"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

miércoles, 29 de enero de 2014

ARISTOTELES (MORAL A NICOMACO) LIBRO IX DE X -TEORIA DE LA AMISTAD, CONTINUACION-

Aristóteles
Moral a Nicómaco

Libro IX de X
Teoría de la amistad - Continuación


Indice
Capítulo I. De las causas de desavenencia en las relaciones en que los amigos no son iguales. 
Capítulo II. Distinciones y límites de los deberes según las personas. 
Capítulo III. Rompimiento de la amistad. 
Capítulo IV. El amigo de sí mismo y el amigo de los demás. Retrato del hombre bueno y del malo. 
Capítulo V. De la benevolencia. 
Capítulo VI. De la concordia. 
Capítulo VII. Del beneficio. 
Capítulo VIII. Del egoísmo o amor propio. 
Capítulo IX. Sobre si hay necesidad de amigos en la prosperidad. 
Capítulo X. Del número de amigos. 
Capítulo XI. ¿Cuándo son más necesarios los amigos, en la prosperidad o en la desgracia? 
Capítulo XII. Dulzuras de la intimidad. 

capítulo I
De las causas de desavenencia en las relaciones en que los amigos no son iguales

En todas las amistades en que los dos amigos no son semejantes, la proporción es la que iguala y conserva la amistad, como ya he dicho. En esto sucede lo mismo que en la asociación civil. Un cambio de valor se verifica, por ejemplo, entre el zapatero que da el calzado y el tejedor que da su tela; y los mismos cambios tienen lugar entre todos los demás miembros de la asociación. Pero en este caso hay al menos una medida común, que es la moneda, consagrada por la ley. A ella se refiere todo lo demás, y por ella todo se mide y valora. Como no hay nada de esto en las relaciones de afección, el que ama se queja a veces de que no es correspondido su exceso de ternura, aunque quizá no tenga nada digno de ser amado, cosa que puede muy fácilmente suceder; y otras veces el que es amado se queja de que su amigo, después de haberle prometido mucho en otro tiempo, se desentiende completamente de sus magníficas promesas. Si estas quejas recíprocas se producen, es porque como el uno, el amado, sólo ama por interés, y el otro, el amante, por el placer, ambos se encuentran defraudados en sus esperanzas. Formada su amistad sólo por estos motivos, el rompimiento se ha hecho necesario desde que ni uno ni otro han podido obtener lo que motivó [242] sus relaciones. No se aman por sí mismos; sólo aman en ellos cualidades que no son durables; y las amistades producidas por estas condiciones no son más durables que ellas. La única amistad que dura, lo repito, es la que, sacándolo todo de ella misma, subsiste por la conformidad de los caracteres y por la virtud. 
Otra causa de desavenencia surge cuando en lugar de encontrar lo que se deseaba, se encuentra otra cosa completamente diferente; porque lo mismo es no tener nada que tener aquello que no se desea. Es como la historia de aquel personaje que hizo magníficas promesas a un cantor, diciéndole, que cuánto mejor cantara más le daría. Cuando a la mañana siguiente el cantor fue a reclamarle el cumplimiento de su promesa, el otro le respondió que le había pagado placer con placer{174}. Si uno y otro se hubieran propuesto sólo esto, habría estado en su lugar esta respuesta; pero si el uno quería el placer y el otro la utilidad, y aquel tuvo lo que quería y este no lo obtuvo, el fin de la asociación no fue religiosamente cumplido; porque desde el momento que se tiene necesidad de una cosa, se inclina uno a ella con pasión y se está dispuesto a dar por ella todo lo demás. Pero, ¿a quién de los dos pertenece fijar el precio del servicio? ¿Es al que ha comenzado por hacerle o al que ha comenzado por recibirle? El que ha sido primero en hacerle parece haberse entregado con confianza a la generosidad del otro. Así dicen que hacia Protágoras{175} cuando previamente enseñaba alguna cosa. Decía al discípulo que él mismo justipreciara lo que sabía, y Protágoras recibía el premio que fijaba su discípulo. En casos de esta clase es frecuente atenerse al proverbio{176}: 
«Sacad de vuestros amigos un provecho equitativo.» 
Los que comienzan por exigir dinero, y más tarde, a causa de la exageración misma de sus promesas, no hacen nada de lo que han ofrecido, se exponen a que se les hagan cargos legítimos, porque no cumplen sus compromisos. Esta fue la precaución que los sofistas se vieron precisados a tomar, porque no habrían encontrado nadie que quisiera dar dinero por la ciencia [243] que enseñaban; y como después de haber recibido su dinero, no hacían nada para merecerlo, hubo razón para quejarse de ellos. Pero en todos los casos en que no hay convenio previo respecto del servicio que se hace, los que lo ofrecen natural y espontáneamente no pueden estar expuestos jamás a tales cargos, como ya he dicho. En la amistad fundada en la virtud no pueden tener lugar estas acriminaciones. Para pagar no hay aquí más regla que la intención, porque es la que constituye, propiamente hablando, la amistad y la virtud. Este sentimiento debe también inspirar recíprocamente a los que juntos han estudiado las enseñanzas de la filosofía. El dinero no puede medir el valor de este servicio; la veneración, que se tributa al maestro, no puede ser jamás todo lo debido; y es preciso juntarse, como para con los dioses y los padres{177}, a hacer todo lo que se puede. 
Pero cuando el servicio no ha sido tan desinteresado, sino que se ha hecho con la mira de alguna utilidad, es preciso que el servicio que se vuelva en cambio parezca a las dos partes igualmente digno y conveniente. En el caso en que no resulten satisfechos, será no sólo necesario, sino perfectamente justo, que el que fue delante sea el que fije la remuneración; porque si lo que recibe equivale a la utilidad que ha conseguido el otro o al placer que el otro ha tenido, la remuneración recibida de este último será lo que debe ser. Esto es lo que pasa en las transacciones de todos géneros. Hay Estados, cuyas leyes prohíben llevar a los tribunales la discusión de los contratos voluntarios, fundados sin duda en el principio de que el demandante debe arreglarse con aquel que le inspiró confianza bajo el mismo pié y como ya lo había hecho al principio cuando contrató con él. En efecto, el que obtuvo esta prueba espontánea de confianza parece que debe ser más capaz aún de transigir con justicia el litigio que el otro que confió en él. Esto nace de que las más veces los que poseen las cosas y los que quieren adquirirlas no las dan un mismo valor. Lo que constituye nuestra propiedad y lo que se da a otros nos parece siempre de mucho [244] valor; y, sin embargo, el cambio se hace, hasta respecto del valor, con las condiciones que determina el que recibe. Quizá el verdadero valor de las cosas es, no la estimación que les da el que las posee, sino la que les daba el mismo antes de poseerlas. 

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{174} Había procurado placer al cantor en cuanto le había hecho concebir lisonjeras esperanzas con sus promesas. 
{175} Este sofista parece que fue el primero que exigió retribución a sus discípulos. 
{176} Hesiodo, Las obras y los días, v. 370. 
{177} Esta veneración profunda del discípulo para con su maestro es una idea que procede más bien de la India que de la Grecia. En la India, al Gourou, es decir, el preceptor del Brahman, se le asimila completamente a los padres, y las faltas cometidas contra él se castigan con las mismas penas que las que se cometen contra los padres.

capítulo II
Distinciones y límites de los deberes según las personas

He aquí otras cuestiones que se pueden presentar aún: ¿Debe concederse todo a un padre? ¿Debe obedecérsele en todo? ¿O bien cuando está enfermo, por ejemplo, debe obedecerse más bien al médico? ¿Debe elegirse con preferencia general al hombre de guerra? Y estas otras análogas: ¿debe servirse al amigo antes que al hombre virtuoso? ¿Deberá pagarse la deuda a un bienhechor primero que hacer un regalo a un compañero, en el caso en que no puedan hacerse a la vez ambas cosas? ¿Pero no es muy difícil resolver todas estas cuestiones de una manera clara y precisa, mediante a que estos diversos casos presentan diferencias de magnitud y de pequeñez, de mérito moral y de necesidad? 
Lo que se ve sin la menor dificultad es que no es posible concederlo todo a un mismo individuo. De otro lado, vale más, en general, saber reconocer los servicios que se han recibido que complacer a un camarada; y es preciso satisfacer la deuda a quien se debe antes que hacer un regalo a una persona querida. Pero quizá esta regla misma no puede tener siempre aplicación; por ejemplo, un hombre, que ha sido rescatado de manos de los ladrones, ¿debe rescatar a su vez a su libertador cualquiera que él sea? Y aun admitiendo que este libertador no se halle prisionero, pero que reclame el precio del rescate pagado por él, ¿deberá entregársele este antes que librar a su propio padre? Porque al parecer se debe dar la preferencia a su padre, no sólo sobre un extraño sino sobre uno mismo. Me limito, pues, a repetir lo que ya he dicho: es preciso en general pagar sus deudas. Pero si dando a otro, puede hacerse una acción mejor y más necesaria, es preciso, sin dudar, inclinarse de este lado; porque puede suceder a veces, que no haya una igualdad [245] verdadera pagando los servicios que otro os ha prestado; por ejemplo, si sabía este que servia a un hombre de bien, mientras que el otro habría de pagar en su día el beneficio a un hombre conocido por perverso. Hay también casos en que en efecto no debe prestarse a quien nos ha prestado antes. Uno ha prestado a otro, porque sabía que era hombre de bien y en la seguridad de que se lo devolverla; pero el otro no puede contar con ser reembolsado por un bribón. Si así sucede en realidad, la estimación no puede ser igual de una y otra parte; y si no es así realmente, basta que se piense para que no sea un error obrar como se ha obrado. Por lo demás, como ya he dicho muchas veces, todas estas teorías sobre los sentimientos y acciones de los hombres se modifican precisamente según los casos mismos a que se aplican. Y así es muy evidente que no debe tenerse la misma generosidad para con todo el mundo, ni concederse todo a su padre, así como no deben sacrificarse todas las víctimas a Júpiter. 
Como hay deberes muy desemejantes para con los padres, los hermanos, los amigos, los bienhechores, es preciso dar con discernimiento a cada uno lo que le pertenece y le es debido. Es cierto que, en general, esto es lo que se hace; y así convida uno a los parientes a su boda, porque en efecto pertenecen a una familia común y todos los actos que les interesan deben ser igualmente comunes; y por la misma razón se mira como un deber estricto en los parientes asistir a los funerales. también los hijos deben ante todo asegurar la subsistencia a sus padres; es una deuda que pagan, y vale más proveer a las necesidades de los que nos han dado el ser que proveer a las propias. En cuanto al respeto, se les debe el mismo que se debe a los dioses, pero no se les debe toda clase de respetos; por ejemplo, no se tiene el mismo por el padre que por la madre, así como no se respeta al padre en el mismo concepto que se respeta a un sabio o a un general; sino que se tiene al padre la veneración debida a un padre, y a la madre la que se debe a una madre. 
En todas ocasiones es preciso mostrar a los hombres más ancianos que nosotros el respeto debido a la edad. Debemos levantarnos en su presencia, cederles el puesto y tener con ellos todos los demás miramientos de este género. Entre camaradas y hermanos, por lo contrario, debe reinar la franqueza y haber un desprendimiento que los haga partícipes de todo lo que poseemos. En una palabra, respecto de los parientes, los compañeros de [246] tribu, los conciudadanos, y de todas las demás relaciones es preciso esforzarse siempre en tributar a cada uno las consideraciones que le pertenecen, y discernir lo que debe dársele precisamente según el grado de parentesco, de mérito o de intimidad. Estas distinciones son de fácil ejecución, cuando se trata de personas que son de la misma clase que nosotros, y presentan mayor dificultad cuando se trata de personas de clases diferentes; pero, como no es esta razón para dejar de hacerlo, debe procurarse tener muy en cuenta todas estas gradaciones y diferencias en cuanto sea posible.

capítulo III
Rompimiento de la amistad

Cuestión espinosa es el saber si las relaciones amistosas deben romperse o conservarse, cuando las personas no subsisten siendo lo que eran los unos respecto de los otros. ¿O es que no resulta ningún mal de un rompimiento desde el momento en que los que estaban ligados por interés o por placer no tienen nada que comunicarse? Como era este el único objeto de su amistad, cuando este objeto desaparece, parece llano que cesen de amarse. La única queja que podría tener lugar sería si alguno, amando por interés y por placer, fingió que también amaba de corazón. En efecto, como dijimos al principio, la causa más ordinaria de desunión entre los amigos es que no se unen con las mismas intenciones, y que no son amigos unos de otros por el mismo motivo. Cuando uno de los dos se ha equivocado creyéndose amado de corazón, siendo así que el otro nada ha hecho para dárselo a entender, sólo a sí mismo debe culparse. Pero si ha sido engañado por el disimulo de su pretendido amigo, tiene derecho a quejarse de la falsía de este; y puede hacerlo con más razón que la que tenemos para censurar a los monederos falsos, porque el delito de tal pretendido amigo afecta a una cosa mucho más preciosa. 
Pero supongamos el caso en que uno se ha unido a otro creyéndole hombre de bien, y que después se hace vicioso, o solamente lo parece; ¿puede continuar amándole? ¿O será imposible amarle ya, puesto que no se ama todo indiferentemente, [247] sino exclusivamente lo que es bueno? Porque no es un hombre malo al que se quería amar ni tampoco a quien se debe amar. No se debe amar a los malos ni tampoco parecerse a ellos, porque ya se sabe que lo que se parece se junta. He aquí, pues, la cuestión: ¿debe romperse sobre la marcha? ¿O bien deben hacerse distinciones y no romper con todos, sino sólo con aquellos, cuya perversidad sea ya incurable? Mientras haya esperanza de corregirlos, es preciso ayudarles a salvar su virtud con más esmero que si se tratara de reparar su fortuna, por lo mismo que es uno de los servicios más nobles y más dignos de la verdadera amistad. Mas en otro caso no hay inconveniente en romper, porque no fue con este hombre, tal cual ahora aparece, de quien se hizo uno amigo, y desde el momento en que ha sufrido un cambio tan completo y no hay ya modo de salvarle, trayéndole al verdadero camino, no hay otro partido que tomar que alejarse de él. 
Supongamos otro caso. Uno de los dos amigos continúa siendo como era, y el otro, haciéndose mejor moralmente, llega a superarle mucho en virtud. ¿Debe este continuar en amistad con aquel? ¿O bien es ya imposible? La dificultad se hace perfectamente evidente, cuando la distancia entre los dos amigos es muy grande, como sucede en las amistades contraídas desde la infancia. Si uno permanece niño por la razón, mientras que el otro se hace un hombre lleno de fuerza y de capacidad, ¿cómo podrán permanecer amigos, puesto que no gustan de los mismos objetos, ni tienen ya los mismos goces ni las mismas penas? No habrá ya entre ellos ese cambio de sentimientos sin los cuales no hay amistad posible, puesto que no pueden ya vivir juntos con intimidad, como más de una vez hemos manifestado. ¿Pero habrá razón para que le tratéis con dureza, como si jamás hubiera sido vuestro amigo? ¿No deberá más bien conservarse el recuerdo de la antigua amistad? Así como el hombre se cree más obligado para con los amigos que para con los extraños, en igual forma debe concederse algo a ese pasado en que tuvo lugar la amistad, salvo que el rompimiento haya procedido de un exceso de imperdonable perversidad.

capítulo IV
El amigo de sí mismo y el amigo de los demás. Retrato del hombre bueno y del malo

Los sentimientos de afección que se tiene a los amigos y que constituyen las verdaderas amistades, tienen su origen, al parecer, en la que el hombre se tiene a sí mismo. Así se mira como amigo al que os quiere y os hace bien, aparente o real, únicamente por uno mismo; o también al que desea la vida o felicidad de su amigo sin otra consideración que la del amigo mismo. Esta es la afección desinteresada que sienten las madres por sus hijos, y que experimentan los amigos que se reconcilian después de alguna desavenencia. también se dice a veces que el amigo es el que vive con vosotros, que tiene los mismos gustos, que se regocija con los mismos goces, que se aflige con vuestros pesares, simpatía que se hace notar principalmente en las madres. Veamos algunos de los caracteres por los que se define la verdadera amistad. Estos son precisamente los sentimientos que el hombre de bien experimenta respecto de sí mismo, y que experimentan también los demás hombres en tanto que se creen probos y honrados; porque, como ya he dicho, la virtud y el hombre virtuoso pueden tomarse por medida de todas las cosas. Un hombre semejante está siempre de acuerdo consigo mismo, y desea las mismas cosas en todas las partes de su alma. No ve ni hace para sí más que el bien o lo que le parece serlo. Esto es lo propio del hombre honrado: hacer el bien exclusivamente, hacerlo por sí mismo, por la razón de que está en él y constituye la esencia misma del hombre en cada uno de nosotros. Sin duda quiere vivir y conservarse, pero ante todo quiere hacer vivir y salvar el principio mediante el cual piensa, porque para el hombre honrado la vida es un verdadero bien. Y así cada uno de nosotros quiere el bien para sí mismo. Pero si se hiciese distinto y cambiase de naturaleza, no se deseaban para esta nueva persona todos los bienes que se deseaban para la otra; porque si Dios mismo posee actualmente el bien, es permaneciendo lo que es por esencia; y el principio inteligente es el que en el hombre constituye el fondo mismo del individuo, o por lo menos, parece [249] constituirlo más bien que cualquier otro principio. Por lo tanto, cuando el hombre está dotado verdaderamente de virtud, quiere continuar viviendo consigo mismo, porque encuentra en ello un verdadero placer. Los recuerdos de sus actos pasados están llenos de dulzura, y sus esperanzas respecto de sus acciones futuras son igualmente honestas. Ahora bien; todos estos son sentimientos agradables. Esta multitud de pensamientos llenan su espíritu de las más nobles emociones; y se complace en simpatizar sobre todo consigo mismo, con sus propios goces, con sus propios dolores; porque para él el placer y la pena se ligan siempre a los mismos objetos y no varían sin cesar de uno a otro. Jamás su corazón tiene motivo para arrepentirse, si es posible decirlo. Como el hombre de bien está siempre respecto de sí mismo en estas disposiciones, y como es para un amigo lo mismo que para sí propio, siendo el amigo uno mismo con él, se sigue que la amistad se aproxima mucho a lo que acabamos de decir, y que deben llamarse amigos a los que viven en estas relaciones recíprocas. 
En cuanto a la cuestión de saber si hay o no hay realmente amor de sí mismo, la dejaremos por el momento a parte. Nos limitaremos a decir, que hay ciertamente amistad siempre que se encuentran dos o más de estas condiciones que hemos indicado; y que, cuando la amistad es extrema, se parece mucho a la afección que se experimenta por sí mismo. 
Estas condiciones, por lo demás, pueden encontrarse en el vulgo de los hombres y hasta entre los hombres malos; pero, ¿no es verdad que no se reúnen en ellos tales condiciones sino en cuanto se complacen a sí mismos y se creen hombres de bien? Porque estas afecciones jamás se producen ni tienen visos de producirse en hombres absolutamente perversos y criminales. Puede decirse, que apenas se encuentran en los viciosos; ellos están siempre quejosos de sí mismos; desean una cosa y quieren otra, absolutamente como los libertinos que no saben dominarse. En lugar de las cosas que ellos mismos creen ser buenas, prefieren las que son para ellos agradables, pero funestas. Otros, por lo contrario, se abstienen de hacer lo que les parece mejor para su propio interés, ya por cobardía, ya por pereza. Hay también otros que, después de haber cometido una multitud de fechorías, concluyen por detestarse a sí mismos a causa de su propia corrupción, miran la vida con horror y concluyen por el suicidio. [250] Los malos pueden buscar personas con quienes poder pasar la vida, pero ante todo huyen de sí mismos. Cuando están solos, su memoria no les presenta más que recuerdos dolorosos; y para el porvenir sueñan proyectos no menos horribles, mientras que, por lo contrario, cuando están en compañía de otro olvidan estas odiosas ideas. No teniendo en sí nada digno de ser amado, no experimentan ningún sentimiento de amor hacia sí mismos; seres semejantes no pueden simpatizar ni con sus mismos placeres ni con sus mismas penas. Su alma está constantemente en discordia, y mientras que por perversidad tal parte de ella se aflige de las privaciones que se ve forzada a sufrir, tal otra se regocija en sufrirlas. Tirando del ser uno de estos sentimientos por un lado y otro por otro, resulta, si puede decirse así, el ser hecho pedazos. Pero como no es posible sentir a la vez placer y dolor, no tarda en afligirse de haberse regocijado, y hubiera querido no haber gustado semejantes placeres; porque los hombres malos están siempre llenos de remordimientos por todo lo que hacen. Así el malo, lo repito, jamás está en disposición de amarse a sí mismo, porque no encuentra en sí nada que pueda ser amado. Si este estado del alma es profundamente triste y miserable, es preciso huir del vicio con todas sus fuerzas y aplicarse con ardor a hacerse virtuoso; porque sólo así se sentirá uno inclinado a amarse a sí mismo y hacerse amigo de los demás{178}. 

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{178} Este capítulo es uno de los más preciosos y profundos que ha escrito Aristóteles. Giphanius lo llamó: aureum caput et fere theologicum.

capítulo V
De la benevolencia

La benevolencia se parece a la amistad; pero no es precisamente la amistad. Puede ejercerse sobre desconocidos, sin que sepan el sentimiento que se experimenta por ellos; lo cual no sucede con la amistad, como ya he dicho anteriormente. La benevolencia tampoco es la inclinación a amar; porque no tiene ni intensidad, ni deseo, síntomas que ordinariamente acompañan a la inclinación. Así, la inclinación se forma por el hábito; pero la benevolencia puede ser hasta casual, por ejemplo, el interés [251] que se toma por los luchadores; los espectadores, al verlos combatir, se sienten benévolos respecto de ellos y los auxilian con sus aclamaciones, sin que por eso estén dispuestos a tomar parte personalmente en la lucha. En este caso la benevolencia es del todo eventual, y la afección que provoca no pasa de la superficie. Esto nace de que la amistad, como el amor, comienza al parecer por el placer de la vista; porque si al pronto no produce encanto el aspecto de la persona, no se la puede amar. No quiere decir esto, que porque uno se sienta seducido por la forma, ya esté enamorado; pues sólo hay amor cuando se siente la ausencia de una persona y se desea su presencia. Es cierto que no pueden dos hacerse amigos sin haber experimentado antes la benevolencia; pero tampoco basta ser benévolo para amar. Uno se contenta con desear el bien a aquellos que son objeto de nuestra benevolencia, pero sin que por otra parte esté uno dispuesto a hacer nada con ellos, ni a privarse por ellos de cosa alguna. Sólo metafóricamente puede decirse que la benevolencia es la amistad. Pero también puede afirmarse que la benevolencia, prolongándose con el tiempo y llegando a constituir un hábito, se convierte en una verdadera amistad, que no es la amistad por interés, ni la amistad por placer; porque la benevolencia no se inspira ni en uno ni en otro de estos motivos. En efecto, el que ha recibido un servicio corresponde con la benevolencia al bien que se le ha hecho, cumpliendo así un deber. Pero cuando se desea el triunfo de alguien, porque espera uno sacar también alguna ventaja, no es uno benévolo para esta persona sino más bien para sí mismo; a la manera que no es amigo el que trata a otro con la mira del provecho que de el pueda sacar. 
En general, la benevolencia nace a la vista de la virtud o de un mérito cualquiera siempre que una persona muestra a otra que es hombre de honor, de valor o que tiene cualquier cualidad o este género, como los combatientes de que hablamos antes.

capítulo VI
De la concordia

La concordia también parece tener algo de la amistad; y he aquí por qué no debe confundírsela con la conformidad de opiniones; porque esta puede existir, hasta entre personas que mutuamente no se conocen. No puede decirse, porque piensen los hombres lo mismo sobre un objeto cualquiera, que están de acuerdo: por ejemplo, si es sobre astronomía. Estar de acuerdo sobre estos puntos no implica la menor afección. Por lo contrario, se dice que hay concordia entre los Estados, cuando recae sobre intereses generales, cuando se toma parte en ellos, y cuando de concierto se ejecuta la resolución común. La concordia se aplica siempre a actos, y entre estos actos, a los que tienen importancia y que pueden ser igualmente útiles a las dos partes y hasta a todos los ciudadanos, cuando se trata de un Estado: como cuando todo el mundo juzga unánimemente, por ejemplo, que todos los poderes deben ser electivos; o que es preciso hacerse aliados de los lacedemonios; o que Pittaco{179} debe reconcentrar en sus manos toda la autoridad que por otra parte él acepta. Cuando, por lo contrario, en un Estado cada uno de los partidos quiere el poder para sí solo, hay discordia como entre los pretendientes de las Fenicias{180}. Porque no basta para que haya concordia, que los dos partidos piensen de la misma manera sobre un objeto dado, cualquiera que él sea. Es preciso además, que tengan la misma opinión en las mismas circunstancias: por ejemplo, que el pueblo y las altas clases estén acordes en dar el poder a los más eminentes ciudadanos; porque entonces cada cual tiene precisamente lo que desea. La concordia comprendida así se convierte en cierta manera en una amistad civil, como ya he dicho; porque comprende entonces los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social. 
Pero esta concordia supone siempre corazones sanos. [253] En efecto, los corazones de esta índole están por lo pronto de acuerdo consigo mismos, y lo están recíprocamente entre sí, porque se ocupan, por decirlo así, de las mismas cosas. Las voluntades de estos espíritus rectos permanecen inquebrantables, no tienen el flujo y reflujo como el Euripe{181}, sólo quieren las cosas justas y útiles, y las desean sinceramente guiados por el interés común. Por lo contrario, entre los malos no es posible la concordia, y si reina alguna vez es por cortos instantes; y tampoco pueden ser por mucho tiempo amigos, porque reclaman una parte exagerada en los beneficios y se desentienden todo lo posible de las fatigas y gastos comunes. Queriendo cada cual las ventajas sólo para sí, espía y pone trabas a su vecino; y como del interés común nadie se cuida, se le sacrifica y perece. entonces comienza la discordia, esforzándose los unos en hacer que los otros observen la justicia, pero sin que nadie quiera practicarla. 

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{179} Pittaco, tirano de Mitilene; véase la Política, lib. III, cap. IX. 
{180} Una de las obras de Eurípides. 
{181} Es sabido que el fenómeno del flujo y reflujo se hace notar mucho en Euripe, entre la Eubea y la Beocia, único punto del Mediterráneo en que se hace sensible.

capítulo VII
Del beneficio

Los bienhechores en general aman más a los que reciben el servicio que los que reciben el servicio los aman a ellos; y como esta diferencia parece contraria a toda razón, es preciso averiguar sus motivos. La opinión más común es que los unos son en cierta manera deudores y que los otros son acreedores; y así como respecto a las deudas, los que deben querrían con gusto que los que les han dado el préstamo no existiesen, y los prestadores, por lo contrario, hasta se ocupan con solicitud de sus deudores; en la misma forma los que han hecho el servicio quieren que los favorecidos vivan para que algún día reconozcan los favores que se les ha dispensado, mientras que los otros se ocupan muy poco de lo que les deben en cambio de lo recibido. Epicarmo diría que los que adoptan esta explicación «toman la cosa por mal lado.» Pero es bastante conforme a la debilidad [254] humana; porque los hombres ordinariamente tienen poca memoria para los beneficios, y prefieren recibir favores a hacerlos. 
En cuanto a mí, la causa me parece mucho más natural, y creo que no tiene ninguna relación con lo que pasa en punto a deudas. Por lo pronto, los acreedores no tienen el menor afecto a sus deudores; y si desean verlos prósperos, es únicamente con la mira de la restitución que esperan. Por lo contrario, los que han hecho un servicio aman y acarician a sus obligados, por más que estos ni en la actualidad ni nunca les puedan servir en nada. Es exactamente lo mismo que los artistas experimentan respecto de sus obras; no hay uno que no ame su propia obra más que la obra le amaría a él, si por casualidad pudiera animarse y vivir. Esta observación es patente en los poetas; aman con pasión sus propias obras y se encariñan con ellas como si fuesen sus propios hijos. Esto sucede precisamente con los bienhechores; la persona favorecida es su obra, y aman más que la obra ama al que la ha hecho. La causa es bien sencilla; es porque la vida, la existencia, es para todo el que goza de ella algo preferible a todo lo demás, algo que le es profundamente querido. Ahora bien; nosotros no somos sino mediante el acto, es decir, en tanto que vivimos y obramos. El que crea una cosa, existe en cierta manera mediante el acto mismo. Así ama su obra porque ama igualmente la existencia, sentimiento que es muy natural; porque lo que sólo existe en potencia, la obra lo revela, lo muestra en acto. Añádase con respectó a la acción, que hay en ella algo de noble y de bello de parte del bienhechor, de suerte que este goza en el objeto de tal acción. Al mismo tiempo, nada hay de bello para el obligado en el servicio que recibe; a lo más sólo hay algo útil, lo cual es mucho menos agradable y menos digno de ser amado. En cuanto al presente, es el acto el que nos causa placer; es la esperanza para el porvenir; es el recuerdo para lo pasado. Pero el más vivo placer sin contradicción es el acto, lo actual, que, bien entendido, es digno de que se ame. Así, pues, la obra es y sigue siendo del que la ha hecho, porque lo bello es durable; mientras que lo útil desaparece bien pronto para el que ha recibido el beneficio. El recuerdo de las cosas buenas que se han hecho causa un placer indecible; pero el recuerdo de las cosas útiles que se han aprovechado, o no le causan o, si le causan, es mucho menor. Precisamente sucede todo lo contrario con los [255] bienes que se desean y que se espera poseer. Pero amar es casi obrar y producir; ser amado no es más que sufrir y permanecer pasivo. Por consiguiente el amor y todas las consecuencias que engendra están de parte de aquellos en quienes la acción es más poderosa. 
Debe observarse además que se tiene siempre más cariño a lo que ha costado más trabajo; y así, por ejemplo, los que han adquirido su fortuna por sí mismos la estiman más que los que la han adquirido por herencia. Recibir un beneficio es una cosa en verdad que no reclama un esfuerzo penoso, mientras que muchas veces cuesta mucho dispensar servicios a otros. He aquí por qué las madres tienen más amor por sus hijos, mediante a que la parte que lean tenido en la generación ha sido mucho más penosa, y saben bien que los hijos son suyos. Este es sin duda también el sentimiento de los bienhechores respecto a sus favorecidos.

capítulo VIII
Del egoísmo o amor propio

Se ha preguntado si conviene amarse a sí mismo con preferencia a todo lo demás o si vale más amar a otro; porque ordinariamente se censura a los que se aman excesivamente a sí propios, y se les llama egoístas, como para avergonzarles por este exceso. Realmente el hombre malo sólo obra pensando en sí mismo, y cuanto más malo se hace, más se aumenta en él este vicio, y así se le echa en cara que nunca hace nada fuera de lo que interesa a su persona. El hombre de bien, por lo contrario, sólo obra para hacer el bien, y cuanto más honrado se hace, tanto más se consagra exclusivamente a hacer el bien, y tratándose de su amigo, hasta se olvida de su propio interés. 
Pero se dice que los hechos contradicen todas estas teorías sobre el egoísmo, y esto no es difícil de comprender. Se concede que debe amarse sobre todo al que es vuestro mejor amigo, siendo el mejor amigo el que quiere más sinceramente el bien de su amigo por este amigo mismo, aunque por otra parte nadie en el mundo deba saberlo. Pero estas son precisamente las condiciones que se cumplen cuando se trata de sí mismo, así como se [256] dan igualmente bajo esta relación todas las demás condiciones, en vista de las que se define habitualmente el verdadero amigo; porque ya hemos sentado, que todo sentimiento de amistad parte ante todo del individuo para derramarse después sobre los demás. Los proverbios mismos están de acuerdo con nosotros; pudiendo citarse los siguientes: «una sola alma; –entre amigos todo es común; –la amistad es la igualdad; –la rodilla está más cerca que la pierna.» Pero todas estas expresiones manifiestan principalmente las relaciones del individuo consigo mismo. Y así, el individuo es su propio amigo más estrechamente que ninguno otro; y es a sí mismo a quien sobre todo deberá amar. 
Se pregunta, y no sin razón, cuál de estas dos diversas soluciones debe seguirse, ya que ambas nos inspiran igual confianza. 
Quizá baste distinguir estas aserciones, y hacer ver la parte de verdad, y la especie de verdad, que cada una de ellas encierra. Si explicamos lo que se entiende por egoísmo en los dos sentidos en que alternativamente se toma esta palabra, veremos con la mayor claridad esta cuestión. Por una parte, queriendo convertir este término en un vocablo de censura y de injuria, se llama egoístas a los que se atribuyen a sí mismos la mejor parte en las riquezas, en los honores, en los placeres corporales; porque el vulgo siente por todo esto la más viva ansiedad; y como se buscan con empeño estos bienes considerados como los más preciosos de todos, son extremadamente disputados. Los que se los disputan con tanto calor, sólo piensan en satisfacer sus deseos, sus pasiones, y en general la parte irracional de su alma. Así se conduce la generalidad de los hombres; y la denominación de egoístas viene de las costumbres del vulgo, que son deplorables. Con justa razón se censura en este sentido el egoísmo. 
No puede negarse que las más veces se aplica este nombre de egoístas a los que se entregan a todos estos goces groseros, y que sólo piensan en sí mismos. Pero si un hombre se propusiese seguir constantemente la justicia con más exactitud que ninguna otra cosa, practicar la sabiduría o cualquiera otra virtud en un grado superior, en una palabra, que no pretendiese reivindicar para el otra cosa que el obrar bien, sería imposible llamarle egoísta, ni censurarle. Sin embargo, este sería tenido por más egoísta que los demás, puesto que se adjudica las cosas más bellas y mejores, y goza tan sólo de la parte más elevada de [257] su ser, obedeciendo dócilmente a sus ordenes. Así como en política la parte más importante en la ciudad parece ser el Estado mismo, y así como en todos los demás ordenes de cosas semejante parte constituye el sistema entero, lo mismo sucede con el hombre, y quien debería pasar por egoísta en primer término es el que ama dentro de sí este principio dominante y sólo trata de satisfacerle. Si se llama templado al hombre que se domina, e intemperante al que no se domina, según que la razón manda o no manda en ellos, es porque la razón aparentemente está siempre identificada con el individuo mismo. He aquí por qué los actos que parecen ser los más personales y los más voluntarios, son los que se realizan bajo la dirección de la razón. Es perfectamente claro, que este principio soberano es el que constituye esencialmente al individuo, y que el hombre de bien le ama con preferencia a todo. En este concepto podría decirse, que el hombre de bien es el más egoísta de todos los hombres; pero este egoísmo es muy distinto de aquel a que se da un nombre injurioso. Este egoísmo noble supera en tanto al egoísmo vulgar, como vivir según la razón a vivir según la pasión; y tanto como desear el bien a desear lo que parece útil. 
Así todo el mundo acoge bien y alaba a los que se proponen elevarse por encima de sus conciudadanos practicando el bien. Si todos los hombres luchasen únicamente por la virtud y dirigieren siempre sus esfuerzos a practicarla, la comunidad entera vería en conjunto todas sus necesidades satisfechas; y cada individuo en particular poseería el mayor de los bienes, puesto que la virtud es el más precioso de todos. Se llegaría a deducir esta doble consecuencia: de una parte, que el hombre de bien debe ser egoísta, porque haciendo el bien, le resultará a la vez un gran provecho personal y servirá al mismo tiempo a los demás; y de otra, que el hombre malo no es egoísta, porque sólo conseguirá perjudicarse a sí y dañar al prójimo, siguiendo sus malas pasiones. Por consiguiente, en el hombre malo hay una discordia profunda entre lo que debe hacer y lo que hace, mientras que el hombre virtuoso sólo hace lo que debe hacer; porque toda inteligencia escoge siempre lo que es mejor para ella y el hombre de bien sólo obedece a la inteligencia y a la razón. 
No es menos evidente y exacto que el hombre virtuoso hará muchas cosas en obsequio de sus amigos y de su patria, aunque [258] al hacerlas comprometa su vida; y despreciará las riquezas, los honores, en una palabra, todos estos bienes que la multitud se disputa, reservándose sólo para sí el honor de hacer el bien. Gusta más de un goce vivo, aunque sólo dure algunos instantes, que un goce frío que dure un tiempo más largo. Quiere más vivir con gloria un solo año{182} que vivir muchos oscuramente; prefiere una sola acción bella y grande a una multitud de actos vulgares. Esta es indudablemente la causa porque estos hombres generosos ofrecen, cuando es preciso, el sacrificio de su vida. Se reservan para sí la más bella y noble parte y hacen con gusto el sacrificio de su fortuna, si su ruina puede enriquecer a los amigos. El amigo adquiere la riqueza, y él se reserva el honor, que es un bien cien veces mayor. Con mucha más razón hará lo mismo respecto a las distinciones y al poder. El hombre de bien abandonará todo esto a su amigo; porque a sus ojos el desinterés es lo más bello y digno de alabanza. Realmente no hay engaño en considerar como virtuoso al que escoge el honor y el bien con preferencia a todo lo demás. El hombre de bien puede llegar hasta reservar a su amigo la gloria de la ejecución; y hay casos en que es más digno dejar que haga una cosa un amigo, que hacerla uno mismo. 
Por lo tanto, en todas las acciones dignas de alabanza el hombre virtuoso toma a su cargo siempre la parte más grande del bien; y así es, repito, como debe un hombre saber ser egoísta. Pero es preciso librarse de serlo como se entiende y lo es el hombre generalmente. 

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{182} Véase en la Iliada, canto IX, v. 410 y siguientes, lo que Aquiles dice de sí mismo y de su madre.

capítulo IX
Sobre si hay necesidad de amigos en la prosperidad

Se suscita aún otra cuestión, y se pregunta si, cuando es uno dichoso, tiene necesidad o no de amigos. En efecto, se dice, los hombres absolutamente afortunados e independientes para nada necesitan la amistad, puesto que disfrutan de todos los bienes; y además, bastándose a sí mismos, no tienen necesidades [259] que satisfacer, siendo así que el amigo, que es otro yo, debe procurarnos lo que no podamos conseguir por nosotros mismos. Esto es lo que pensaba el poeta cuando decía{183}: 
«Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidad tenéis de amigos?» 
Pero cuando se supone que tiene todos los bienes el hombre dichoso, es un absurdo evidentemente no concederle también los amigos, porque precisamente los amigos son el más precioso de los bienes exteriores. Pero más aún; si la amistad consiste más en dispensar beneficios que en recibirlos; si lo propio de la virtud y del hombre virtuoso es hacer el bien en rededor suyo; y si su propósito debe de ser el servir mejor a los amigos que a los extraños, se sigue de aquí que el hombre de bien tendrá necesidad de gentes que puedan recibir de él beneficios. 
He aquí por qué se pregunta también, si es en la desgracia o en la fortuna cuando hay necesidad de amigos, porque si el hombre en desgracia tiene necesidad de personas que le socorran, el hombre afortunado no tiene menos necesidad de personas a quienes poder dispensar el bien. A mi entender es el más solemne absurdo convertir al hombre dichoso en un solitario separado del resto de los hombres. ¿Quién accedería a poseer todos los bienes del mundo, si se le pusiera por condición de que sólo pudiera usar de ellos para sí sólo? El hombre es un ser sociable{184}, la naturaleza le ha hecho para vivir con sus semejantes, y esta ley se aplica igualmente al hombre dichoso; porque posee todos los bienes que puede producir la naturaleza, y como evidentemente vale más vivir con amigos y personas distinguidas que con extraños o con el vulgo, es claro que el hombre dichoso tiene precisamente necesidad de amigos. 
¿Qué significa por lo tanto la primera opinión que hemos indicado? ¿Cómo es que tiene algo de verdad? ¿Será porque se cree vulgarmente que los amigos son gentes que nos prestan utilidad, y por consiguiente que el hombre dichoso no tiene necesidad de todos estos auxilios, puesto que se supone que posee todos los bienes? En este caso no tendrá necesidad de amigos y compañeros de placer, o por lo menos, será bien poca la necesidad que advierta, puesto que su vida, siendo perfectamente agradable, puede pasarse sin todos los otros placeres que [260] los demás hombres nos proporcionan. Y si no tiene necesidad de amigos de este género, es claro que verdaderamente no tiene necesidad de amigos de ninguna otra clase. Este razonamiento no es quizá muy concluyente. Al principio de este tratado dijimos, que la felicidad era una especie de acto; y se comprende sin dificultad, que el acto llega a ser y se produce sucesivamente, pero que no existe, en cierta manera, como una propiedad que se posee. Y si la felicidad consiste en vivir y obrar, el acto de un hombre de bien es bueno y agradable en sí, como ya hemos visto precedentemente. Además, lo que nos es propio y familiar nos proporciona siempre los más dulces sentimientos; y nosotros podemos mejor ver a los demás y observar sus acciones que observar las nuestras y vernos a nosotros mismos. Por consiguiente, las acciones de los hombres virtuosos, cuando estos son nuestros amigos, deben ser vivamente agradables para los pechos honrados, puesto que entonces los dos amigos disfrutan de un goce que es muy natural. Estos son los amigos de que el hombre dichoso tendrá necesidad, puesto que desea contemplar las acciones bellas y para él familiares; y tales son las acciones del hombre virtuoso que es nuestro amigo. 
Por otra parte se admite que el hombre dichoso debe vivir agradablemente; pero la vida del solitario es muy pesada. No es fácil obrar continuamente por sí y para sí, y es mucho más fácil obrar con otros y para otros. entonces la acción, que ya es de suyo agradable, será más continua. Esto es lo que debe buscar el hombre dichoso. El hombre virtuoso, en tanto que virtuoso, goza con los actos de virtud y se indigna con los extravíos del vicio, a semejanza del músico a quien complacen las bellas armonías y disgustan las malas. Por otra parte, vivir con los hombres de bien es una manera de ejercitarse en la virtud, como lo ha observado Theognis{185}. Y bien considerada la cosa, es claro que el amigo virtuoso es natural que sea el que el hombre virtuoso elija; porque, lo repito, lo que es bueno por naturaleza es en sí bueno y agradable para el hombre virtuoso. Y bien, la vida se define en los animales por la facultad o potencia que tienen de sentir; en el hombre se define a la vez por la facultad de sentir y por la de pensar; pero la potencia viene siempre a terminar en el acto; y lo principal está en el acto. Y así, parece que vivir [261] consiste principalmente en sentir o en pensar; y la vida es en sí una cosa buena y agradable, porque es una cosa limitada y definida, y todo lo que es definido pertenece ya a la naturaleza del bien. Además, lo que es bueno por naturaleza lo es igualmente para el hombre virtuoso; y he aquí por qué puede decirse que esto debe agradar igualmente al resto de los hombres. Pero no debe tomarse aquí por ejemplo una vida mala y corrompida, ni tampoco una vida llena de dolores; porque semejante vida es indefinida, como lo son los elementos de que se compone; y esto se comprenderá más fácilmente cuando hablemos más tarde del dolor. La vida por sí sola{186}, repito, es buena y agradable; y lo que lo prueba es, que encuentran en ella encantos todos, y muy especialmente los hombres virtuosos y afortunados; porque la vida les es más apetecible y su existencia es la más dichosa sin duda alguna. Pero el que ve, siente que ve; el que oye, siente que oye; el que anda, siente que anda; y lo mismo en todos los demás casos, y es que en nosotros hay una cierta cosa que siente nuestra propia acción, de tal manera, que podemos sentir que sentimos, y pensar que pensamos. Pero sentir que sentimos o sentir que pensamos es sentir que existimos, puesto que hemos visto que existir es sentir o pensar. Ahora bien, sentir que se vive, es una de estas cosas que son agradables en sí, porque la vida es naturalmente buena; y sentir en sí el bien que uno mismo posee, es un verdadero placer. Así es como la vida es querida para todo el mundo y principalmente para los hombres de bien, porque la vida es para ellos a la par un bien y un placer; y por el hecho mismo de tener, como tienen, conciencia del bien en sí, es por lo que experimentan un placer profundo. Pero lo que el hombre virtuoso es para consigo mismo, lo es para con su amigo, puesto que su amigo no es más que un otro él. Tanto como cada uno ama y desea su propia existencia, otro tanto desea la existencia de su amigo o poco menos. Pero ya hemos dicho, que si se ama al ser, es porque se siente que el ser que está en nosotros es bueno; y este sentimiento está en sí rebosando dulzura. La misma conciencia, por tanto, debe tenerse de la existencia y del ser de su amigo, cosa que no es posible a no vivir con él cambiando en esta asociación palabras y pensamientos. Verdaderamente esto es lo que puede llamarse entre los hombres [262] vida común, y no como la que existe entre los animales reducida a vivir encerrados en un mismo cercado. Luego si el ser es en sí una cosa apetecible para el hombre afortunado, porque el ser es bueno por naturaleza y además agradable, se sigue, que el ser de nuestro amigo está poco más o menos en el mismo caso; es decir, que el amigo es evidentemente un bien que debe desearse. Ahora bien, lo que se desea para sí es preciso llegar a poseerlo realmente; pues en otro caso, la felicidad en este punto sería incompleta; de donde resulta, en conclusión, que el hombre, para ser absolutamente dichoso, debe tener amigos virtuosos. 

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{183} Eurípides en la tragedia Orestes, v. 667, edición de Didot. 
{184} Véase la Política, lib. I, cap. I. 
{185} Theognis. Véanse sus Sentencias, v. 31, edición de Brunck. 
{186} Las mismas ideas se desenvuelven en la Política, lib. III, cap. IV.

capítulo X
Del número de amigos

¿Debe uno procurar tener el mayor número posible de amigos? O acaso, así como con tan buen sentido se ha dicho sobre la hospitalidad{187}, 
«En materia de huéspedes, no conviene tener muchos ni carecer de ellos» 
¿es conveniente igualmente, respecto de la amistad, no estar sin amigos ni proporcionarse un número exagerado de ellos? La palabra del poeta podría aplicarse perfectamente a las relaciones de amistad que no tienen otra base que el interés. Es muy difícil pagar y reconocer todos los servicios, cuando se reciben muchos, y la existencia entera no bastaría para satisfacerlos. Los amigos, cuando son más en número de lo que reclaman las necesidades ordinarias de la vida, son muy inútiles; y hasta llegan a ser un obstáculo para la felicidad. Por lo tanto no hay necesidad de tantos amigos de este género. En cuanto a los amigos por placer, bastan algunos; esto es como la sazón en las comidas. Resta hablar de los amigos por virtud. ¿Convendrá tener el mayor número posible de ellos? ¿O bien debe tener un límite el número de amigos, como lo tiene el de ciudadanos en el Estado? No podría constituirse un Estado con diez ciudadanos, como no podría constituirse con cien mil. No quiero decir, que [263] precisamente se haya de lijar el número de ciudadanos, sino que ha de ser un total que se mantenga dentro de ciertos límites determinados. Próximamente está en caso análogo el número de amigos; es igualmente determinado, y puede reducirse, si se quiere, al mayor número de personas con quienes pueda vivirse en vida común; porque la vida común es la señal más cierta de la amistad. Mas, como puede observarse fácilmente, no es posible vivir con una multitud de personas, dividiéndose uno de esta manera. Añádase a esto, que todas estas personas deben ser amigas entre sí, puesto que es preciso que pasen el tiempo reunidos unos con otros; y no es este un pequeño embarazo cuando se trata de muchos. también es muy difícil en medio de tantas personas que pueda uno sentir los mismos goces y las mismas penas que todas ellas. Está expuesto a coincidencias desagradables, y podrá suceder que a la vez tenga que regocijarse con unos y entristecerse con otros. Así será muy bueno no buscar el mayor número posible de amigos, sino sólo el número de ellos con los que les sea posible vivir en intimidad. No es posible ser amigo decidido de un gran número de personas; y esta es la causa porque el amor no se extiende a muchos a la vez. El amor es como el grado superior y el exceso de la afección, y nunca se dirige más que a un sólo ser. De igual modo los sentimientos muy vivos se concentran sobre algunos objetos, pocos en número. La realidad demuestra evidentemente que esto es lo que acontece. Jamás con muchos será posible tener una verdadera y ardiente amistad; y todas las amistades que se alaban y se admiran no han existido sino entre dos personas{188}. Los que tienen muchos amigos y se muestran íntimos de todos, pasan por no ser amigos de nadie, sino es en las relaciones puramente sociales; y cuando se habla de ellos, se dice que son gentes que sólo aspiran a agradar civil y políticamente. Puede uno ser amigo de un gran número de personas, sin hacer ningún esfuerzo exagerado por agradarlas y siendo sólo para ellas un hombre de bien en toda la extensión de la palabra. Pero ser amigo de uno porque es virtuoso y amarle por sí mismo, es un sentimiento que no puede extenderse nunca a muchas personas; y hasta es preferible tropezar con pocas que reúnan tales condiciones. 

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{187} Hesiodo, v. 333, Las obras y los días. 
{188} Teseo y Piritoo, Aquiles y Patroclo, Orestes y Pílades.

capítulo XI
¿Cuándo son más necesarios los amigos, en la prosperidad o en la desgracia?

Otra cuestión: ¿se necesitan más los amigos en la prosperidad o en el infortunio? En ambos casos se desean; los desgraciados tienen necesidad de que se les auxilie; los afortunados tienen necesidad de comunicar su felicidad y de que haya quien reciba sus beneficios, porque quieren hacer el bien en rededor suyo. Los amigos son ciertamente más necesarios en la desgracia, y entonces es cuando deben tenerse amigos útiles. Pero es más noble tenerlos en la fortuna, porque en este caso sólo se buscan gentes de mérito y de virtud, y vale más, cuando se puede elegir, hacer el bien a personas de este orden y pasar la vida con ellas. La presencia de los amigos es ya por sí sola un placer en medio de la desgracia, porque las penas son más ligeras cuando corazones amigos toman parte en ellas. Y podría preguntarse, si este alivio que sentimos procede de que los amigos nos quitan una parte del peso que nos oprime, o si, sin disminuir en nada este peso, su presencia, que nos encanta, y la idea de que participan de nuestros dolores atenúan nuestra pena. Pero sea por esta causa o por cualquiera otra, la atenuación de nuestros disgustos importa poco; lo que no puede ponerse en duda es que el efecto dichoso, de que acabo de hablar, se produce en nosotros. Su presencia tiene sin duda un resultado mixto. Sólo el ver a los amigos es ya un verdadero placer; lo es sobre todo cuando es uno desgraciado. Pero además es como un auxilio que nos prestan contra la aflicción; el amigo consuela con su presencia y con sus palabras por poco que valga; porque conoce el corazón de su amigo y sabe precisamente lo que le agrada y lo que le aflige. Pero podrá decirse, que es duro tener que sentir que un amigo se aflija con nuestros propios sinsabores, y todo el mundo evita el ser objeto de pena para sus amigos. Además, los hombres de un valor a prueba tienen gran cuidado en no hacer partícipes de sus dolores a los que aman; y salvo el que sea completamente insensible, no se transijo fácilmente con la idea de causar pena a los amigos. Un hombre de corazón no [265] sufre jamás que sus amigos lloren con él, porque él no está dispuesto a llorar. Sólo las mujerzuelas y los hombres de su carácter se complacen en ver que otros mezclan sus lágrimas con las suyas, y aman a las gentes a la vez porque son sus amigos y porque lloran con ellos. Es evidente que en todas las circunstancias el ejemplo más noble es el que debemos imitar. 
Pero cuando se está en la prosperidad, la presencia de los amigos nos agrada doblemente. Por lo pronto la relación amistosa nos complace y nos inspira este pensamiento no menos dulce: que ellos gozan con nosotros de los bienes que poseemos. Cuando uno vive en la prosperidad es cuando principalmente nuestro corazón debe complacerse en convidar a nuestros amigos, porque es muy satisfactorio hacer el bien. Por lo contrario, se duda, se tarda en decidirse a hacerlos venir cuando uno es desgraciado, porque es preciso que participen lo menos posible de las propias penas; y de aquí esta máxima: 
«Basta con que yo sea desgraciado.»{189} 
Verdaderamente sólo debe llamárseles cuando, sin gran sacrificio suyo, pueden hacer un gran servicio. Por opuestos motivos los amigos deben ir en busca de sus amigos desgraciados, sin necesidad de que se los llame, y siguiendo sólo el impulso del corazón; porque es un deber en el amigo pagar este tributo a sus amigos, sobre todo cuando tienen necesidad de él y no lo reclaman; es a la par lo más bello y lo más dulce para ambos. Cuando se puede cooperar en algo a la fortuna de sus amigos, es preciso ponerse a la obra con firme resolución; porque pueden tener necesidad de auxilio. Pero es preciso abstenerse de tomar una parte personal en los beneficios que ellos obtengan, porque es poco digno reclamar con ardor provecho alguno para sí mismo. Por otra parte, se debe procurar no desagradar a sus amigos con negativas, ni manifestar poca condescendencia cuando nos hacen ofrecimientos; lo cual sucede algunas veces. 
En resumen, pues, la presencia de los amigos es una cosa agradable en todas las circunstancias de la vida, cualesquiera que ellas sean. 

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{189} No se sabe de quién es esta máxima. 

capítulo XII
Dulzuras de la intimidad

¿Puede decirse que la amistad sea como el amor? ¿Y que así como los amantes se complacen apasionadamente en ver el objeto amado y prefieren esta sensación a todas las demás, porque en ella, sobre todo, consiste y se produce el amor, de igual modo los amigos aspiran sobre todas las demás cosas a vivir juntos? La amistad es una asociación, y lo que uno es para sí mismo, lo es para su amigo. Ahora bien, lo que uno ama en sí mismo es sentir que se existe, y se complace en la misma idea respecto del amigo; pero este sentimiento no obra ni se realiza sino en la vida común, y he aquí por qué los amigos tienen tanta razón para desearla. La ocupación que constituye propiamente la vida, y en la cual se encuentran más encantos, es también aquella en la que quiere cada cual que participen sus amigos viviendo juntos. Y así, unos beben y comen juntos; otros juegan juntos; otros cazan juntos; otros se entregan juntos a los ejercicios de la gimnasia; otros se consagran juntos al estudio de la filosofía; en una palabra, todos pasan el tiempo haciendo juntos lo que más les encanta en la vida. Como quieren vivir siempre con amigos, buscan y distribuyen todas las ocupaciones de manera que puedan aumentar esta intimidad y esta vida común. Esto es precisamente lo que hace tan perjudicial la amistad de los hombres depravados. Inconstantes en sus afectos, sólo se comunican los malos sentimientos; y se pervierten tanto más cuanto más se imitan mutuamente. Por lo contrario, la amistad de los hombres de bien, siendo como es honrada, se acrecienta con la intimidad; y hasta parece que los amigos se mejoran continuándola y corrigiéndose recíprocamente. Y así fácilmente se sirven mutuamente de modelo cuando gustan unos de otros, y de aquí el proverbio. 
«Siempre de los buenos se saca el bien.»{190} 
Demos aquí por terminada la teoría de la amistad, y pasemos ahora a la del placer. 

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{190} Verso de Theognis.

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