas y poder; en una palabra, en todo lo relativo a la fortuna favorable o adversa, cualquiera que sea la forma en que se presente. No manifestará en los triunfos una alegría excesiva; ni en los reveses un exceso de abatimiento. Tampoco mostrará sentimientos exagerados respecto al honor, no obstante ser a sus ojos la más importante de las cosas, puesto que el poder con sus recursos infinitos y la riqueza deben buscarse sólo teniendo en cuenta el honor que ellas procuran, y que los que poseen estas ventajas se proponen principalmente alcanzar con ellas este honor. Pero el alma grande para quien los honores son poca cosa, se inquieta aún menos de todo lo demás; y he aquí por qué los magnánimos parecen muchas veces desdeñosos y altaneros.
Sin embargo, puede decirse que las ventajas de una posición grande y próspera contribuyen igualmente a desenvolver la magnanimidad. Un nacimiento ilustre, el poder, la opulencia, están rodeados de honores y de consideración; porque estas condiciones son raras y superiores en la vida; y todo lo que en sentido de bien muestra una superioridad parece más especialmente digno de honor. Por esto las ventajas de este género hacen algunas veces a los hombres más magnánimos, porque ya son objeto de distinción para todos los que les rodean. Pero, a decir verdad, el hombre de bien es el único digno de honor y de estimación. Es verdad que cuando se reúnen las dos cosas, la virtud y la [103] fortuna, se obtiene con más seguridad la consideración; pero los que poseen estos bienes sin poseer la virtud, no pueden creerse ellos mismos a gran altura y sería un error tenerlos por magnánimos; porque no hay honor y magnanimidad sin una virtud perfecta. Los hombres malos, cuando tienen todos los bienes de este género, se hacen orgullosos e insolentes; porque sin la virtud no es fácil mantenerse en la prosperidad con la conveniente moderación. Incapaz el hombre malo de soportarla prudentemente y creyéndose superior a todos los demás, los desprecia y se permite todos los caprichos que el azar le inspira; parodia al magnánimo sin tener con él la menor semejanza; le imita en todo lo que puede; y como no se conduce según la virtud, llega a desdeñar locamente y sin razón la conducta de los demás. Mas el desdén que se advierte en el magnánimo siempre aparece justificado, porque juzga la verdad de las cosas, mientras que el vulgo lo hace sólo a la ventura.
El magnánimo no tiene gusto en despreciar los pequeños peligros; ni busca tampoco los peligros ordinarios, porque son muy pocas las cosas que su alma estima. En cambio arrostra los peligros reales y grandes, y en semejantes ocasiones hace sin titubear el sacrificio de su vida, porque esta no tiene a sus ojos tanto valor que se la deba conservar a todo trance. Siendo capaz de hacer el bien a los demás, se avergüenza del bien que los demás puedan hacerle, porque hay superioridad en el primer caso e inferioridad en el segundo. Por consiguiente da más que recibe, pues de esta manera el que le haya hecho un servicio, le deberá algo a su vez y le quedará obligado. Y así los magnánimos recuerdan más bien a aquellos a quienes han favorecido que no a aquellos de quienes han recibido ellos algún beneficio, porque el obligado siempre está por bajo del bienhechor, y el magnánimo aspira siempre a la superioridad. Se complace con el recuerdo de los unos, y sufre con pesar el recuerdo de los otros. He aquí por qué Tetis{83} se guarda bien de recordar al por menor a Júpiter los servicios que le había hecho; lo mismo que los lacedemonios al acudir a los atenienses, sólo les hablaron de los que habían recibido ya de ellos muchas veces.
También es propio del carácter del magnánimo no recurrir a [104] nadie, o por lo menos no hacerlo sin pena; servir a los demás por lo contrario con todo empeño; manifestarse grande y altivo para con los que están constituidos en dignidad y viven en la prosperidad; y mostrarse benévolo para con los de mediana condición. Es difícil y a la par honroso sobrepujar a los unos, mientras que es muy fácil dominar a los otros. La altanería misma y el orgullo con los grandes no cuadra mal a un hombre bien nacido, mientras que con la gente menuda es una especie de mal gusto, lo mismo que lo es el abusar de su fuerza contra los débiles. El magnánimo no va a los sitios donde tiene a honra ir el vulgo, ni a los puntos donde ocupen otros el primer rango. Gusta bastante de la indolencia y de la lentitud, fuera de las ocasiones en que hay que conquistar un gran honor o intentar alguna rara empresa. El magnánimo hace pocas cosas, pero las que hace son siempre grandes y dignas de renombre. Es también una necesidad, consecuencia de su carácter, hacer públicos sus odios y sus amistades; sólo el que tiene miedo se oculta; y en cuanto a él, como atiende más a la verdad que a la opinión, habla y obra francamente a la faz de todo el mundo, que es lo propio de un alma altiva y desdeñosa. Es también completamente sincero; y su franqueza se muestra en el desdén con que se expresa frecuentemente. Apasionado por la verdad, la dice siempre, salvo cuando emplea la ironía, medio de que se sirve muchas veces para con el vulgo.
Tampoco puede vivir con otro como no sea un amigo; porque vivir con el que no lo sea es una especie de servidumbre; y he aquí por qué todos los aduladores tienen un carácter servil, y la gente menuda, en general, es aduladora. El magnánimo es también poco inclinado a la admiración; porque nada es grande a sus ojos. No siente resentimiento por el mal que se le haga; porque acordarse de lo pasado no es propio de un alma grande, sobre todo cuando el recuerdo recae sobre el mal recibido, y es más digno olvidarlo. No le gusta tampoco hablar con los demás porque nada tiene que decir ni de sí mismo, ni de otros. Se ocupa tan poco en oír alabanzas en su obsequio como en criticar a los demás; como no prodiga elogios, tampoco le gusta hablar mal ni aun de sus enemigos, como no sea a veces para decirlo cara a cara. Jamás se le oirá quejarse, ni descender a pedir suplicante las cosas que le hagan falta o que sean de poco interés. Ocuparse de estas miserias sólo puede hacerlo un hombre que quiera darlas [105] un gran valor. lejos de esto, va el magnánimo tras las cosas bellas y sin fruto, más bien que de las útiles y fructuosas; porque este gusto cuadra mejor a un corazón independiente que se basta a sí mismo. El porte del magnánimo tiene algo de pausado; su voz es grave; su palabra sentada. Cuando sólo se siente interés por un pequeño número de cosas, no se manifiesta apuro ni impaciencia; porque el alma que no encuentra nada grande en este mundo, no muestra ardor por nada. La vivacidad del lenguaje y el apresuramiento en las acciones atestiguan en general sentimientos de cierto orden, que el corazón del magnánimo no experimenta.
Tal es, pues, el magnánimo{84}.
El que peca por defecto en esta materia, tiene un alma sin grandeza, un alma pequeña; y el que, por lo contrario, peca por exceso es un vanidoso. No puede decirse precisamente que sean estos hombres viciosos, porque ningún mal hacen, y son más bien hombres que se engañan. Así el que tiene un alma sin grandeza, aunque merece cierta consideración, se priva él mismo de las cosas de que sería digno. Su defecto parece consistir en no querer ser digno de las ventajas que le son debidas, y en desconocerse a sí mismo; porque de otra manera desearía las cosas a que es acreedor, puesto que es digno de ellas y son bienes verdaderos. Por lo demás, los hombres de este carácter no por eso están privados de sentido; son más bien gentes indolentes; y esta opinión falsa que tienen de su propio mérito, parece hacerles menos buenos de lo que son. Se desea siempre aquello de que se cree uno digno; pero ellos se abstienen de hacer generosos esfuerzos y bellas acciones, porque no se creen dignos de intentarlas; y, por consiguiente, se estiman indignos de los bienes exteriores que son su recompensa. Los vanidosos, por su parte, ponen en descubierto cuán necios son y cómo se desconocen a sí mismos; aspiran a las cosas más altas, como si fuesen dignos de ellas; y su incapacidad no tarda en desenmascararlos; se ocupan con el mayor esmero de sus vestidos, de su apostura y de todas estas frivolidades; quieren hacer brillar a los ojos de todo el mundo su prosperidad; y hablan de ella como si pudiera producirles un gran honor. [106]
Por lo demás, la pequeñez de alma es más opuesta a la magnanimidad que la necedad vanidosa, y es a la vez más frecuente y más reprensible. En resumen, la magnanimidad sólo busca el honor en grande, como hemos dicho más arriba.
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{82} Aristóteles se apresura a justificar con un ejemplo este aserto, que a primera vista parece extraño.
{83} Iliada, cap. I, v. 503 y siguientes. Añadimos «al por menor» porque en Homero Tetis recuerda a Júpiter los servicios que le hizo en otro tiempo, pero sin citar ninguno de una manera especial.
{84} El retrato del magnánimo puede mirársele como uno de los más preciosos trozos que ha escrito Aristóteles.
capítulo IV
Del justo medio entre la ambición excesiva y la completa indiferencia respecto de la gloria
Al parecer debe existir, como se ha dicho en lo que precede, alguna virtud que bajo el punto de vista del honor se aproxime mucho a la magnanimidad y que sea para ella lo que la liberalidad es a la magnificencia. Ambas, es decir, la liberalidad y esta virtud anónima, se alejan de lo grande; pero nos proporcionan la disposición moral que conviene tener respecto de las cosas medianas y pequeñas. Así como para dar y recibir las riquezas hay un justo medio, que está entre dos vicios que pecan, el uno por exceso y el otro por defecto; así pueden distinguirse en el deseo del honor y de la gloria dos matices, el uno más acentuado, el otro menos, e igualmente un medio que se muestra cuando sólo se aspira al honor en las ocasiones y en la manera que convenga aspirar. Si se critica al ambicioso, es porque busca los honores con más ardor del que conviene, y los reclama de cosas de las que no debía reclamarlos. No se censura menos al que, demasiado poco celoso de la estimación pública, no intenta adquirir el honor mediante bellas acciones. A veces, por lo contrario, se aplaude al ambicioso, a quien se considera dotado de corazón varonil y noble, así como se aplaude también al hombre sin ambición, cuyo corazón llamamos prudente y moderado, según dijimos más arriba. Pero es evidente, que pudiendo un término que expresa la tendencia hacia tal o cual cosa ser tomado en muchos sentidos, nosotros no tomamos aquí siempre el nombre de ambicioso de una misma manera. Y así le alabamos, cuando tiene más ambición que el común de los hombres; y a la vez le criticamos cuando es más ambicioso de lo que debe ser. No teniendo el medio nombre especial, y quedando en cierta manera vacío, los extremos lo reclaman y disputan queriéndole para sí, bien que donde quiera [107] que haya exceso y defecto, necesariamente tiene que haber un medio. Puede ambicionarse el honor más o menos de lo debido; pero también se puede ambicionar hasta el punto que sea conveniente; y esta disposición, sin nombre particular, que es el justo medio en punto a ambición, es la única digna de nuestra alabanza. Si se compara este medio con la ambición propiamente dicha, parece una indiferencia absoluta respecto de la gloria; y si se compara con esta absoluta indiferencia, parece, por lo contrario, una ambición verdadera. Cotejado con cada uno de los extremos, es en cierta manera el uno y el otro indistintamente.
Por lo demás, esta alternativa se encuentra, al parecer, en todas las demás virtudes; y si los extremos resultan aquí más completamente opuestos, es porque el medio que los separa no ha recibido un nombre especial.
capítulo V
De la mansedumbre, medio entre la irascibilidad y la indiferencia
La mansedumbre es un medio que se da en todo sentimiento apasionado. Pero, a decir verdad, como este medio no tiene un nombre muy exacto, los extremos tampoco le tienen; y tomamos la mansedumbre por un medio, siendo así que se inclina hacia el defecto, que tampoco tiene nombre particular. El exceso en este género podría llamarse irascibilidad; la pasión que se experimenta en este caso es la cólera; y los motivos que la producen son tan diferentes como numerosos. El que se deja llevar de la cólera en ocasiones dadas contra los que lo merezcan, haciéndolo además de la manera, en el momento, y durante todo el tiempo que convenga, debe merecer nuestra aprobación. Esta es, sépase bien, la verdadera mansedumbre, si la mansedumbre es digna de elogios. El hombre verdaderamente dulce sabe no dejarse turbar ni arrastrar por la pasión; pero se irrita en las ocasiones en que la razón quiere que se irrite, y durante el tiempo que ella lo ordene. Si la mansedumbre peca más bien por defecto que por exceso, es porque un carácter dulce no va en busca de la venganza, y se siente más inclinado al perdón.
Pero el defecto en este género, ya se le llame impotencia para [108] encolerizarse, ya se le califique con cualquiera otro nombre, siempre es digno de censura. Estúpidos es necesario llamar a los que no se encolerizan en presencia de cosas que deben producir una verdadera cólera; así como lo son los que se encolerizan de una manera, en un tiempo, y por cosas que no lo merecen. El que en tales ocasiones no se irrita, parece no sentir nada, ni saber indignarse justamente. Hasta se debe creer que no sabrá defenderse en una ocasión dada, puesto que ningún síntoma de valor siente en sí mismo. Es una cobardía, digna sólo de un esclavo, sufrir un insulto y dejar que impunemente se ataque a las personas de su cariño.
El exceso en este género puede revestir igualmente todos estos matices. Puede uno irritarse contra personas que no lo merecen, o por motivos que no valen la pena, o más vivamente de lo que sea menester, o más pronto o más tarde de lo que conviene. Es ocioso decir que todas estas circunstancias no se reúnen en un mismo individuo; esto no podría ser; porque el mal se destruye a sí mismo; y cuando es tan completo, como es posible, se hace del todo intolerable.
Los de carácter irascible se irritan pronto contra personas y en ocasiones que no lo merecen; y más de lo conveniente. Es cierto que también se apaciguan pronto, y esto es lo mejor que hacen. Si incurren en estas faltas, es porque no saben dominar su cólera; vuelven en sí sobre la marcha, mostrando su pasión a causa del extremo ardor del sentimiento que les domina; pero en seguida se tranquilizan con no menos prontitud. Así los coléricos están dotados de una vivacidad excesiva; se irritan por todo y contra todo el mundo, de donde les viene el nombre que se les da. Pero los hombres rencorosos son más difíciles de gobernar; su irritación dura largo tiempo, porque saben dominar los movimientos de su corazón, y no se apaciguan hasta no haber vuelto el mal que se les ha hecho. Sólo la venganza calma su cólera, porque mediante ella reemplaza el placer a la pena que los devoraba. Pero mientras su resentimiento no está satisfecho, tienen un peso que les oprime; y como se guardan de manifestarlo, nadie puede intentar curarlos por la persuasión. Es preciso tiempo para que se corroa a sí misma la cólera; y tales gentes son los más insoportables de los hombres para sí mismos y para sus amigos más queridos.
En general, se llaman vengativos a los que se irritan en [109] ocasiones en que no deben irritarse, más vivamente y por más tiempo del que es preciso, y que no vuelven en sí mientras no han obtenido venganza y castigado al ofensor.
El exceso en esta materia es el que miramos más particularmente como lo opuesto a la mansedumbre; porque este exceso es más ordinario. Vengarse con exceso es más conforme a la naturaleza humana; y esta clase de hombres resentidos nos parecen mucho más viciosos. Por otra parte, esto es lo mismo que se ha dicho antes, y lo que confirman claramente los pormenores en que acabamos de entrar. No es fácil determinar precisamente cómo, contra quién, por qué motivos, y por cuánto tiempo conviene manifestarse colérico, y cuál es el punto exacto hasta donde se debe llevar, y aquel en que comienza la falta. Mientras no se traspasa el límite en más o en menos, sino muy poco, no se incurre en censura, puesto que a veces aprobamos a los que no llegan a él, alabando su dulzura; y no alabamos menos a los que pasan ese límite por su varonil resolución{85}, estimándolos capaces de ejercer el mando y la autoridad. Pero no será fácil indicar en términos precisos el punto en que uno comienza a hacerse reprensible por el grado o la forma de su irritación. El juicio no puede formarse en este caso sino en presencia de los hechos mismos, y bajo la impresión que producen. Por lo menos es perfectamente claro que merece estima esta cualidad, este justo medio, que hace que nos irritemos contra quien debemos irritarnos, por una causa que sea justa y en una forma conveniente; en una palabra, con todas las condiciones que quedan consignadas. En cuanto al exceso y al defecto, son siempre dignos de censura; de una censura moderada, cuando se alejan poco del justo medio; más viva, cuando se alejan más; y violenta, cuando se separan mucho. Es, pues, evidente que a la disposición media es a la que debemos aspirar con preferencia.
Tales son las consideraciones que queríamos hacer sobre los hábitos del alma relativos a la cólera.
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{85} Ciceron hace alusión a este pasaje en Los Tusculanos, lib. IV, capitulo XIX. según este, los peripatéticos han elogiado en general la cólera, y la han mirado no sólo como una pasión natural, sino también como una pasión útil. El elogio que de ella hace Aristóteles no excede de lo justo.
capítulo VI
Del espíritu sociable
En las relaciones de todas clases que los hombres tienen entre sí en la vida común, lo mismo en la simple conversación que tratándose de negocios, hay personas que procuran hacerse agradables a todo el mundo. En su deseo de agradar, todo lo aprueban; no contradicen nada, creyendo que es un deber no disgustar nunca a las personas con quienes hablan.
Hay otros que, dotados de un carácter completamente opuesto, hacen la contra en todas las cosas, sin cuidarse de los disgustos que puedan causar; y se les llama batalladores y pendencieros. Es claro, y no hay necesidad de decirlo, que estas dos disposiciones opuestas son dignas de censura, y que sólo es laudable la disposición media, que hace que se acoja o que se rechace como es debido a los hombres y a las cosas que deban acogerse o rechazarse.
Por lo demás, esta sabia disposición no ha recibido nombre particular; pero se parece mucho a la amistad; porque el hombre, que encontramos en esta disposición media, es tal a nuestros ojos, que desde luego nos prestaríamos a llamarle un verdadero amigo, si a sus buenas maneras uniera un sentimiento de afección hacia nosotros. Pero se diferencia de la amistad en que el corazón de tal hombre no se siente impresionado, ni seriamente ligado a aquellos con quienes habla; no toma las cosas como es debido, ni por amor, ni por odio, sino que todo lo hace simplemente porque él es así de suyo. Esto es tan cierto, que se muestra siempre del mismo modo con los que conoce que con los que no conoce; con los que ve habitualmente, que con los que ve raras veces; lo cual no impide que guarde con cada uno las formas convenientes; porque no debe tratarse con el mismo tono a los amigos que a los extraños, cuando hay que darles pruebas de interés o de disgusto. He dicho, de una manera general, que el hombre de este carácter será en la sociedad todo lo que debe ser; pero añado ahora, que refiriendo cuanto hace al bien y a lo útil, conseguirá seguramente no disgustar a nadie, y ser agradable a todo el mundo. [111]
En efecto, parece no pensar más que en los placeres y en las penas que nacen del comercio social. Pero siempre que no le venga bien o le resulte daño de tomar parte en ciertos placeres, los rechaza; caso necesario, prefiere con su negativa causar disgusto a los demás. Sobre todo si este placer puede causar un deshonor más o menos grave, y hasta una pérdida, al que se entrega a él, mientras que la contrariedad, que se le oponga sólo puede causarle un pequeño disgusto, entonces se decide a no aceptar la proposición y hasta a combatirla, sin temer el disgusto general que cause.
Por otra parte se conducirá de diferente modo en sus relaciones con las personas de consideración, con el común de las gentes, y con los que son más o menos conocidos suyos. Pondrá el mismo cuidado en tomar en cuenta todas las demás diferencias, dando a cada uno lo que le pertenece, buscando siempre en la cosa misma ocasión de causar placer a otro, y de ninguna manera disgusto; pero inclinándose siempre del lado en que las consecuencias puedan ser más graves; con lo cual quiero decir, que se incline siempre hacia lo bello y lo útil, decidiéndose a causar en el momento pequeños quebrantos, para preparar para más tarde un gran placer.
Tal es el hombre que tiene el carácter medio que acabo de indicar; y que no ha recibido nombre especial. En cuanto al que intenta agradar siempre, si sólo aspira a ser agradable sin ningún otro motivo, le llamamos complaciente; pero si obra así para que le resulte algún provecho personal, si cree hacer de este modo su fortuna u obtener las cosas que la fortuna procura, es un adulador. En fin, el que lejos de querer agradar encuentra malo todo lo que se hace, es, como ya he dicho, el hombre querelloso y pendenciero. Si los dos caracteres contrarios aparecen aquí exclusivamente opuestos entre sí, es porque el medio no ha recibido nombre particular.
capítulo VII
De la veracidad y de la franqueza
El justo medio en lo concerniente a la necia vanidad o jactancia se aplica igualmente, sobre poco más o menos a las mismas cosas que acabamos de enumerar. Este medio tampoco tiene nombre. Pero sea lo que quiera, nunca viene mal estudiar estas virtudes anónimas. Aprenderemos mejor las cosas de la moral analizando cada virtud en particular, y nos convenceremos tanto más de que las virtudes son medios, si vemos que esta condición se reproduce en todas generalmente.
Acabamos de hablar, en lo referente a las relaciones sociales, de aquellos que no se ocupan más que del placer y del disgusto que causan a los demás. Hablemos ahora de los que, en estas relaciones, son veraces o mentirosos, ya sea en sus palabras, ya en sus actos, ya en el tono que ellos se dan.
El necio vanidoso, el fanfarrón, es aquel que quiere hacer creer que en las cosas destinadas a ilustrar al hombre, posee cualidades que realmente no tiene, o que supone, que las que tiene son mayores que lo que realmente son. El hombre encogido, por lo contrario, oculta las cualidades que posee, o las rebaja. El que ocupa el término medio entre estos dos extremos, se presenta tal cual es, tan sincero en su vida como en su lenguaje; al hablar de sí mismo, se atribuye las cualidades que tiene; pero no las hace ni más grandes ni más pequeñas que lo que son. Por lo demás al obrar en cada uno de estos casos y con esta diversidad, se puede tener un objeto o no tenerle. Todo hombre habla, obra y se conduce en la vida según su carácter propio, a menos que no tenga por objeto algún interés particular. Pero como la mentira en sí es reprensible y mala, y la verdad, por lo contrario, es bella y digna de alabanza, se sigue que el hombre verídico, que se mantiene en el justo medio, es laudable, y que los que mienten en un sentido o en otro, son reprensibles, aunque confieso que el necio vanidoso y fanfarrón lo sea mas.
Hablemos de estos dos caracteres, y primero del hombre veraz. Se comprende bien que no nos ocupamos ahora del hombre [113] que es verídico en los contratos ordinarios ni en todas aquellas ocasiones que implican cuestiones de justicia o de injusticia; porque esta es una virtud de otro género. Aquí hablamos únicamente del que, sin rozarse con tan graves intereses, sabe en su vida y en sus palabras decir la verdad, porque así lo pide su disposición natural. Un hombre de esta clase es realmente un hombre de honor; ama la verdad; y diciéndola en los casos en que no tiene importancia, con más razón la dirá cuando importe; porque entonces evitará como una infamia la mentira, de la cual huye naturalmente. Este carácter es verdaderamente digno de estimación. Si alguna vez se separa de la estricta verdad, será más bien para debilitar las cosas; porque esta atenuación de la verdad tiene algo de delicado, mientras que las exageraciones siempre tienen por objeto chocar. Pero el que sin ningún motivo exagera las cosas en provecho propio, puede pasar por vicioso; porque si no lo fuese, no se complacería en la mentira. Sin embargo, más bien debe calificársele de hombre ligero que de malo. Cuando se miente por un motivo, si es por amor a los honores o por adquirir renombre, como lo hace el vanidoso, no es muy culpable; pero si, por lo contrario, lo hace directamente por el dinero o una cosa de este género, este se deshonra más gravemente. No es uno vanidoso y fanfarrón sólo porque sea capaz de mentir, sino porque de hecho ha preferido la mentira a la verdad. Es uno fanfarrón por hábito moral y por naturaleza, como es uno embustero. Tal embustero se complace en la mentira misma; y tal otro miente, porque espera con esto alcanzar nombradía o provecho. Los que son vanidosos y fanfarrones únicamente por adquirir reputación, se atribuyen falsamente condiciones, mediante las que se granjean la alabanza de los hombres o su envidiosa admiración. Pero a aquellos cuya vanidad aspira al lucro y se atribuyen cualidades que pueden ser útiles a los demás, puede disimulárseles más fácilmente; por ejemplo, la ciencia de un médico entendido o de un adivino hábil. De esta clase son las condiciones que frecuentemente se atribuyen los charlatanes; porque a ello los arrastran los motivos que acabamos de decir y que llevan en sí mismos.
En cuanto a los que están dotados de esa reserva o disposición irónica que les lleva a atenuar siempre las cosas, parecen en general de un carácter más amable y más gracioso. No es ciertamente la codicia la que les obliga a hablar así; es más bien [114] porque quieren huir de toda exageración. Los que tienen este carácter rechazan principalmente con cuidado todo lo que puede dar celebridad; y es bien sabido lo que hacía Sócrates.
Por lo que hace a los que se arrogan indebidamente cualidades sin importancia y con las que quieren llamar la atención de todo el mundo, no merecen otro nombre que el de majaderos, que consiguen bien pronto un desdén merecido. Algunas veces la reserva, llevada hasta la exageración, tiene el aire de fanfarronada, a manera de los que se visten a lo Espartano{86}; porque la exageración, lo mismo en más que en menos, es más bien propia del fanfarrón y del charlatán. Pero cuando se sabe emplear moderadamente la reserva y la ironía, y se la aplica a cosas que no son ni demasiado vulgares ni demasiado evidentes, semejantes chistes no carecen de gracia{87}. En resumen, la vana jactancia es lo opuesto a la franqueza, porque es efectivamente un defecto más grave que la ironía o falsa reserva.
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{86} Los vestidos de los espartanos eran sumamente sencillos.
{87} Esto es lo que hacía Sócrates, como aparece en los diálogos de Platón, tanto más admirables cuanto que nada pierden en ellos la exactitud ni la energía del pensamiento.
capítulo VIII
Del donaire en el decir
Como hay momentos de reposo en la vida, y hasta entonces necesitarnos de distracciones que nos entretengan, es natural que en tales circunstancias sea posible un trato delicado y de buen gusto{88}, que consista en decir lo que se debe y como se debe, y en oír a los demás en las mismas condiciones. también se podrá dar por algunos tal importancia a este agradable pasatiempo, que le prefieran a todo lo demás y sólo quieran tratar con gentes de humor alegre. En esto puede evidentemente pecarse, como en todas las cosas, por exceso o por defecto, separándose del justo medio. Hay personas que, llevando al exceso la manía de hacer reír, pasan por bufones insípidos y molestos, diciendo a todo trance chistes, y proponiéndose, más excitar la risa, que decir cosas aceptables y decentes que no ofendan a los [115] que sean objeto de su crítica. Por lo contrario, hay otros, que nunca se les ocurre nada gracioso que decir, y que tienen gusto en oír a los que tienen más inteligencia que ellos; estos son hombres rústicos y groseros. Pero los que tienen gusto para decir donaires son hombres de un trato agradable, y puede casi decirse ligero y flexible; porque en cierta manera todo esto revela una serie de movimientos de carácter; y así como se juzga de los cuerpos por los movimientos que hacen, así pueden juzgarse los caracteres mediante signos análogos.
Sin embargo, como nada hay tan común como esta gracia en el decir y de ordinario gusta todo el mundo de llevar el gracejo más allá aún de los justos límites, sucede muchas veces, que los bufones pasan por agradables y por hombres de buen gusto; pero están muy distantes de serlo, como se puede juzgar por lo que acabamos de decir. La maña o tacto es también una ventaja que corresponde a ese justo medio que alabamos en este género. El hombre de tacto sólo dice y escucha lo que un hombre en regla, un hombre libre, debe escuchar y decir. Hay ciertas cosas, en efecto, que un hombre de bien puede decir y puede escuchar por vía de diversión; pero la gracia del hombre libre en nada se parece a la del esclavo, lo mismo que la del hombre bien educado no se parece a la del hombre sin educación. Una diferencia análoga se observa entre las comedias antiguas y las nuevas{89}. La crítica en aquellas aparecía en términos obscenos; mientras que estas últimas se limitan a hacer alusiones; lo cual no es de poca importancia bajo el punto de vista de la decencia{90}.
¿Es posible, por tanto, trazar límites a la gracia de buen género, diciendo que no debe permitirse nada que no corresponda a la dignidad de un hombre libre, que jamás se debe chocar con el que escucha, y que al contrario se le debe proporcionar un rato de placer? ¿O es que las cosas de este género no admiten definición, porque las antipatías y los gustos varían infinitamente según las personas? Cada cual sufrirá y escuchará lo que convenga a su carácter escuchar, porque en cierta manera hace suyo [116] lo que consiente que se diga en su presencia. No es de creer, sin embargo, que sería uno capaz de hacer absolutamente todo lo que escucha; porque podrá ser la gracia una especie de insulto; y ciertos insultos están prohibidos por los legisladores, los cuales habrían hecho muy bien en prohibir donaires de cierto género. El hombre de bien y de buen gusto, el hombre verdaderamente libre, será en sus relaciones como una ley perpetua para sí mismo.
Tal es el hombre que en el género de que hablamos ocupa este delicado medio; llámesele hombre de buen tacto, hombre de buen tono, o como se quiera.
En cuanto al gracioso maligno, no puede renunciar al placer de burlarse; no se perdona a sí mismo y menos ha de perdonar a los demás; y para provocar la risa, se permite cosas que un hombre de bien nunca diría, y algunas que ni aun escucharía. El hombre grosero y huraño es de todo punto extraño a estas relaciones sociales que no frecuenta; nada pone por su parte y todo le ofende. De todas maneras es una cosa imprescindible{91} en la vida tener momentos de descanso y de placer. En las relaciones sociales pueden distinguirse los tres medios de que hemos sucesivamente hablado; todos tres se refieren al cambio de palabras y de hechos entre los hombres. La diferencia que los separa es que el uno se aplica más especialmente a la verdad; y que los otros dos se aplican al placer. Y de los dos relativos al placer, el uno se refiere al pasatiempo propiamente dicho, mientras que el otro a las demás relaciones de la vida social.
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{88} Los diálogos de Platón son un ejemplo de esto casi inimitable.
{89} Es bien conocida la importancia de esta reforma en la comedia. Aristófanes nos ofrece el ejemplo de estos dos géneros; y en este concepto el Plutus, en el cual sólo se hacen alusiones, difiere esencialmente de las Nubes en que se entrega a Sócrates mismo a las risas de la multitud.
{90} Esto obligó a los magistrados a imponer reglas severas a los poetas y a moderar su charlatanismo satírico. Véase en el Viaje del joven Anacarsis los capítulos LXIX, LXX y LXXI.
{91} El mismo pensamiento se encuentra en la Política, lib. IV, capítulo XIII, y lib. V, cap. III.
capítulo IX
Del pudor y de la vergüenza
No puede hablarse del pudor o de la vergüenza como si fuera una virtud; es al parecer una afección pasajera, más bien que una verdadera cualidad; y se la puede definir diciendo, que es una especie de miedo a la deshonra. Sus consecuencias se aproximan mucho a las que produce el temor que asalta a la vista de un peligro. Los que se sienten con vergüenza, se ruborizan luego; como los que tienen miedo a la muerte se ponen [117] instantáneamente pálidos. Son dos fenómenos puramente corporales, que son más bien caracteres de una emoción fugitiva que un hábito o cualidad.
Esta afección misma de la vergüenza o pudor no cuadra a todas las edades; tiene su asiento natural en la juventud. Si en nuestra opinión es bueno que los corazones jóvenes sean muy susceptibles de esta afección, es porque viviendo entregados casi exclusivamente a la pasión, están expuestos a cometer muchas faltas y el pudor les puede ahorrar muchas. Alabamos entre los jóvenes a los que son tímidos y pundonorosos; pero no puede alabarse esta timidez en un anciano; porque no creemos que un anciano pueda hacer jamás cosa de que tenga que avergonzarse. La vergüenza nunca se da en el hombre de corazón completamente recto, puesto que aquella se produce como resultado de las malas acciones, y un hombre de bien jamás debe cometerlas. Poco importa por otra parte que las cosas sean vergonzosas verdaderamente, o que lo sean en la opinión; ni unas ni otras deben hacerse, y entonces debe estarse seguro de no tener nada de qué avergonzarse. Una cosa vergonzosa sólo un corazón viciado es capaz de hacerla. Pero si alguno que por naturaleza es capaz de cometer un acto de este género, cree que sólo por el hecho de ruborizarse de ello es ya un hombre de bien, incurre en un gran absurdo. La vergüenza sólo se aplica a los actos voluntarios, y el hombre de bien nunca hará voluntariamente una acción vergonzosa. Convengo, por otra parte, en que bajo cierto punto de vista no puede concebirse el pudor sin un principio de honradez. Si se comete tal o cual falta, será muy bueno avergonzarse por ello; pero esto nada tiene de común con las virtudes verdaderas. Ciertamente la impudencia, que no conoce el pudor, es un vicio; y el que no se ruboriza del mal que hace, es un miserable; pero no se hace más hombre de bien sólo por ruborizarse después de haber cometido cosas tan culpables. Puede llegarse hasta decir, que la templanza, que sabe dominarse, no es una virtud muy pura{92}, y que es más bien una virtud de mezcla. Pero ya se estudiará este punto más tarde.
Ahora hablemos de la justicia.
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{92} Precisamente porque ha tenido que combatir una tendencia viciosa. Pero téngase en cuenta que la virtud no existe realmente sino a condición de luchar. Un ser absolutamente insensible no podría ser llamado virtuoso.
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